Durante la Asunción de María la naturaleza entera y los propios ángeles refulgían magníficamente, reflejando de diferentes maneras la gloria de Dios. Nada de eso, no obstante, era comparable al esplendor de la Santísima Virgen subiendo al Cielo.
Un hecho que llama la atención, en la Historia Sagrada, es que Nuestro Señor haya querido subir al Cielo a los ojos de los hombres; y que lo mismo ocurriera con la Asunción de la Virgen. ¿Por qué la Ascensión y, luego, la Asunción tenían que suceder a la vista de los hombres?
La Madre del Redentor debía participar de su gloria
En cuanto a la Ascensión, hay varias razones para ello; la más sobresaliente de ellas es de carácter apologético: era necesario que algunos pudieran dar testimonio de ese doble hecho histórico, no sólo que Jesús resucitó sino que subió al Cielo, su vida terrena no continuó.
Al subir al Cielo, les abrió el camino a incontables almas y se sentó a la derecha del Padre eterno. En su humanidad santísima, fue la primera criatura —siendo al mismo tiempo Dios— que subió a los Cielos en cuerpo y alma. Como Redentor, les abrió el camino de los Cielos a los hombres.
Pero existía otro motivo: era preciso que, habiendo sufrido todo tipo de humillaciones, recibiera toda clase de glorificaciones. Y gloria más grande y evidente no puede haber para nadie que el subir a los Cielos, porque es ser elevado por encima de todas las criaturas. Y aquellos que se salven trascenderán todo este mundo en el cual nos encontramos e irán al Cielo empíreo, donde está Dios, nuestro Señor, para unirse a Él eternamente.
Y así como Nuestra Señora había participado como nadie en el misterio de la cruz, el Redentor quiso que Ella tuviera la misma forma de gloria y participara como nadie en su glorificación. La glorificación de María Santísima se daba de este modo, siendo llevada a los Cielos.
En el momento que allí entró, la Virgen María fue coronada como Hija predilecta del Padre eterno, como Madre admirable del Verbo Encarnado y como Esposa fidelísima del Espíritu Santo.
Estupendo fulgor de la naturaleza angélica
Ella tuvo una glorificación en la tierra y, más tarde, una glorificación en el Cielo; por lo tanto, hemos de considerar la Asunción como un fenómeno gloriosísimo. Por desgracia, a partir del Renacimiento, los pintores no supieron representar adecuadamente la gloria que debió haber rodeado ese espectáculo.
Debemos imaginar lo siguiente: es propio a las cosas de la tierra que, cuando se quiere glorificar a una persona, en su residencia, por ejemplo, todos vistan sus mejores galas, se exhiban los más bellos objetos, se coloquen flores y todo lo que haya de más noble para homenajearla.
Dicha regla está dentro del orden natural de las cosas y también es seguida en el Cielo. El brillo más grande de la naturaleza angélica, el fulgor más estupendo de la gloria de Dios en los ángeles debe haber aparecido exactamente en el momento en el que la Virgen subió al Cielo.
Si les hubiera sido permitido a los mortales ver a los ángeles en esa ocasión, éstos se presentarían rutilantísimos, con un esplendor absolutamente excepcional. Y si no les fue dado a todos los hombres contemplarlo entonces, es seguro, al menos, que su presencia se sintió de modo imponderable, porque en la Historia a menudo ocurre así, aunque no se tratara propiamente de una visión o de una revelación.
Gloria que reluce a los ojos de los hombres
Natural también es que en esa hora el sol brillara de una manera magnífica, que el cielo adquiriera colores variados, reflejando de formas diversas, como una verdadera sinfonía, la gloria de Dios. Y los que allí estaban presentes deben haber sentido en sí, de modo extraordinario, esa manifestación del esplendor de Dios.
Pero nada de eso se puede comparar con el propio esplendor de la Santísima Virgen subiendo al Cielo. A medida que se elevaba, la gloria interior de Ella ciertamente iba trasluciendo más a los ojos de los hombres, como una verdadera transfiguración, similar a la del Tabor.
Aludiendo proféticamente a Nuestra Señora dice el Antiguo Testamento: “Omnis gloria eius filiæ regis ab intus” (Sal 44, 14), toda la gloria de la hija del rey le viene de su interior, de lo que está dentro de ella. Y con certeza esa gloria interna que María Santísima poseía se manifestó de una manera estupenda cuando, ya en lo alto de su trayectoria celestial, miró una última vez a los hombres, antes de dejar definitivamente este valle de lágrimas e ingresar en la gloria de Dios.
Se comprende que haya sido, después de la Ascensión de Nuestro Señor, el hecho más esplendorosamente glorioso de la Historia de la tierra, comparable únicamente con el día del Juicio final, en donde Nuestro Señor Jesucristo vendrá con gran pompa y majestad —dicen las Escrituras— para juzgar a vivos y muertos; y con Él, toda reluciente de la gloria del divino Salvador, de un modo indecible, aparecerá también la Virgen a nuestros ojos. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de la revista:
«Dr. Plinio». São Paulo. Año XXI. N.º 245 (ago, 2018); pp. 10-12.