El mal del avestruz

Bien sentencia el proverbio chino que «el que teme sufrir ya sufre el temor». Como no es posible, por tanto, escapar del sufrimiento, se aplica la táctica del avestruz, que prefiere cerrar los ojos a la realidad.

Nunca he visto la escena, pero me han hablado de una táctica del avestruz. Al notar la presencia de un depredador, el ave, que parece haberse escapado del Jurásico, centra toda su defensa no en huir, sino en esconderse. ¿Cómo ocultar tan corpulento tamaño? «Fácil —cavila el avestruz—, basta introducir la cabeza en el suelo; dejo de ver a mi depredador y, ciertamente, tampoco él me verá».

Es un procedimiento milenario, con un número de fracasos quizá mayor que el número de años que posee y, no obstante, hay gente que una y otra vez lo utiliza y se convence de que está en lo cierto. Digo gente porque no sólo el avestruz lo usa. Entre los hombres esta estrategia fue galardonada con dos nombres: optimismo y pesimismo.

Engaño y cobardía

No sé cómo el optimismo ha sobrevivido en esta tierra nuestra. Y no lo digo solamente por el hecho de que en el mundo todas las cosas óptimas —que son, en principio, objeto de esperanza— están siendo perseguidas y extinguidas; ni siquiera porque parece un acontecimiento infrecuente —por lo menos para mí— la ocasión en la que todo sale bien. Asevero que no sé cómo sobrevive el optimismo simplemente debido a que es un engaño.

Lo mismo ocurre con el pesimismo. A simple vista, superficialmente, se puede conjeturar que la posición adoptada por sus adeptos de cara al futuro, de las personas, de los consejos, de la vida, de todo, en fin, es una madura prudencia. Estaría de acuerdo con la suposición, si en esas desconfianzas hubiera un fiel de la balanza realmente justo. Pero si la precaución causada por el análisis pesimista degenera en una premisa que a priori rechaza toda probabilidad de éxito, evidentemente también se vuelve imposible cualquier iniciativa. Y en mi idioma eso se llama cobardía. Después de todo, como bien lo recordó Ernest Hello, «el hombre que se rinde no puede hacer nada y todo lo impide. El hombre que no se rinde mueve montañas. ¿Qué hombre tiene derecho a pronunciar la palabra imposible, ya que Dios ha prometido estar ahí y ayudarle?».1

Sofismas que explican, pero que no justifican

Sin embargo, cada cual tiene sus razones para creer en la mentira que se cuenta a sí mismo. De hecho, San Agustín afirma que «de tal modo se ama la verdad, que quienes aman otra cosa que ella quisieran que esto que aman fuese la verdad. Y como no quieren ser engañados, tampoco quieren ser convictos de error».2 Entonces, ¿en qué cree el «avestruz»?

La experiencia nos muestra que los acontecimientos tienen la inveterada costumbre de torcerse. Con base en esta constatación se crearon las famosas leyes de Murphy: no hay nada tan malo que no pueda empeorar; la probabilidad de que se ensucie la alfombra es directamente proporcional a su calidad; el color del semáforo depende de la prisa que el conductor tiene, verde en un viaje tranquilo y rojo en caso de atraso.

Ahora bien, dígase sólo de paso, estas conclusiones resultan de lo que en lógica se llama dialéctica de enumeración insuficiente o, dependiendo un poco de la modalidad, de accidente convertido. Son el fruto de observaciones precipitadas: sólo percibimos que el semáforo está en rojo cuando tenemos prisa…

Detrás de todo esto, la verdadera conclusión es que el sufrimiento forma parte de esta vida, y los esfuerzos emprendidos por uno para huir de él son inútiles. Bien sentencia el proverbio chino: «El que teme sufrir ya sufre el temor». O como afirmó en cierta ocasión el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira: «La vida más sufrida es la de quien huye del sufrimiento». Así pues, no siendo posible la huida, se aplica la táctica del avestruz, que prefiere cerrar los ojos a la realidad.

En el caso del optimista, el método es pensar que las adversidades no existen o que se superan muy fácilmente: a fuerza de ignorarlas, quizá algún día desaparezcan. El pesimista no se engaña tan flagrantemente; constata, eso sí, la imposibilidad de huir de las cruces. Pero su error consiste en tomarlas como un mal insuperable, que un «verdugo» omnipotente llamado Creador impuso para amargarnos la vida. Olvida que la cruz es una prueba del amor de la Providencia y que «a los que aman a Dios todo», ¡todo!, «les sirve para el bien» (Rom 8, 28).

En el fondo, el problema que lleva a ambos extremos es sólo uno: preocuparse excesivamente consigo mismo, sus problemas, su bienestar. En otras palabras, egoísmo.

El equilibrio frente a la adversidad radica en la práctica de la virtud y en el amor a la verdad
Alegoría de las virtudes de la fortaleza y de la justicia – Biblioteca Británica, Londres

Consultando a la maestra de la vida

Estas dos mentiras del egoísmo, que en los pequeños movimientos del día a día pueden incluso asumir aires pintorescos, son en realidad peligrosísimas, sobre todo cuando se trasladan a la gran escala de los acontecimientos mundiales. Prueba de ello es nuestra querida historia, que Cicerón tituló magistra vitæ —maestra de la vida—, con un ejemplo extraído de una de sus páginas más consultadas: el preludio de la Segunda Guerra Mundial.

Es el año 1938. Hitler, secundado por Mussolini, se propone invadir territorio checo. Obligadas por un antiguo pacto con la entonces Checoslovaquia, Francia e Inglaterra decidieron apoyar a la aliada amenazada. La guerra mundial es inminente. El Führer les promete a los primeros ministros de ambas naciones aliadas, Daladier y Chamberlain, que no invadiría Polonia si aceptaban la anexión de los Sudetes al Reich. Iludidos, por una parte, de que el nazi honraría su palabra, atemorizados, por otra, ante el poderío bélico alemán, los premiers de Francia e Inglaterra firmaron el acuerdo.

Ya sea por optimismo o por pesimismo, Chamberlain y Daladier actuaron como verdaderos avestruces: para salvar su propio pellejo, capitularon, negándose a socorrer a un país libre, amigo y, sobre todo, necesitado. ¿Cuál fue el resultado?

Cuando Churchill, el viejo zorro —pues ya había cruzado el umbral de la vejez al comenzar la gran odisea de su vida—, se enteró de lo ocurrido, opinó sentencioso: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra». De hecho, meses después los alemanes avanzaron sobre el resto de Checoslovaquia y, posteriormente, invadieron Polonia, iniciándose la guerra…

Finalmente, la solución

Querido lector, perfilado el mal, presentamos la curación, que es muy sencilla: contra el desequilibrio, el equilibrio.

¿Cuál es el punto de equilibrio en la estructura moral del hombre? No es uno, son cuatro y reciben el nombre de las virtudes cardinales. Templanza: se verifica en quien analiza sin excitación la realidad y, en consecuencia, la ve tal y como es. Fortaleza: hace enfrentar las circunstancias constatadas. Prudencia: dicta las normas para actuar según la razón y los hechos. Justicia: defiende la verdad, no se miente a sí mismo ni a los demás, pues les da a las cosas su debido valor. Resumámoslo un poco: la solución es la práctica de la virtud y el amor a la verdad, es decir, a Dios. 

 

Notas


1 HELLO, Ernest. L’homme: la vie, la science, l’art. Paris: Perrin et Cie, 1894, p. 258.

2 SAN AGUSTÍN. «Las Confesiones». L. X, c. 23, n.º 34. In: Obras: Madrid: BAC, 1979, p. 297.

 

1 COMENTARIO

  1. El Señor ya nos dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que cargue con su cruz y me siga.»
    Tenemos que aplicarnos, en lo profundo de nuestro corazón, a poner toda nuestra voluntad a desear que toda nuestra conducta de vida, tanto en la alegría como en la adversidad, obedezca a la muy adorable voluntad de Dios.
    El Señor nos anima y dice: El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo que cargue con su cruz y me siga.
    Cada uno tiene su cruz, una prueba de la mano de nuestro amado Jesús que le es propia, para dar Gloria a Dios y ofrecerla por la salvación de las almas.
    Y a cada uno Dios le otorga una cruz diferente en función a lo que se tenga que trabajar interiormente: para unos sera el aguijón de la obediencia, actuando contrariamente a sus deseos, para otros su cruz será el peso de la enfermedad que pone obstáculo a su libertad.
    Y así la cruz cada uno la debe llevar aceptando, con toda su voluntad, sufrir por lo que le contraría.
    Aplicándose lo mejor posible, sin descuidar nada, a lo que es para alabanza de Dios.
    Salve María 🌹

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