El patriarca Abrahán – Confianza contra toda esperanza

Cerca de cuatro mil años nos separan del patriarca Abrahán. No obstante, como ocurre con las almas justas, su memoria perdura a través de los siglos y constituye un ejemplo de fe y de entrega incondicional a los planes de Dios para todos los tiempos.

«Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación» (Gén 12, 1-2).

A lo largo de los milenios, los descendientes de Abrahán repitieron innumerables veces este pasaje, marco inicial de la vocación del gran patriarca. La Iglesia también lo exalta como aquel a quien Dios confió las primicias de su «nación santa» (1 Pe 2, 9), la porción escogida «entre todos los pueblos de la tierra» (Dt 14, 2), de la que nacería el Salvador prometido a Adán antes de ser expulsado del paraíso (cf. Gén 3, 15).

Fue eminentemente un hombre de fe, pues al camino rectilíneo de la promesa y de la bendición se le sumó en su vida el caprichoso zigzagueo de la espera, las contrariedades y el aparente desmentido.1

Destellos de una fe robusta

Valiéndose de las narraciones de la Sagrada Escritura y de datos de la historia universal, se puede calcular que Dios llamó a Abrahán aproximadamente entre el 2000 a. C. y el 1850 a. C.

Originalmente se llamaba Abrán;2 era hijo de Taré, de la décima generación después de Noé, del linaje de Sem. Natural de Ur de Caldea, se trasladó con su padre y algunos parientes a Harán, donde oyó por primera vez la voz de Dios, que le ordenaba abandonara a su familia y la casa paterna.

Sin demora, partió con su esposa, Sara, y su sobrino, Lot, de Harán a Canaán, llevando consigo los bienes que poseía y sus esclavos. Al llegar allí, el Señor le prometió que daría esa tierra a sus descendientes. No obstante, Abrahán anduvo de campamento en campamento hasta el Néguev, considerándose siempre como un extranjero en el país.

En este pasaje se observan los primeros destellos de la fe robusta del patriarca: deja las comodidades del hogar paterno y se dirige a una tierra desconocida, que Dios le había prometido sólo mostrársela, para dársela no a él, sino a sus descendientes, que, sin embargo, aún no existían, pese a que Abrahán ya tenía 65 años.

Padre de una gran nación

Abrahán, cuya evocación nos lleva a imaginar a un anciano robusto, de temperamento sereno y carácter convencido, ciertamente meditó mucho en las palabras divinas. Entre las promesas que Dios le había hecho, le dijo: «Haré de ti una gran nación».

¿Qué significaba entonces ser padre de una gran nación? Se podría pensar erróneamente que en aquellos tiempos remotos sólo existían nómadas, como lo eran Abrahán y su familia, y que la humanidad no vivía sino en tiendas… Nada más equivocado.

Como narra el capítulo décimo del Génesis, respecto de la posteridad de Noé, en la tercera generación del linaje de Cam nació Nemrod, el «primer héroe de la tierra» (Gén 10, 8), quien, según comentaristas e historiadores, fue el iniciador de la vida política ordenada y del Estado organizado autocráticamente.3

De hecho, mucho antes de la época de Abrahán ya existían ciudades-estado repartidas por toda Mesopotamia. La prosperidad de la agricultura, impulsada por los inventos de los sumerios para el riego del suelo, fomentaba un constante comercio entre ellas, lo que propició que pequeñas aldeas se convirtieran en centros urbanos cada vez más desarrollados en materia de arquitectura, escritura y economía.

Lagash, Susa, Kish, Asur, Nínive, Mari y Babilonia eran ciudades grandes, poderosas y ricas, y la propia Ur ya presentaba un notable grado de civilización.4 No menos importante era Egipto, gobernado por su duodécima dinastía.5

Ahora bien, cuando Abrahán recibió la promesa de que de él nacerían pueblos y reyes, Dios le pidió que creyera que las naciones poderosas de la tierra no serían nada en comparación con el linaje que saldría de sus entrañas. Y por la fe vislumbró el significado más profundo del plan divino.

Una certeza: los planes de Dios se realizarán

Habían pasado unos diez años, Abrahán seguía confiando; no obstante, como cualquier ser humano, al meditar en las promesas recibidas, sin duda agudas perplejidades asaltaron su espíritu: «¿No me habré equivocado? Todo parecía tan real… Quizá no haya sido fiel y Dios ha decidido abandonarme». El peso de los años aumentaba, la posibilidad de engendrar un hijo se hacía cada vez más improbable.

Abrahán deja las comodidades del hogar paterno y se dirige a una tierra desconocida, que Dios le había prometido sólo mostrársela, para dársela a sus descendientes, que aún no existían…
«Abrahán parte hacia Canaán», de Jacopo y Francesco da Ponte – Galería Nacional de Canadá, Ottawa

En una noche estrellada, tal vez mientras recordaba las promesas en medio del dolor de la incertidumbre acerca de su propia fidelidad, oyó nuevamente la grave y serena voz de Dios: «No temas, Abrán, yo soy tu escudo, y tu paga será abundante» (Gén 15, 1). Lleno de confianza, el patriarca le expuso su confusión, y el Señor «lo sacó afuera y le dijo: “Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas… […] Así será tu descendencia”» (Gén 15, 5).

Tales palabras resonaron en lo más hondo de su alma, haciéndole desear y vislumbrar, no por las luces de la razón, sino de manera sobrenatural, la realización de los planes divinos en los que era gratuitamente introducido. En su interior comenzó a brillar, como un sol, la certeza de que las promesas se cumplirían, y esta confianza tenía como arrimo únicamente la fe en Dios, por ser Él quien es y digno de todo amor. De ahí que San Pablo repita en su epístola a los romanos (4, 3) y a los gálatas (3, 6), al igual que Santiago (2, 23): «Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia» (Gén 15, 6).

En este episodio se evidencia algo desconocido —u olvidado, debido a la infidelidad de la idolatría— para los pueblos antiguos: el deseo del Creador de comunicarse con los hombres, concediéndoles gracias y generando en el alma que no se opone a su acción una caridad ardiente. La imaginación desvariada de los hijos de Adán, por el contrario, siempre ha producido dioses tiránicos, cuya rudeza y brutalidad se ve confirmada por los descubrimientos arqueológicos.

Predicción de grandes sufrimientos

A continuación de este hecho, la Sagrada Escritura narra que el patriarca le preguntó al Señor cómo sabría si poseería aquella tierra, a lo que éste, en respuesta, le ordenó que hiciera un ofrecimiento. Abrahán preparó los animales según las costumbres de la época y fue presa de un profundo sueño, acompañado de un «terror intenso» (Gén 15, 12). Al mismo tiempo, una densa oscuridad cubrió el lugar, porque ya estaba anocheciendo.

En ese momento, Dios le reveló que únicamente la cuarta generación de su descendencia heredaría esa tierra, no sin antes haber pasado por el sufrimiento de la esclavitud y la opresión durante cuatrocientos años, en un sitio donde serían considerados peregrinos.

Para sellar la alianza, «una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados» (Gén 15, 17), simbolizando la firmeza del juramento divino.

Ismael, el hijo de la esclava

Sin duda, Abrahán compartía con su esposa las gracias recibidas, pues ella era coheredera de la promesa. Pero quizá no le contó las pruebas por las que pasarían sus descendientes, ya que sólo a las almas muy llamadas y de fe convencida Dios se las puede revelar por completo.

Tal vez sintiéndose culpable por el hecho de que la pareja no engendrara una prole, Sara le entregó a su esclava Agar a su esposo para que tuviera un hijo con ella. En la región donde vivían, como en todo el mundo antiguo, los señores tenían pleno dominio sobre sus esclavos y podían disponer de ellos como mejor les pareciera. Y Sara procedió según esa concepción, consciente de que si Agar daba a luz a un hijo, éste no le pertenecería a la esclava, sino a su señora.

Agar, de hecho, concibe y, por eso, comienza a despreciar a su señora… Debido a esta actitud rebelde e igualitaria, su hijo es rechazado por Sara incluso antes de nacer y el Señor se hace partícipe de ese rechazo, a pesar de que Abrahán había pedido por el niño: «“Ojalá pueda vivir Ismael en tu presencia”. Dios replicó: “No, es Sara quien te va a dar un hijo; lo llamarás Isaac; con él estableceré mi alianza y con sus descendientes, una alianza perpetua» (Gén 17, 18-19). Deja claro así que el hijo de la promesa nacerá directamente de la esposa legítima.

Ismael recibe otra bendición del Señor, pero no será el heredero de la promesa. Este hecho es comentado por San Pablo en la Carta a los Gálatas, aludiendo a la importancia de la fe: son libres e hijos de la promesa todos los que creen en Jesucristo; por el contrario, los que se aferran a costumbres obsoletas de la alianza antigua se vuelven como los hijos de la esclava Agar (cf. Gál 4, 21-31).

Nace el hijo de la promesa

Abrahán tenía 99 años cuando tres ángeles lo visitaron y le predijeron que dentro de un año le nacería un hijo
«Abrahán sirve a los tres ángeles», de Giusto de Menabuoi – Baptisterio de San Juan Bautista, Padua (Italia)

Abrahán tenía ya 99 años y Sara aún no le había dado un hijo. Una tarde calurosa, mientras estaba sentado a la puerta de su tienda, vio ante sí a tres hombres, que en realidad eran tres ángeles. Con gran celo y hospitalidad, el patriarca se puso a servirles y ellos predijeron que regresarían dentro de un año y que, para entonces, le nacería un hijo. Y así se cumplió.

Uno puede figurarse la alegría de ese matrimonio, que supo confiar en la prueba —¡durante un siglo!— sin desanimarse a mitad de camino. ¡Cuánto cariño y cuántas caricias debió recibir de ambos!

Pasarían los años y a la inmensa alegría, que aún perduraba, se le sumaría otra prueba, quizá la más terrible de todas…

La gran prueba de Abrahán

«Dios dijo: “Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré”. Abrahán madrugó, aparejó el asno y se llevó consigo a dos criados y a su hijo Isaac; cortó leña para el holocausto y se encaminó al lugar que le había indicado Dios» (Gén 22, 2-3).

Abrahán tenía muchos motivos para considerar incoherente la petición divina: se trataba de un sacrificio humano, contrario a la ley natural; debía inmolar al hijo al que Dios había vinculado la promesa de poblar la tierra; consumado el ofrecimiento, Sara lo consideraría, con razón, un hombre que había enloquecido o un padre asesino…

Contra toda esperanza (cf. Rom 4, 18), Abrahán confió, sin manifestar ninguna inconformidad. Sus labios ni siquiera balbucearon palabras para argumentar con el Señor, como lo hiciera en otra ocasión en favor de su sobrino Lot. En ese momento crucial, cuando la vida le presentaba el peor giro y la historia de toda la humanidad pasaba por sus manos, demostró ser un hombre de fe.

«Realmente fue grande la fe de Abrahán. […] Aquí no sólo hay que vencer los pensamientos humanos, sino mostrar otra cosa mayor, pues parece que las palabras de Dios combatían a los siervos de Dios, la fe luchaba contra la fe y el mandato de Dios contra las promesas divinas. […] Dios ordenó lo contrario de las promesas, y ni siquiera así aquel justo Abrahán se turbó ni dijo que había sido engañado. […] Con la misma fe con la que había creído que recibiría a un niño que todavía no existía, con esa misma fe también creía que Dios lo resucitaría y que haría revivir al sacrificado como una víctima»,6 comenta San Juan Crisóstomo.

Al tercer día de viaje, Abrahán vio a lo lejos el lugar designado para el sacrificio. Dejando a sus sirvientes al pie de la montaña, cargó la leña sobre los hombros de su hijo y prosiguió tan sólo en su compañía.

«Isaac dijo a Abrahán, su padre: “Padre”. Él respondió: “Aquí estoy, hijo mío”. El muchacho dijo: “Tenemos fuego y leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?”. Abrahán contestó: “Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío”. Y siguieron caminando juntos» (Gén 22, 7-8).

A pesar de su fe, es imposible que en el fondo de su corazón Abrahán no sufriera por convertirse en el verdugo de su propio hijo. Y el joven, caminando junto a su padre, sin duda también fue tocado por una gracia para que comprendiera algo de lo que estaba pasando y aceptara ser ofrecido en sacrificio. Dios, que siempre se había manifestado al patriarca como Padre y Amigo, parecía ocultarse en ese momento…

Abrahán avanza. Cuando ya tenía a su hijo atado y el cuchillo en sus manos para inmolarlo, su fe es, finalmente, recompensada: «Pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: “¡Abrahán, Abrahán!”. Él contestó: “Aquí estoy”. El ángel le ordenó: “No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo”» (Gén 22, 11-12). Levantó los ojos y vio en un arbusto cercano, un cordero tomado por los cuernos y lo ofreció en lugar de Isaac.

El patriarca tenía muchos motivos para juzgar incoherente la petición divina de sacrificar al muchacho, pero confió contra toda esperanza, sin manifestar inconformidad alguna
«El sacrificio de Isaac», de Giusto de Menabuoi – Baptisterio de San Juan Bautista, Padua (Italia)

Como recompensa por su fe, Dios cambia las promesas en perenne alianza, mediante un juramento: «El ángel del Señor llamó a Abrahán por segunda vez desde el cielo y le dijo: “Juro por mí mismo, oráculo del Señor: por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de sus enemigos. Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz”» (Gén 22, 15-18).

Bien podemos suponer que fue esta ocasión a la que alude Nuestro Señor Jesucristo en su diatriba con los fariseos: «Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría» (Jn 8, 56). ¡Qué gracia inmensa poder vislumbrar a Dios mismo hecho hombre habitando en esta tierra, prever su Pasión, Muerte y Resurrección, y conocer en su propio hijo, Isaac, una de sus prefiguras!

Firmes en la misma fe

Profundamente ricos en significado, los diversos episodios de la historia de Abrahán constituyen admirables ejemplos para nosotros. Dado que es imposible abarcar en pocas líneas la grandeza de su persona, queda hecha aquí la invitación a una lectura meditada de las páginas de la Sagrada Escritura que se refieren a él, así como un llamamiento a cultivar una igual confianza.

En efecto, Abrahán vivió en un mundo pagano, que negaba por completo la existencia de Dios, tal como ocurre en la actualidad. Sin embargo, el Señor quiso condicionar a su fe la venida de Nuestro Señor Jesucristo al mundo, y él correspondió a los anhelos divinos. Ahora bien, nosotros hemos recibido también una promesa del Cielo, pronunciada por labios de la Santísima Virgen: «Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará». Después de contemplar la historia del gran patriarca, ¿aún dudaremos del cumplimiento de estas palabras y, en consecuencia, de la victoria de Jesús por medio de María?

En los hechos aquí considerados, queda claro lo mucho que la práctica de la fe, virtud sobrenatural infundida en el bautismo, es un acto libre y meritorio. De nuestra voluntad depende cooperar o resistir a las invitaciones de la gracia. ◊

 

Notas


1 Los datos biográficos contenidos en estas líneas han sido tomados de los capítulos 15 al 22 del libro del Génesis.

2 Por conveniencia, en este artículo siempre lo llamaremos Abrahán. Dios le cambió el nombre solo después de la alianza narrada en el capítulo 17 del Génesis.

3 Cf. Weiss, Juan-Baptista. Historia Universal. Barcelona: La Educación, 1927, t. i, p. 90; Charbel, Antonio; Laurini, Heladio Correia. «Comentários ao Livro do Gênesis». In: A Bíblia. São Paulo: Abril, 1965, p. 26, nota 5.

4 Cf. Keller, Werner. E a Bíblia tinha razão… 5.ª ed. São Paulo: Melhoramentos, 1960, pp. 36-37.

5 Cf. Weiss, op. cit., p. 525.

6 San Juan Crisóstomo. Homilías sobre la Carta a los Hebreos. Homilía XXV, c. 1, n.º 1-4. Madrid: Ciudad Nueva, 2008, pp. 416-418.

 

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