El género humano ha experimentado siempre la necesidad de tener sacerdotes, es decir, hombres que por la misión oficial que se les daba, fuesen medianeros entre Dios y los hombres, y consagrados de lleno a esta mediación, hiciesen de ella la ocupación de toda su vida, como diputados para ofrecer a Dios oraciones y sacrificios públicos en nombre de la sociedad; que también, y en cuanto tal, está obligada a dar a Dios culto público y social, a reconocerlo como su Señor Supremo y primer principio; a dirigirse hacia Él, como a fin último, a darle gracias, y procurar hacérselo propicio. […]
Pero a la espléndida luz de la Revelación divina el sacerdote aparece revestido de una dignidad mayor sin comparación, de la cual es lejano presagio la misteriosa y venerable figura de Melquisedec, sacerdote y rey (cf. Gén 14, 18), que San Pablo evoca refiriéndola a la persona y al sacerdocio del mismo Jesucristo (cf. Heb 5, 10; 6, 20; 7, 1.10-11.15).
El sacerdote, según la magnífica definición que de él da el mismo Pablo, es, sí, un hombre tomado de entre los hombres, pero constituido en bien de los hombres cerca de las cosas de Dios, su misión no tiene por objeto las cosas humanas y transitorias, por altas e importantes que parezcan, sino las cosas divinas y eternas; cosas que por ignorancia pueden ser objeto de desprecio y de burla, y hasta pueden a veces ser combatidas con malicia y furor diabólico, como una triste experiencia lo ha demostrado muchas veces y lo sigue demostrando, pero que ocupan siempre el primer lugar en las aspiraciones individuales y sociales de la humanidad, de esta humanidad que irresistiblemente siente en sí cómo ha sido creada para Dios y que no puede descansar sino en Él.
Sacerdocio antiguo y sacerdocio eterno
En las sagradas escrituras del Antiguo Testamento, al sacerdocio, instituido por disposición divino-positiva promulgada por Moisés bajo la inspiración de Dios, le fueron minuciosamente señalados los deberes, las ocupaciones, los ritos particulares. […]
Sin embargo, la majestad y gloria de aquel sacerdocio antiguo no procedía sino de ser una prefiguración del sacerdocio cristiano, del sacerdocio del Testamento Nuevo y eterno, confirmado con la sangre del Redentor del mundo, de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
El Apóstol de las Gentes comprendía en frase lapidaria cuanto se puede decir de la grandeza, dignidad y oficios del sacerdocio cristiano, por estas palabras: «Así nos considere el hombre cual ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (1 Cor 4, 1).
El sacerdote es ministro de Jesucristo; por lo tanto, instrumento en las manos del Redentor divino para continuar su obra redentora en toda su universalidad mundial y eficacia divina para la construcción de esa obra admirable que transformó el mundo; más aún, el sacerdote, como suele decirse con mucha razón, es verdaderamente otro Cristo, porque continúa en cierto modo al mismo Jesucristo: «Así como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros» (Jn 20, 21), prosiguiendo también como Él en dar, conforme al canto angélico, «gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2, 14). […]
Carácter y gracia sacerdotal
Tan excelsos poderes conferidos al sacerdote por un sacramento especialmente instituido para esto no son en él transitorios y pasajeros, sino estables y perpetuos, unidos como están a un carácter indeleble, impreso en su alma, por el cual ha sido constituido sacerdote para siempre (cf. Sal 109, 4), a semejanza de aquel de cuyo eterno sacerdocio queda hecho partícipe. Carácter que el sacerdote, aun en medio de los más deplorables desórdenes en que puede caer por la humana fragilidad, no podrá jamás borrar de su alma.
Pero juntamente con este carácter y con estos poderes, el sacerdote, por medio del sacramento del Orden, recibe nueva y especial gracia con derecho a especiales auxilios, con los cuales, si fielmente coopera mediante su acción libre y personal a la acción infinitamente poderosa de la misma gracia, podrá dignamente cumplir todos los arduos deberes del sublime estado a que ha sido llamado, y llevar, sin ser oprimido por ellas, las tremendas responsabilidades inherentes al ministerio sacerdotal, que hicieron temblar aun a los más vigorosos atletas del sacerdocio cristiano, como un San Juan Crisóstomo, un San Ambrosio, un San Gregorio Magno, un San Carlos y tantos otros. […]
Los mismos enemigos de la Iglesia […] demuestran, a su manera, que conocen toda la dignidad e importancia del sacerdocio católico cuando dirigen contra él los primeros y más fuertes golpes, porque saben muy bien cuán íntima es la unión que hay entre la Iglesia y sus sacerdotes. Unos mismos son hoy los más encarnizados enemigos de Dios y los del sacerdocio católico: honroso título que hace a éste más digno de respeto y veneración.
Otros Cristos
Altísima es, pues, Venerables Hermanos, la dignidad del sacerdote, sin que puedan empañar sus resplandores las flaquezas, aunque muy de sentir y llorar, de algunos indignos; como tales flaquezas no deben bastar para que se condenen al olvido los méritos de tantos otros sacerdotes, insignes por virtud y por saber, por celo y aun por el martirio. Tanto más cuanto que la indignidad del sujeto en manera alguna invalida sus actos ministeriales: la indignidad del ministro no toca a la validez de los sacramentos, que reciben su eficacia de la sangre sacratísima de Cristo, independientemente de la santidad del sacerdote; pues aquellos instrumentos de eterna salvación [los sacramentos] causan su efecto, como se dice en lenguaje teológico, ex opere operato. […]
Aparte de eso, si a todos los cristianos está dicho: «Sed perfectos como lo es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48), ¡con cuánta mayor razón deben considerar como dirigidas a sí estas palabras del divino Maestro los sacerdotes llamados con especial vocación a seguirle más de cerca!
Por esta razón inculca la Iglesia severamente a todos los clérigos esta su obligación gravísima, insertándola en su código legislativo: «Los clérigos deben llevar interior y exteriormente vida más santa que los seglares y sobresalir entre ellos, para ejemplo, en virtud y buenas obras».1 Y puesto que el sacerdote es embajador en nombre de Cristo; ha de vivir de modo que pueda con verdad decir con el Apóstol: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11, 1); ha de vivir como otro Cristo, que con el resplandor de sus virtudes alumbró y sigue alumbrando al mundo. ◊
Fragmentos de: PÍO XI.
Ad catholici sacerdotii, 20/12/1935.
Notas
1 CIC 1917, can. 124.