El Miserere pertenece al grupo de siete salmos llamados penitenciales. ¿Qué es un salmo penitencial? Evidentemente, es un canto a Dios en el que el autor expresa su penitencia. Y la penitencia presupone que pecó, se arrepintió y, una vez superado en su interior ese sentimiento de arrepentimiento, reflexionó sobre la falta cometida.
¡Qué hermoso sería que el salmo 50 se rezara todos los días en iglesias y oratorios! Es muy apropiado para regenerar las almas manchadas por el pecado. Analicemos su texto.
Inmensa compasión
Misericordia, Dios mío, por tu bondad.
La idea expresada en esta frase inicial es la del pecador que habla con Dios. Se trata del rey David, que ha pecado y se dirige al Señor pidiéndole misericordia y perdón.
Pero no se limita a pedir perdón según la misericordia de Dios; lo pide según la «bondad» de Dios. Como si diera a entender que su pecado es tan grave que, sin una misericordia insigne, no puede ser perdonado. Es el modo en que el pecador se humilla y declara que sabe que sólo por una bondad excepcional será perdonado.
Por tu inmensa compasión borra mi culpa.
Dios es compasivo y tiene una inmensa compasión latente en Él. Ante el pecador contrito, arrodillado en su presencia, ve todo lo que pasa en su alma.
Es un contraste: Dios, que tiene una inmensa compasión, y el pecador, que tiene muchas culpas. Las muchas culpas —por así decirlo— no serán absueltas en vista sólo de un cierto arrepentimiento del pecador, porque esto no sería proporcional a la ofensa cometida. El perdón vendrá según la inmensa compasión de Dios.
En medio de las tinieblas, brilla la blancura del alma perdonada
Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado.
Hermosa frase en la que reconoce su maldad, lo errado, lo delictivo de la acción que ha realizado, de tal forma que durante todo el día —como un fantasma— le persigue la idea del mal que ha hecho. El pecado está todo el tiempo ante él, como un acusador ante el acusado.
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Páginas del «Salterio de S. Luis» – Biblioteca Nacional de Francia, París
El mundo de hoy, si pudiera tener una voz colectiva para hablar con Dios, debería decir lo que el salmo 50 expresa. Y si lo hiciera, se convertiría.
Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad en tu presencia. En la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente. Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre. Te gusta un corazón sincero, y en mi interior me inculcas sabiduría.
A estas alturas, el pecador ya se ha acusado ampliamente y vemos como comienza a asomar, de entre las tinieblas del pecado, la blancura del alma perdonada.
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve.
Decirle a Dios: «Harás eso…», ya es un acto de confianza. Es decirle: «Vencerás mi pecado con tu misericordia y me volveré más albo que la nieve. Me aspergerás con hisopo y quedaré limpio, de una blancura resplandeciente, casi capaz de herir la vista».
El cerdo, el nauseabundo, ahora está perfumado como una flor. Es el perdón de Dios que ha bajado sobre él.
«Borra en mí toda culpa»
Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa.
Es muy interesante la formulación de esta petición. El salmista dice: «Aparta de mi pecado tu vista», y no: «Aparta de mí tu vista». Como quien suplica: «Limpia mi rostro, para que puedas mirarlo sin náuseas, sin horror, para que pueda ser un reflejo de tu suprema belleza».
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso.
Pide un espíritu generoso. Nada de cosas mezquinas, minúsculas, banales, cotidianas. Nada de ser un hombre mediocre y trivial, que sólo se preocupa de sus galletitas, de su merendilla, de sus zapatillas, de su comodidad. El hombre mediocre no tiene ese espíritu generoso del que habla el salmo.
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«El arrepentimiento de San Pedro», de Juan van der Hamen – Real Monasterio de la Encarnación, Madrid
Una retribución a Dios: hacer apostolado
Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti. Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios, Salvador mío, y cantará mi lengua tu justicia.
Me parece de una sonoridad muy hermosa la frase latina: et impii ad te convertentur. Es decir, los hombres de mala vida y de mala doctrina volverán a ti, oh Dios, se convertirán. Es una promesa hecha: retribuir entregándole a Dios un mundo convertido. A mi modo de ver, tiene una gran belleza.
Si alguien no ha andado bien alguna vez —¿y quién no lo ha hecho?—, la solución es arrodillarse, pedir perdón a la Santísima Virgen y decirle: «Combatiré por el triunfo de tu Reino, enseñaré a los malvados tus caminos y se convertirán a ti. Dominarás el mundo, oh Madre mía, porque yo lucharé por ti, y toda la fuerza que me des la gastaré inexorablemente en conquistarlo».
El sacrificio agradable a Dios
Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza. Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Dios no se satisface con meras ofrendas materiales, como inmolar un cordero o una paloma. Ante todo hace falta un sacrificio de la propia alma, la inmolación de algo a lo que se debe renunciar. Y mientras no se haga esta renuncia, no se establecerá la paz con Dios.
Un ejemplo. El mandamiento divino prescribe que los hombres practiquen la castidad. Sin esta virtud, especialmente necesaria en el mundo contemporáneo, no puede haber sacrificio agradable al Señor. Imaginemos, no obstante, que de repente apareciera un falso profeta, con una falsa revelación, proclamando: «Dios reconoce que la humanidad ha llegado a tal grado de decadencia que ya no puede ofrecerle el sacrificio de mantener la castidad. Entonces, en su infinita bondad, declara: “Perdono a los hombres y les permito que continúen impuros, con la condición de que maten cincuenta mil bueyes y vacas procedentes de todos los continentes, al pie del monte Sinaí, lugar de extraordinario simbolismo”».
No cabe duda de que los hombres ofrecerían inmediatamente esas cincuenta mil cabezas de ganado. No sólo por lo fácil que les resultaría reunirlas de todas partes del mundo, sino sobre todo porque no estarían haciendo un sacrificio de alma: no tendrían que renunciar al vicio ni volverse puros.
Entonces viene la explicación:
El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón contrito y humillado, tú, oh Dios, tú no lo desprecias.
La donación material puede y debe ser hecha incluso por el pecador, cuando éste tiene recursos para ello. Si un hombre rico toma una parte de su fortuna para darla como limosna, es evidente que este gesto aumenta la benevolencia de Dios para con él. Sin embargo, no satisface al Creador, como afirma el salmista: «Si te ofreciera un holocausto, no lo querrías».
Así se entiende el significado de esos versículos: Dios acepta los regalos monetarios, los sacrificios, las limosnas, pero no está satisfecho con todo eso. Lo que quiere del hombre es «un corazón contrito y humillado».
Contrición y atrición
¿Qué significa «contrito»? El lenguaje católico, siempre muy preciso, distingue la contrición de la atrición, que son formas de arrepentimiento de nuestros pecados profundamente diferentes entre sí.
Por la contrición, el pecador se arrepiente de sus faltas porque, en virtud de una acción de la gracia en su alma, considera cuánto ofenden a Dios, cuán mala se revela esa injuria, por ser Dios quien es, y está dispuesto a no pecar más, de tal manera que, aunque no existiera el Infierno, ese pecador no cometería más infidelidades, porque existe Dios.
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El Dr. Plinio en diciembre de 1993
Es evidente que esa motivación le confiere al arrepentimiento un alto valor religioso, ya que está inspirada por el puro amor a Dios. Por eso, si una persona hace un acto de contrición sincera, obtiene el perdón de sus pecados. Está obligada a confesarse tan pronto como pueda, pero el perdón ya lo ha obtenido por el arrepentimiento que tuvo por amor a Dios.
La atrición, en cambio, es el arrepentimiento no por amor a Dios, sino por temor al Infierno. Entendemos que ésta es una disposición del alma muy inferior a la primera.
Por lo tanto, el salmo nos enseña que el arrepentimiento verdaderamente deseado por Dios no es el del hombre que tiene miedo del Infierno, sino el del hombre que posee un corazón contrito. Pero añade: «y humillado». Es decir, la persona necesita avergonzarse, ante Dios y ante sí misma, del horror que ha cometido, y humillarse.
Prefigura del Reino de María
Señor, por tu bondad, favorece a Sion, reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos, sobre tu altar se inmolarán novillos.
Entre otras interpretaciones, hay aquí una prefigura del Reino de María previsto por San Luis Grignion de Montfort. ¡Cuán grato es para nosotros imaginar la belleza de esa era marial, en la que la Santa Iglesia brillará como una ciudad cuyas murallas han sido fortificadas! Murallas altas, murallas magníficas, con almenas y barbacanas rodeando torreones y colosales torres de homenaje, todo ordenado según un inmenso esplendor.
Y en esa ocasión, cuando los hombres tengan corazones contritos y humillados, Dios aceptará también los dones materiales. Entonces será la época en que las fortunas se complacerán en comprar gemas en Oriente y maderas preciosas de Brasil para fabricar muebles para las iglesias, para adornar las custodias, para honrar al Santísimo Sacramento, para exaltar y súper glorificar los altares de Jesús y María…
Dios aceptará esas ofrendas, porque serán presentadas por corazones contritos y humillados. ◊
Extraído de: Conferencias.
São Paulo, 20/5/1994 y 25/5/1994.