El brillo de la luciérnaga

«¡Vamos a apagar nuestras linternas!», aconsejaba Blim. ¿Sería ése el mejor medio de huir de los asaltos de aquella malévola serpiente?

El cielo, maravillosamente iluminado en oro, se dibujaba ora rosado, ora anaranjado. Poco a poco el colorido fue dando paso a tonos cada vez más oscuros. Muchos animales se recogían en sus madrigueras y los pájaros en sus nidos, para disfrutar de un reconfortante sueño. Finalmente, habiéndose retirado el sol del firmamento, la luna vino a presidir aquella noche.

Prestaba una atención única a todo lo que estaba bajo su mirada, acompañada de sus siervas, las estrellas. Ninguna nube las tapaba, de manera que la bóveda celeste se encontraba limpia y magníficamente adornada. ¡Qué madrugada tan estupenda!

De repente —¡qué curioso!—, centenares de otras luces comienzan a aparecer. No, no eran las estrellas del cielo, sino las estrellitas de la tierra: las luciérnagas. Dos de ellas, Clos y Blim, se aventuraban solas por el monte, para conocer las nuevas flores nacidas aquella primavera.

Amedrentado ante la furia de la serpiente, Blim apagó su luz. Pero no imaginaba que esa actitud sería su ruina

Entonces, la luna vio una serpiente, con fisonomía desengañada. El reptil daba saltos amenazantes hacia lo alto, como si quisiera capturar a alguna víctima con sus fauces. Después de un tiempo, la luna logró entenderlo: ¡la víbora deseaba morderla, junto con las estrellas! Intrigada, le preguntó:

—Pero ¿no te das cuenta de que lo que pretendes es imposible? Estamos bastante lejos…

¡Ya lo sé! —bramó la víbora—. ¡Y lo odio! Tú recibes la luz del sol, y las estrellas son una imagen de él durante su ausencia. Detesto el sol, porque su claridad permite que mis presas me vean y huyan de mí. Y tú haces lo mismo por la noche. Como no puedo hacer nada contra el astro rey, ¡os atacaré a vosotras!

La luna no perdió su tiempo en contestar a tan gran insensatez. Tomada por ese estado de ánimo, ninguna palabra sería capaz de convencer a la serpiente. Así que decidió ignorarla y dirigió sus ojos hacia los simpáticos lampíridos.

Los encontró haciendo una carrera entre la vegetación. Blim y Clos tenían tanta energía esa noche que sus linternitas eran más fuertes que de costumbre. Ambos jugaban despreocupados, hasta que Clos escuchó un ruido en el suelo, cerca de ellos…

—¿Qué es eso? —le preguntó a su compañero.

—No es nada… ¡A ver si me pillas! —le respondió Blim.

Más adelante, volvió a escuchar el ruido, sin encontrar quién o qué lo provocaba. En determinado momento, pasaron por una pequeña zona sin vegetación y… ¡vieron a la serpiente!

—Ah, es ella —comentó Clos aliviado—. Podemos estar tranquilos, porque las serpientes no comen luciérnagas.

Entonces, olvidándose del peligro, volaron hacia otro monte. Y la víbora fue detrás… Blim se dio cuenta y decidió preguntarle:

Serpiente, ¿necesitas algo? —pero ésta no le respondió.

Desconfiados y temerosos, los lampíridos empezaron a volar rápidamente; ganando un poco de distancia, se pusieron a salvo y se detuvieron. Al mirar hacia atrás, se la encontraron de nuevo cerca de ellos y por eso le preguntaron:

Serpiente, ¿por qué nos persigues? No lo entendemos. Ni siquiera somos alimento para ti —gruñó Clos.

Sin embargo, otro intento fallido, pues el reptil continuaba en silencio. Los insectos comprendieron que si no huían, pronto les pasaría algo y no querían ni imaginárselo. Volaron, volaron, volaron, mientras la víbora les seguía, increíblemente rápida y matrera.

—¡No se detiene, Blim! ¡Tenemos que hacer algo!

Armándose de valor, Clos cesó la huida. Su compañero lo imitó. Se volvió hacia su enemiga y le ordenó con voz imponente:

Serpiente, ¡¡¡basta ya!!! ¿Qué mal te hemos hecho? ¿Acaso esto es una broma de mal gusto? ¿Por qué nos estás persiguiendo?

Finalmente, en un tono malévolo, les explicó:

¡Brilláis… y no lo soporto! Por eso quiero destruiros —y en un salto inesperado, casi que se los traga.

Blim le preguntó:

¡Nuestras luces tan débiles! ¿Qué daño te hacen?

La víbora, furiosa y agitada, gritó:

—¡No me hacen ningún daño! ¡Quienes me molestan son el sol, la luna y las estrellas! Pero ya que no puedo hacer nada contra ellos, ¡la emprendo contra las luciérnagas, porque sois un símbolo de ellos!

Y comenzó a atacar a los dos minúsculos insectos de todas formas. Ellos trataban de elevarse, pero la víbora saltaba más alto. Casi fueron tragados en varias ocasiones.

Los dos aceleraron tanto como podían. Blim se dejó llevar por el miedo y dijo:

Clos, vamos a apagar nuestras linternas. Así la serpiente no nos verá, ni nos odiará sin motivo.

—¿Estás loco? Si Dios nos ha hecho semejantes a los luceros del cielo, ¿qué debemos temer? Apagar nuestras luces sería una ingratitud al Creador.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando otra vez se abalanzó sobre ellos su enemiga.

—¡¿Lo ves?! No voy a ser yo comida para ella.

Renunciando a la lucha, Blim apagó su luz. La serpiente lo perdió de vista y ya no lo persiguió. Aún quedaba Clos.

¡No escaparás! —le amenazó.

Con más rapidez y astucia, la serpiente se lanzó sobre la luciérnaga. Sin embargo, ésta no retrocedió ante la ofensiva. «Dios me ha hecho una pequeña estrella en la tierra y no renunciaré a ello», bramaba en su interior.

Tras unos instantes de pelea, cuando Clos se veía casi sin fuerzas, apareció una claridad muy intensa. No era el sol, pues aún no era el momento. En realidad, era una luz más extraordinaria que la del astro rey.

Asustada con tal destello, la víbora huyó. A mitad del trayecto se encontró con Blim que, sin luz que le iluminara el camino, vagaba desorientado. La serpiente aprovechó esa distracción y se lo tragó de un solo bocado. Después se arrastró hacia un agujero, a fin de esconderse.

Clos pensaba: «Apagar nuestras luces sería una ingratitud al Creador, que nos hizo semejantes a los luceros del cielo»

En medio de aquel fulgor, Clos pudo distinguir tres figuras: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. La tres divinas Personas le extendieron la mano al victorioso insecto y éste, volviéndose maravillosamente luminoso, fue subiendo, subiendo, subiendo, hasta que recibió un trono en el firmamento, junto con los demás cuerpos celestiales. Sí, por la perseverancia y la fidelidad de aquel humilde gusanillo, el Creador lo premió haciendo de él una estrella brillante y bonita.

*     *     *

El mal, como la serpiente, odia el brillo de los buenos, pues esa luz viene de Dios, de la Virgen, de los ángeles y de los santos, en comparación con los cuales somos simples luciérnagas.

Toma nota de esta enseñanza, querido lector: si no te avergüenzas de ser bueno ni temes los embates de los malos, el Altísimo te elevará a lo más alto del Cielo, donde gozarás de la luz eterna de los hijos de Dios.

 

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