El diario de un alma escogida

Al cabo de seis sencillos cuadernos, Santa Faustina había legado a la Iglesia uno de los tratados más auténticos sobre la misericordia divina que la historia haya conocido.

La genuina literatura cristiana bien puede compararse a un inmenso cofre donde se encuentran los más preciados tesoros.

No le falta nada a ese universo de maravillas: en él están presentes desde los escritos de los Padres de la Iglesia, que nos ofrecen los más sólidos fundamentos de la fe católica, hasta las grandes sumas de teología, sin olvidar los tratados de mística o de moral, las catequesis, las hagiografías, las meditaciones de retiros, las lecturas piadosas… Se trata de obras y más obras, fruto del amor a Dios y de la experiencia de generaciones, que constituyen un abundante alimento espiritual para los católicos de todos los tiempos.

Ahora bien, si analizamos esa vasta producción literaria nacida de la Iglesia, a menudo nos encontramos con una verdadera paradoja: monumentos de escritura, obras realizadas por gigantes del pensamiento, se ven, a veces, preteridas en pro de páginas esbozadas casi sin recursos estilísticos, en la sencillez de una narración cuya única grandeza reside en la profundidad de su contenido.

¿Cómo se explica esta contradicción? La respuesta parece estar en el hecho de que pocas cosas enaltecen tanto el poder divino como la debilidad humana, en la que se revela plenamente la fuerza de Dios (cf. 2 Cor 12, 9).

El Diario de la Divina Misericordia da testimonio del amor infinito de un Dios deseoso de acoger, perdonar y santificar las almas

De este modo, no nos sorprendería que por medio de Historia de un alma —por citar sólo un ejemplo— se hayan obrado más conversiones en los últimos tiempos que por la lectura de cualquier obra patrística… Al fin y al cabo, el mismo Dios que inspiró sublimidades de vertiginosa grandeza en un San Juan Crisóstomo, un San Ambrosio o incluso un San Agustín, puede también asociar los humildes escritos de una desconocida monja carmelita —como lo era Santa Teresa del Niño Jesús— a la renovación espiritual de miles, quizá millones, de fieles. Son los arcanos de la Providencia…

Un fenómeno similar se ha producido en torno a un libro muy difundido en las últimas décadas: el Diario de Santa Faustina, también conocido como Diario de la Divina Misericordia, seis manuscritos que dan testimonio del amor infinito de un Dios deseoso de acoger, perdonar y santificar las almas.

Escrito por obediencia

El texto fue redactado por la santa en el transcurso de los últimos cuatro años de su vida, por orden expresa de su confesor y del propio Jesús. El 4 de junio de 1937, el Redentor se dirigió a ella en estos términos: «Hija mía, sé diligente en apuntar cada frase que te digo sobre mi misericordia porque están destinadas para un gran número de almas que sacarán provecho de ellas».1

En un lenguaje sencillo, impregnado de celestial unción, Santa Faustina narra la historia de su vocación

En un lenguaje sencillo, pero impregnado de esa unción sobrenatural que sólo la virtud puede conferir, la religiosa narra la historia de su vocación y expone sus propósitos y luchas espirituales, sin esconder las dificultades y tentaciones que le sobrevinieron. ¿Podría haber mayor prueba de la pureza de intención de esta humilde escritora, así como de la autenticidad de sus revelaciones, que la admirable sencillez de sus relatos?

En medio de descripciones de gracias místicas extraordinarias, frases como éstas marcan el diario de principio a fin: «En lo que concierne a la confesión, elegiré lo que más me humilla y cuesta. A veces una pequeñez cuesta más que algo más grande»; o bien, «Las reglas que desobedezco con más frecuencia: a veces interrumpo el silencio, no obedezco el llamado de la campanilla, a veces me meto en los deberes de los demás; haré los máximos esfuerzos para corregirme».2

En la divina escuela de la misericordia

Ante todo, el diario es un extraordinario relato de las apariciones de Jesús Misericordioso, sus palabras, sus deseos y sus consejos. Al cabo de seis cuadernos, Santa Faustina había legado a la Iglesia uno de los tratados más auténticos sobre la misericordia divina que la historia haya conocido.

Santa Faustina en los últimos años de su vida

Desde las primeras páginas, la religiosa reconoce la gratuidad de su elección para tan alta misión sobrenatural. Y no sólo eso. Considera indispensables sus miserias y debilidades, a fin de que la misericordia del Salvador se manifieste en ella en toda su magnitud: «Sé bien lo que soy por mí misma, porque Jesús descubrió a los ojos de mi alma todo el abismo de mi miseria y por lo tanto me doy cuenta perfectamente que todo lo que hay de bueno en mi alma es sólo su santa gracia. El conocimiento de mi miseria me permite conocer al mismo tiempo el abismo de tu misericordia. En mi vida interior, con un ojo miro hacia el abismo de miseria y de bajeza que soy yo, y con el otro hacia el abismo de tu misericordia, oh Dios».3

De muchas maneras el Señor trata de enseñarle a su aprendiz a seguir el camino del abandono y de la confianza: «Hija mía, que nada te asuste ni te perturbe, mantén una profunda tranquilidad, todo está en mis manos».4 El deseo del Señor es muy claro: Faustina debe comportarse en relación con Dios como una niña en brazos de su padre. «Quiero enseñarte la infancia espiritual —le decía Jesús en otra ocasión—. Quiero que seas muy pequeña, ya que siendo pequeñita te llevo junto a mi Corazón».5

Una lección repleta de bondad

Un día, tras haberle contado sus necesidades espirituales al Señor con cierto temor y angustia, la religiosa escuchó de Él esta sublime lección:6

Imagina que eres la reina de toda la tierra y que tienes la posibilidad de disponer de todo lo que te plazca. Tienes la posibilidad de hacer el bien que te agrade y, de repente, llama a tu puerta un niño muy pequeño, todo tembloroso, con lágrimas en los ojos, pero con gran confianza en tu bondad, y te pide un pedazo de pan para no morir de hambre. ¿Qué harías? ¿Cómo te comportarías con ese niño? Respóndeme, hija mía.

Y Faustina le contesta:

Jesús, le daría todo lo que me pidiera, pero también mil veces más.

Así —concluye el Señor— me comporto yo con tu alma.

«Más que nada me agradas a través del sufrimiento»

El aprendizaje en esta divina escuela sería incompleto si no contemplara una realidad inseparable de la santidad. El propio Señor diría en una ocasión: «Muchas veces me llamas maestro. Esto es agradable a mi Corazón, pero no olvides, alumna mía, que eres alumna de un Maestro crucificado. Que te baste ésta sola palabra. Tú sabes lo que se encierra en la cruz».7 Poco a poco, Jesús pudo revelarle a esta alma escogida los misterios que rodean el terrible y luminoso camino del sufrimiento.

Celda de Santa Faustina, donde fue escrito el diario

Con acierto el dicho popular afirma que a los verdaderos amigos se les conoce en las horas difíciles. En el sufrimiento es donde el amor se acrisola y se manifiesta en todo su esplendor. Así pues, Faustina no podía ofrecerle a Dios el tributo de la confianza separado de la ofrenda del dolor. Ambos debían estar siempre unidos: «Niña mía, más que nada me agradas a través del sufrimiento. En tus sufrimientos físicos, y también morales, hija mía, no busques compasión de las criaturas. Deseo que la fragancia de tus sufrimientos sea pura, sin ninguna mezcla. […] Hija mía, cuanto más amaras el sufrimiento, tanto más puro será tu amor hacia mí».8

Es precisamente en estos momentos cuando el abandono en la Providencia debe adquirir las proporciones heroicas propias de un alma santa. ¿Y dónde encontrar la fuerza para sufrir, si no es en el mismo Dios que nos pide sufrimiento? El Señor también le enseñaba eso a Faustina: «Apoya tu cabeza en mi brazo y descansa y toma fuerza. Yo estoy siempre contigo».9

El termómetro del amor

Haciendo oír su voz divina en el siglo xx, en un sencillo convento polaco, el Salvador dirigía su llamamiento a una humanidad cada vez más alejada de la ley de Dios y cada vez más olvidada de su infinita misericordia.

Que las palabras del Dios misericordioso, recogidas en tan sencillo diario, nos animen a ofrecerle a Dios nuestras miserias

«Ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón”» (Sal 94, 7-8). Que las palabras de un Dios misericordioso, recogidas en tan sencillo diario, nos animen a ofrecerle a Dios lo que a veces nos parece tan difícil reconocer: nuestras miserias. Su deseo no es otro: «Hija mía, —le decía el Señor— mira hacia el abismo de mi misericordia y rinde honor y gloria a esta misericordia mía, y hazlo de este modo: reúne a todos los pecadores del mundo entero y sumérgelos en el abismo de mi misericordia. Deseo darme a las almas, deseo las almas, hija mía».10

Santa Faustina junto a otras religiosas de su congregación

Sigamos, por tanto, el ejemplo que nos dejó Santa Faustina Kowalska. Como niños, abandonemos nuestra vida en las manos de nuestro Padre celestial y dejemos que Él nos guie. Veremos entonces cómo nuestra conversión comenzará con un gran acto de confianza en el amor infinito de Jesús Misericordioso. ◊

 

Notas


1 Santa Faustina Kowalska. Diario, n.º 1142. 4.ª ed. Stockbridge: Marian Press, 2003. Las demás citas del diario, todas transcritas de la misma edición, serán indicadas sólo por la numeración interna de la obra.

2 Idem, n.os 225-226.

3 Idem, n.º 56.

4 Idem, n.º 219.

5 Idem, n.º 1481.

6 Cf. Idem, n.º 229.

7 Idem, n.º 1513.

8 Idem, n.º 279.

9 Idem, n.º 498.

10 Idem, n.º 206.

 

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