La terrible batalla que todo hombre debe librar por su salvación fue considerada por algunos como un arduo desafío, por otros como una gran prueba. Santa Hildegarda la convirtió ¡en un sublime oratorio!
A lo largo de la Historia numerosos poetas, escritores y maestros dedicaron su tiempo a expresar, a través del arte, diversos aspectos de la vida humana, la cual, siendo esencialmente una gran lucha (cf. Job 7, 1), posee incontables y atrayentes matices.
En el siglo XII, Santa Hildegarda de Bingen —abadesa, mística, científica, escritora e incluso amante de la música— logró, con mucha sensibilidad y piedad cristiana, colocar en acordes los misterios del enardecido combate librado entre Dios y el demonio en el misterioso campo de batalla del corazón humano.
Íntima relación de la música con la vida sobrenatural
Mucho se ha comentado sobre Santa Hildegarda a lo largo de la Historia, principalmente después de que el Papa Benedicto XVI la elevara a la categoría de doctora de la Iglesia, en octubre de 2012. Sus escritos, objeto de incesantes estudios, hoy en día están ampliamente accesibles en varias páginas de internet.
En ellos la mística alemana afirma que la voz de Adán, cuando todavía era inocente, estaba «en gran armonía con las voces angélicas que alaban a Dios».1 Sin embargo, con la pérdida del estado de gracia se vio privado de esa capacidad y se desvaneció la melodía celestial que inundaba su interior. El Creador decidió entonces tocar los corazones de ciertos hombres en el transcurso de los siglos y derramar sobre ellos el espíritu profético, por el cual les daría algo de la capacidad musical que nuestro primer padre había perdido.
Para Hildegarda, por tanto, la música tiene una íntima relación con la vida sobrenatural del alma y su misión con Dios.
De la vasta obra dejada por la santa, vamos a prestarle atención a la pieza musical titulada Ordo Virtutum. Y para ello le invitamos, querido lector, a pesquisar los audios de este verdadero tesoro de la música y del drama sacro, no sólo para que se deleite con sus suaves e inocentes melodías, sino también para que, al escucharlas, pueda comprender en profundidad la espiritualidad de su autora y participar de las gracias propias a la Edad Media, en particular de su equilibrio en la lucha contra el mal.
Obra basada en una revelación mística
El Ordo Virtutum es la primera versión medieval del oratorio como género musical, además de ser el único drama de la época del cual aún conocemos la melodía en su originalidad y la procedencia de su composición.
La pieza musical fue escrita bajo inspiración divina, como la propia Hildegarda narra en el último capítulo de su libro Scivias, al contemplar y oír, en una visión mística, algo a la manera de síntesis de toda su obra trasladada a varios géneros de música, ejecutados por los que gozan de la bienaventuranza en el Cielo.
En esa misma manifestación sobrenatural la santa también escuchó las lamentaciones de quienes se alejaban de esas alabanzas de alegría y vio a las virtudes cristianas, revestidas parabólicamente de personalidad propia, exhortándolos al combate y a la resistencia contra los artificios del demonio.2
Esas realidades sobrenaturales le fueron reveladas místicamente por algo «similar a la voz de una multitud que armoniosamente canta una sinfonía».3
En 1152, probablemente, se dio la escenificación del Ordo Virtutum, como parte de las conmemoraciones con ocasión de la consagración del monasterio de Rupertsberg, una de las fundaciones de la santa doctora, a orillas del Rin.
Los personajes
Escrita en latín, la pieza narra el combate de un alma en busca de la salvación eterna. Como personajes principales se encuentran las virtudes, las cuales la ayudan durante la batalla: la humildad, reina de las virtudes; la caridad, el temor de Dios, la obediencia, la fe y la esperanza; la castidad, con quien se enfrenta Satanás numerosas veces; la inocencia, el desprecio del mundo y la virginidad; el amor celestial, la disciplina y el pudor; la misericordia, la discreción, la paciencia; y, finalmente, la victoria, «la dulcísima combatiente».4 Otro personaje presente es el demonio, cuya siniestra actuación consiste, obviamente, en contrariar la acción de las virtudes.
Ya en la melodía inicial de la pieza los oyentes son transportados rápidamente a los tiempos del Antiguo Testamento, cuando los patriarcas y los profetas cantan: «¿Quiénes son estas que parecen nubes?». Entonces las virtudes entran en escena declarando que resplandecen gracias a la luz del Verbo de Dios que en ellas brilla.
El drama comienza con el alma feliz admirando la inocencia que la reviste, deseosa de ir al Cielo y conviviendo en perfecta armonía con las virtudes.
La sinfonía de un combate espiritual
Las melodías pretenden expresar las cualidades de las virtudes, dejándonos vislumbrar algo de la esfera sobrenatural de cada una. Así, por ejemplo, son muy calmas y envolventes las notas con las que la caridad canta: «Yo, la caridad, flor amable. Venid a mí, virtudes; os conduciré a la cándida luz del retoño en flor». Ahora bien, esa suavidad contrasta nítidamente con los tonos agudos y los difíciles intervalos utilizados por la victoria cuando declara ser «la luchadora más fuerte y veloz», que «pisotea a la antigua serpiente». También las armonías beligerantes con que las virtudes responden a las cínicas intervenciones del demonio manifiestan con claridad la atmósfera de lucha en que se encuentran.
En cierto momento, el tentador se presenta al alma feliz, a fin de seducirla y apartarla del camino del bien… Al darse cuenta del duro combate que le espera en esta vida, el alma se lamenta y canta con pesar: «Oh dura fatiga, oh pesada carga que he de soportar…». Y, finalmente, exclama: «No sé qué hacer ni adónde huir». Con el objetivo de animarla en medio de los ardores de la concupiscencia, las virtudes reiteran sus amonestaciones, llenando con armónicas composiciones la primera escena del acto.
No obstante, enseguida un seco «Euge! Euge!» —¡carente de toda melodía!— vuelve de nuevo para atormentar al alma: «¡Loca! ¡Loca! ¿De qué te sirve tanto esfuerzo? Mira hacia el mundo que te abrazará con grandes honores». En su obra, Santa Hildegarda niega al tentador el privilegio de la música, pues, según una revelación que había recibido de Dios, Lucifer perdió su don musical al precipitarse desde Cielo. De modo que a lo largo de todo el combate que el alma y las virtudes libran contra Satanás, éste se manifiesta en sencillos discursos estrepitosos, lo que le confiere una nota repugnante y odios, auténtico reflejo de su actual estado.
En la continuación de la pieza, comienzan a debatirse la inteligencia y la concupiscencia: la primera, iluminada por la fe, indica el camino de la vida, pero el corazón, obcecado por las promesas del maligno, tiende hacia las vías de la perdición. «Dios creó el mundo y no lo ofendo si quiero disfrutarlo», afirma el alma con ingenuidad, mientras con soberbia declara Satanás: «¿A qué tanto temor? ¿Y de qué tanto amor? Le daré todo a quien quiera seguirme y hacer mi voluntad».
La inestabilidad del corazón humano acaba llevando al alma a seguir las sendas de Satanás… Las virtudes lloran, en una de las más punzantes melodías del oratorio, la pérdida de la inocencia de quien tanto amaban: «¡Oh, voz que llora, este es el máximo dolor! ¡Ay, ay!, nosotras, virtudes, gemimos y lloramos, porque la oveja del Señor se aparta de la vida». No obstante, en vez de recriminarla por sus faltas procuran atraerla cariñosamente: «Ven, oh fugitiva, ven a nosotras y Dios te aceptará. No temas ni huyas, porque el Buen Pastor busca en ti a su oveja perdida». Mientras tanto la humildad le declara: «¡Pobre hija! Quiero abrazarte, porque el gran Médico sufrió por ti duras y amargas heridas».
Historia de una hija espiritual
Hay quien interpreta el desarrollo del Ordo Virtutum como la historia de Richardis, una de las religiosas formadas por Santa Hildegarda y profundamente amada por ella, que en torno al año 1151 decidió abandonarla…
En efecto, Richardis von Stade, hija de la marquesa de Stade y hermana de Hartwig, arzobispo de Bremen, había ocupado un papel fundamental en la vida de la santa abadesa, ayudándola activamente en la trascripción del Scivias y en la fundación del monasterio de Rupertsberg. Santa Hildegarda se había aficionado a la joven religiosa con un amor todo sobrenatural, según le declaró, años después, al arzobispo de Bremen: «Mi corazón estaba lleno de amor por ella, como me enseñó la Luz viva en una visión muy clara».5
Una fatalidad, no obstante, acabó por separar a estas dos almas, cuando Hartwig —movido, quizá, por deseos mundanos— orquestó la elección de Richardis como abadesa del convento de Bassum, en Sajonia.
A pesar de los reiterados esfuerzos de Santa Hildegarda, Richardis se dejó seducir por el prestigio del cargo que le era ofrecido y, a semejanza del alma infeliz del Ordo Virtutum, decidió abandonar la vía de la santidad al lado de su maestra para seguir su propio camino.
En vano Santa Hildegarda le escribió al arzobispo y a la madre de éste para impedir la partida de Richardis, como también intentó, sin éxito, convencer a la monja de lo providencial de su misión junto a ella: «Óyeme, hija, a mí, tu madre, que te habla en el espíritu. Mi pesar sube a los Cielos. Mi dolor está destruyendo la gran confianza y consuelo que otrora tuve en la humanidad. […] Nuevamente te digo: ¡Ay de mí, madre! ¡Ay de mí, oh hija mía! ¿Por qué me olvidaste, como una huérfana?».6
Al no ver otra salida, llegó a pedir la intervención del Romano Pontífice. Pero el Papa Eugenio III no quiso hacer nada en un caso en el que la influencia familiar y la fortuna de los Stade estaban de por medio… Ante la negativa de los poderes eclesiásticos, Santa Hildegarda se vio, finalmente, obligada a permitir la partida de su hija espiritual.
Conversión y muerte de Richardis
La triste lamentación de las virtudes, en el Ordo Virtutum, bien puede representar el sufrimiento de la santa abadesa con la deserción de su discípula amada. Un dolor lancinante, impregnado, no obstante, de una nota de esperanza: «Que todos los infelices como yo se lamenten conmigo, todos los que, en el amor de Dios, cultivaron en sus corazones y mentes tanto amor —como el que tuve por ti— por alguien que les fue arrebatado en un instante, como tú lo fuiste de mí. Que el ángel de Dios vaya delante de ti, que el Hijo de Dios te proteja y que su Madre vigile sobre ti. Acuérdate de tu pobre desolada madre —Hildegarda— para que tu felicidad no perezca».7 Tales palabras, de hecho, poseen verdadera analogía con el modo como, en la pieza musical, las virtudes lloran e invitan a la pobre alma a la conversión, garantizándole que toda la milicia celestial se alegrará con su regreso al redil.
En el caso de Richardis, esa conversión produjo un arrepentimiento tan intenso que la hizo descender a la sepultura un año después de la separación. La narración de su muerte por Hartwig, en una carta a Santa Hildegarda, es sumamente conmovedora: «Conoció el fin de toda carne, habiendo despreciado todos los honores que le procuré. […] Expresó, con lágrimas y de todo corazón, su deseo de volver a tu monasterio y se encomendó al Señor, por intercesión de su Madre y de San Juan. […] Te pido que la ames tanto como ella te amó […] y que tengas consideración por las lágrimas que derramó por tu claustro, delante de muchos testigos. Si la muerte no se lo hubiera impedido, habría regresado a ti tan pronto como obtuviera el permiso».8
Por consiguiente, aquello que el demonio había querido romper —el vínculo espiritual entre madre e hija— fue más fuerte y profundo que las promesas de gloria mundana que la embriagarían. Para Richardis la muerte vino, cual bálsamo suave, a enmendar el error que había cometido.
Su conversión se asemeja al regreso del alma infeliz, en el Ordo Virtutum, la cual reconoce que los caminos del demonio eran malos y, a pesar de las heridas que la antigua serpiente le había hecho, le pide a las virtudes: «Ayudadme para que, en la sangre del Hijo de Dios, pueda levantarme». Felizmente, tanto Richardis como el alma arrepentida, provistas del «escudo de la Redención» y ayudadas por la Reina de las virtudes, ¡acabaron venciendo al tentador!
¿Cómo estamos en el «Ordo Virtutum» de nuestras vidas?
La fascinante batalla retratada en el Ordo Virtutum es, incontestablemente, la realidad de nuestras vidas en este valle de lágrimas. Ahora bien, ¿qué papel representamos en esa lucha? ¿Seremos el alma feliz que, inocente, camina en dirección al Cielo? O, por el contrario, ¿estamos en la lamentable situación del alma infiel, que abandona la compañía de las virtudes para compartir las agruras del Infierno?
Si, por ventura, encajamos en este último caso, ¡no desanimemos ni perdamos el tiempo! Imitemos ya la humildad y sinceridad del alma penitente, que se arrepiente de sus faltas y regresa confiada al regazo de la Santa Iglesia. Dirijámonos a la Virgen rogándole que tenga pena de nosotros y nos perdone, purifique y fortalezca en las vías del bien. Así, en compañía de los justos redimidos por la preciosa sangre de Cristo, podremos cantar por toda la eternidad las maravillas de la misericordia divina. ◊
Notas
1 SANTA HILDEGARDA DE BINGEN. Briefwechsel. Salzburg: Otto Müller, 1965, p. 238.
2 Cf. SANTA HILDEGARDA DE BINGEN. Scivias. Sive visionum ac revelationum. L. III, v. 13: PL 197, 729.
3 Ídem, ibídem.
4 Todas las referencias al texto del Ordo Virtutum han sido tomadas de: SANTA HILDEGARDA DE BINGEN. Lieder. Salzburg: Otto Müller, 1969, p. 308.
5 SANTA HILDEGARDA DE BINGEN, Briefwechsel, op. cit., p. 100.
6 Ídem, p. 98.
7 Ídem, ibídem.
8 Ídem, p. 99.
Excelente artículo y mi enhorabuena, ya que es extraordinario el conocimiento y obra de la sibila del Rhin y profetisa teutónica donde nos enseña cómo la buena música es un vehículo hacia lo divino ( en contraposición hacia ese otro tipo de música mundana que lleva al declive porque como bien dice en este bello artículo el diablo fue privado de este don y lo vemos claramente en el tipo de música al que aludo).
En palabras de la filóloga Victoria Cirlot: ‘atravesando el muro de los tiempos han quedado sus palabras, incluso su sonido, y las imágenes de sus visiones». Nunca se dejo intimidar por reproches ni engatusar con alabanzas. Era una persona equilibrada. Dice de si misma: “lograba mantener la misma fuerza de ánimo tanto en los tiempos de alegría como en los de sufrimiento», enriquecida con particulares dones sobrenaturales Santa Hildegarda desde su tierna edad.
San Juan Pablo II dijo sobre sus escritos que puso de manifiesto la unión entre el hombre y la Redención y Benedicto XVI la definió así: ‘ Las visiones místicas de Hildegarda se parecen a las de profetas del Antiguo Testamento».