Todos deberían enfrentar las luchas de la vida con coraje; ¿pero cómo practicar esa virtud sin siquiera entender en qué consiste?

 

Los acontecimientos que vienen agitando el mundo, como la pandemia, las catástrofes naturales, los disturbios políticos, los conflictos armados, la crisis en la Santa Iglesia e incluso las discutibles soluciones presentadas por las autoridades para intentar resolver esos problemas, han provocado entre las personas las más diversas reacciones. No obstante, hay un denominador común en la mayoría de ellas: el miedo y, no raramente, hasta el pánico…

Para no ceder al desánimo ante ese cuadro tan sombrío, hemos de enfrentar la vida y sus dificultades con coraje. Pero ¿cómo ser animoso, esforzado, valeroso, en una palabra: corajoso? Para responder a esta pregunta es necesario que antes entendamos qué no es el coraje.

Una falsa noción de coraje

Difícilmente habrá quien no haya visto nunca en su vida un producto falsificado. De hecho, ciertos comercios están repletos de objetos sin valor que son muy semejantes —en las apariencias— a los de gran calidad. Sin embargo, tras un corto período de uso suelen dañarse y, a menudo, causarle un perjuicio a su propietario…

Por una infeliz coincidencia, el mismo fenómeno ocurre en el campo espiritual: junto con las virtudes auténticas, encontramos falseamientos de ellas. Y, como señalaba en cierta ocasión el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira,1 con el coraje no podía ser diferente. Uno de los obstáculos más grandes para poder practicarlo es la difusión de una concepción falsa al respecto que, frecuentemente, nos quieren vender…

Así, un soldado que afronta la muerte para defender su patria es un héroe; pero un ladrón que corre el mismo riesgo con vistas a asaltar un banco no es más que un miserable delincuente. El que desafía los peligros, dispuesto a sacrificar su vida y su fama por amor a Dios es un mártir; en cambio, el hombre impuro que expone su reputación e incluso su integridad física a fin de entrar clandestinamente en casa ajena y consumar la ruina de una hogar, no pasa de ser un infeliz adúltero…

En estos ejemplos, el soldado y el mártir son verdaderamente corajosos, mientras que el malhechor y el adúltero, aunque demuestran aparente valentía, no la poseen de forma genuina, pues si la patria o la religión los convocara al terreno del sacrificio, no sabrían inmolar su egoísmo por valores más altos. Por tanto, ser corajoso no consiste únicamente en estar dispuesto a correr riesgos; hay algo más. ¿Qué es?

El principal ingrediente

El Dr. Plinio nos da la respuesta: «El coraje es, por definición, la disposición de alma, la virtud2 por la cual el hombre enfrenta grandes pruebas, grandes dolores, grandes sinsabores, grandes disgustos, grandes persecuciones, por un ideal que lo coloca por encima de todo».3

Comprendemos entonces qué distingue al héroe del delincuente. No basta solamente afrontar grandes dificultades; hace falta vencerlas por amor a un ideal. Y tanto el ladrón como el impuro de nuestro ejemplo no se movían por idealismo, sino por mero egoísmo…

Otras falsificaciones

El Dr. Plinio nos advierte, no obstante, que hay aún otras deformaciones de la virtud del coraje. La primera es la exaltación del temperamento, por la cual la persona se vuelve capaz de dominar su voluntad. Cuántos hechos similares presenciamos en nuestro día a día… Cuántos seudocorajosos hay que confunden las explosiones de su propia voluntad desgobernada con la fuerza de alma. La diferencia entre éstos y los verdaderos corajosos es la misma que existe entre un río que sale de su lecho para inundarlo y destruirlo todo y las aguas fluviales ordenadas que fecundan una región.

Otro defecto que trata de disfrazarse de coraje es el atolondramiento de la inteligencia, por el cual el hombre no ve el peligro. Obviamente, para quien desconoce el riesgo es fácil enfrentarlo. No obstante, pensar que una persona así podría alcanzar algún objetivo duradero, a no ser su propia ruina, es mera ilusión. ¿Quién no ha visto nunca a un desatinado lanzarse a hacer grandes cosas, sin medir los riesgos ni las consecuencias, y fracasar en todas sus empresas?

¿Cómo practicar esta virtud?

Bien, ¿cómo practicar el verdadero coraje? Lo primero, mirar de frente el peligro y entender su importancia; luego, arrostrarlo con un acto deliberado de la voluntad.

Encontramos ejemplos característicos de esta virtud en la figura del caballero medieval. La Edad Media, quizá la época más belicosa de la Historia, se pobló de un número inmenso de valerosos guerreros. Sin embargo, también fue el tiempo en que los hombres demostraron mayor conciencia de aquello que la guerra posee de lancinante y dramático. Por ese motivo la condición militar se vio tan glorificada, pues todos comprendían los peligros a los que se sometían los combatientes y, en consecuencia, admiraban a los que se lanzaban con entusiasmo a la ardua aventura.

Cabe reconocer, sin embargo, que no siempre nuestra sensibilidad acompañará los actos de nuestra voluntad. Si en algunas ocasiones sentimos verdadero entusiasmo de practicar la virtud del coraje, en otras experimentaremos cansancio y abatimiento de alma. En esas horas, el coraje será más meritorio.

Además, habrá momentos en los que necesitaremos ser corajosos, no sólo privados del impulso de la sensibilidad, sino también teniendo que luchar contra los achaques del miedo. Sí, la virtud del coraje no excluye el temor; al contrario, a veces ha de ser practicada encarándose a él.

El Libro de los Jueces narra la historia de Gedeón, persona bastante timorata (cf. Jue 6). Dios lo designó como general de su ejército y le ordenó que avanzara contra la hueste enemiga de ciento treinta y cinco mil guerreros, con tan sólo trescientos hombres que no deberían llevar armas… Es posible que Gedeón se hubiera atemorizado. A pesar de esto, obedeció y el resultado fue una de las victorias más bellas consignadas en la Sagrada Escritura. Indiscutiblemente practicó la virtud del coraje con todo su fulgor, pero no nos engañemos pensando que su voluntad estuvo siempre acompañada por sus sentimientos. Fue necesario que la ejerciera a pesar del miedo.

¿Y en mi vida?

A estas alturas es posible que el lector esté planteándose la siguiente cuestión: «Todo esto es verdad, ¿pero cómo aplicar tales principios a mi vida? No soy militar, ni vivo en la Edad Media o en el Antiguo Testamento…». Con todo, aunque las dificultades de nuestros días, para la mayoría de los hombres, sean de carácter muy diverso a los ejemplos narrados hasta aquí, la solución para ellas es la misma.

Cuando tengo que hacer frente a la muerte de un pariente o al riesgo de perder mi empleo, las complicaciones financieras y las enfermedades, ¿cuál debe ser mi actitud? Primero, con calma, encarar el asunto, considerando todos sus peligros y las consecuencias trágicas que puede conllevar. Luego tomar la deliberación firme de enfrentar el problema de la forma correcta, sin la ilusión de que siempre será posible evitar el sufrimiento. Por el contrario, muchas veces el medio de sufrir menos es abrazar la solución dolorida, si fuera la vía más honesta.

Pero ¿dónde encontramos fuerza de alma para tomar una actitud tan exigente?

La oración en el Huerto de los Olivos,
por Jerónimo Cósida – Iglesia de San Juan del Hospital,
Valencia (España)

La doctrina católica nos enseña que ningún hombre tiene condiciones de practicar por sí mismo las virtudes con perfección y estabilidad. Al ser el coraje una de ellas, es normal, por tanto, que encontremos dificultad en cultivarlo. La salida está en pedírselo a Dios, pues Él es el creador y la fuente de todo bien.

El mayor acto de coraje de la Historia

Sería un crimen terminar este artículo sin mencionar al hombre más fuerte y corajoso de todos los siglos: Nuestro Señor Jesucristo. En el Huerto de los Olivos, al comienzo de la Pasión, ¿qué sentimientos inundarían su alma humana perfectísima? Tedio, pavor, tristeza y la sensación de abandono por parte de aquellos a los que más amaba.

En esa situación, nuestro Redentor no adoptó una actitud desequilibrada, lo que sería incompatible con su santidad infinita. Con calma, contempló hasta el fondo todo sufrimiento por el cual aún debería pasar, y eso le causó tanto miedo que llegó a sudar sangre. Entonces, practicó el supremo acto de coraje de la Historia al rezarle al Padre eterno, diciendo: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26, 39).

El Dr. Plinio así explica esa oración del Señor: «El auge del coraje estaba en esto: Dios tiene designios que, según su infinita perfección, a veces remueve, a veces no. Y, a pesar de todo lo que el perfectísimo instinto de conservación llevaba a Nuestro Señor a quedarse absolutamente tenso ante la perspectiva de lo que vendría, deliberó: “Voy, ¡acepto! Hágase tu voluntad y no la mía”. Es la perfección del coraje».4

¡Cómo esta actitud es diferente a todo lo que el mundo llama coraje! El Corajoso se sintió flaco, experimentó miedo, pero miró su cruz de frente, tomó la deliberación de cumplir su misión y rezó pidiendo ayuda. Que ese divino ejemplo, con el cual el Redentor conquistó gracias para nuestra correspondencia en situaciones análogas, nos lleve a imitarlo en toda la medida que nos sea exigida.

 

Notas

1 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Opera Omnia. Reedição de escritos, pronunciamento e obras. São Paulo: Retornarei, 2008, v. I, p. 266. El presente artículo está basado en esta publicación, así como en otras dos explicaciones, transcritas de: «Uma era de fé, heroísmo e sabedoria». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año IV. N.º 35 (feb, 2001); pp. 18-23; «O que é a coragem?» In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XVII. N.º 193 (abr, 2014); pp. 8-9.
2 La virtud que corresponde al concepto del Dr. Plinio sobre el coraje es, en la teología de Santo Tomás de Aquino, la fortitudo. Comúnmente se traduce esa palabra latina por fortaleza; sin embargo, hay quien prefiere emplear el vocablo coraje para expresar mejor su sentido (cf. PINSENT, Andrew. The Gifts and Fruits of the Holy Spirit. In: DAVIES, Brian; STUMP, Eleonore (Ed.). The Oxford Handbook of Aquinas. New York: Oxford University Press, 2012, p. 477.
3 CORRÊA DE OLIVEIRA, «O que é a coragem?», op. cit., p. 8.
4 Ídem, ibídem.

 

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