El trabajo, las preocupaciones, las desgracias, los logros, los sueños de realización y las distracciones de todo tipo suelen acaparar toda nuestra atención, sumergiéndonos en una viciosa y constante disipación…
Ahora bien, dicen las Escrituras: Non in commotione Dominus (1 Re 19, 11), el Señor no está en la agitación. Absorbidos por el torbellino de las inquietudes terrenales, acabamos apartándonos de Dios y nos olvidamos de que en esta tierra no estamos por otro motivo más que el de conocerlo, servirlo y amarlo.
Nuestra alma es un terreno sagrado en el cual el Altísimo siembra su gracia (cf. Mt 13, 18-23), pero cuya fertilidad o aridez depende de nuestro cuidado. Y éste no nos exige que abandonemos nuestros deberes diarios, sino que sepamos, en medio de ellos, elevar nuestros corazones.
Más preciosa que un regalo del Niño Jesús
Es común que nuestras mentes «industrializadas» imaginen que Dios posee un arsenal de gracias ya creadas, agrupadas y almacenadas por «categorías», listas para ser derramadas sobre nosotros según ciertas necesidades predeterminadas, como, por ejemplo, una enfermedad o la pérdida de un ser querido…
Sin embargo, la buena teología católica nos enseña que Dios crea para cada persona y en cada circunstancia sus gracias, que son específicas y únicas. Son regalos hechos, por así decirlo, a medida y personalizados para cada uno de nosotros. Si el divino Niño Jesús, en el taller de San José, fabricara algún artículo de madera y nos lo obsequiara, ¡no nos daría un regalo tan precioso como cuando nos concede una gracia!
El cultivo de las gracias que hemos recibido es, por tanto, un punto central para nuestra vida espiritual. Correspondiendo con amor a estas caricias divinas pronto nos conformaremos a Dios y nos santificaremos, mientras que si las despreciamos terminaremos convirtiéndonos en verdaderos ateos prácticos en el camino de la perdición.
Elevación de espíritu y trascendencia
Cuidar bien el tesoro de la gracia divina y, sobre todo, tener el alma siempre abierta para recibirla, supone de nuestra parte una predisposición. En efecto, el Señor no les echa perlas a los cerdos (cf. Mt 7, 6) y se comunica poco con los que no le dan valor a la vida sobrenatural.
La voz de la gracia, además, no daña el libre albedrío humano; no grita, sino que susurra en el fondo de las almas. Las que están atentas a los alaridos del mundo no son capaces de oírla ni pueden, pues, obedecerla.
Predisponerse para corresponder a este don celestial significa mantener el espíritu recogido, no sólo en los momentos de oración o meditación, sino principalmente durante nuestros quehaceres, en los que invertimos la mayor parte del tiempo. No es justo que le dediquemos al Señor únicamente una parte de nuestra atención; ¡Él tiene derecho sobre toda nuestra existencia! Entonces, sin dejar de dar «al César lo que es del César», hemos de dar «a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21).
¿Y cómo podemos hacerlo? Trascendiendo nuestro entendimiento de las cosas materiales hacia las realidades sobrenaturales. Las tareas prácticas, siempre que no sean contrarias a la moral y se realicen con la debida disposición de espíritu, pueden servir continuamente como pretexto para pensar en asuntos más elevados y, por consiguiente, dar a la gracia la oportunidad de transformarnos. Así como todo es malo para los que tienen la mente corrompida (cf. Tit 1, 15), todo tiene relación con Dios para quienes lo aman verdaderamente.
El mayor ejemplo de la Historia
Un preciosísimo ejemplo de este recogimiento nos lo dejó, hace más de dos mil años, la propia Madre del Creador, Trono de la Sabiduría, Espejo de todas las perfecciones divinas: María Santísima.
Según nos cuenta una sana tradición, desde su más tierna infancia Ella, que sería el Tabernáculo de Dios entre los hombres, se dedicó al servicio del Templo. Allí se empleó en los más variados oficios, como la limpieza del recinto sagrado, la costura y el bordado de ornamentos destinados al culto, la conservación del material litúrgico.
No obstante, lejos de distraerse con tales obligaciones, mientras las llevaba a cabo pensaba en Dios y en el Mesías que habría de venir. Tan grande era su amor que todo lo que la rodeaba era ocasión para dirigirse a su Señor, hacerle una súplica o incluso consolarlo con el ofrecimiento de algún sacrificio, por pequeño que fuera. Estuviese leyendo pasajes de la Sagrada Escritura, o bien discerniendo la acción de la gracia en un alma, o incluso embelesándose con una flor y contemplando el vuelo de un pajarito, su alma se encontraba siempre conviviendo con Dios.
Más tarde, teniendo que volcarse en atenciones y cariños para con el divino Infante y ocuparse, por tanto, con el máximo celo de las tareas domésticas, ni por ello se rindió a la agitación. Dicen las Escrituras: «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19), porque su principal preocupación era servir a Jesús con su ardiente caridad.
Debido a este estado de espíritu, la Virgen le ofrecía a Dios la posibilidad de realizar en Ella maravillas, de revelarle misterios inefables y de comunicarle a cualquier momento los torrentes de su gracia. En esta escuela de convivencia, María alcanzó la plenitud de unión con el Creador en esa escuela de convivencia con Él, hasta el punto de llegar a convertirse en su propia presencia entre los hombres.
El gozo celestial vivido en esta tierra
A primera vista, a un hombre del siglo XXI le podría parecer muy laboriosa la manera de actuar de la Virgen; aunque esto no se corresponde con la realidad. El camino recorrido por Ella es simple y accesible a todo el que, de buena voluntad, se encomienda a su maternal intercesión y se dispone a caminar bajo las alas de la sublimidad. Además, es el propio Dios quien más desea y trata de entrar en contacto con nosotros constantemente. Basta que no cerremos nuestro corazón y estemos atentos a las invitaciones que Él nos ofrece cada día.
Desde el momento en que hagamos este sencillo esfuerzo, experimentaremos en nuestro interior la mayor felicidad que se puede lograr en esta tierra: el contacto de «alma a alma» con Dios, gozo que sólo su amor infinito y esa cercanía a Él pueden darnos.
Así pues, pidámosle al Inmaculado Corazón de María que nos conceda luces y fuerzas para seguir sus pasos y convertirnos en dignos receptáculos de la gracia divina. ◊