¡Dios proveerá la victoria final!

En el momento señalado por la Providencia, la verdad, una vez disipada la niebla con que se la pretende envolver, resplandecerá con más plenitud en un futuro no lejano.

La Santa Iglesia de Cristo tuvo que soportar en todo momento conflictos y persecuciones por la verdad y por la justicia. Instituida por Él mismo para extender el Reino de Dios en el mundo y, a la luz de la ley evangélica, guiar a la humanidad caída hacia un sobrenatural destino, o sea, la adquisición de bienes inmortales prometidos por Dios, pero superiores a nuestras fuerzas, necesariamente chocó de frente contra las pasiones que pululaban al pie de la antigua decadencia y corrupción, es decir, contra el orgullo, la avaricia y el amor desenfrenado de los goces terrenales, y contra los vicios y desórdenes que de ellos proceden, los cuales en la Iglesia siempre encontraron su más poderosa contención.

No debe asombrarnos el hecho de estas persecuciones, ya que fueron predichas por el divino Maestro según nuestra norma y sabemos que durarán tanto como el mundo.

Divino signo de contradicción

De hecho, ¿qué les dijo a sus discípulos cuando les encomendó llevar el tesoro de su doctrina a todas las naciones? Nadie lo ignora: «Os perseguirán de ciudad en ciudad; seréis odiados y aborrecidos a causa de mi nombre; seréis denunciados ante los tribunales y os condenarán a las penas más infames». Y queriendo animarlos para el momento de la prueba, se puso Él mismo como ejemplo: «Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros» (Jn 15, 18). He aquí las alegrías, he aquí la recompensa prometida acá abajo.

Ciertamente nadie, que posea los criterios de una justa y sensata apreciación de las cosas, sabría explicar la razón de tal odio. ¿A quién ofendió alguna vez o en qué desmereció el divino Redentor? Descendido entre los hombres por el impulso de la caridad infinita, había enseñado una doctrina inmaculada, consoladora, eficacísima para hermanar a la humanidad en la paz y el amor; no había anhelado grandezas terrenas ni honores, no había usurpado el derecho de nadie; en cambio, había sido sumamente misericordioso con los débiles, los enfermos, los pobres, los pecadores, los oprimidos, su vida no era más que un paso para sembrar entre los hombres, pródigamente, los beneficios divinos.

Hay que decir que fue el exceso de la malicia humana, tanto más lamentable cuanto más injusto, el que lo convirtió, no obstante, según el vaticinio de Simeón, en auténtico signo de contradicción (cf. Lc 2, 34).

La Iglesia sigue los pasos de su Maestro

¿No maravilla, por tanto, que la Iglesia Católica, continuadora de su divina misión y depositaria incorruptible de su verdad, corriera su misma suerte?

El mundo es siempre igual; junto a los hijos de Dios están constantemente los satélites de aquel gran adversario del género humano que, en rebeldía contra el Altísimo desde el principio, es designado en el Evangelio como el príncipe de este mundo. Y por eso, ante la ley y los que la presenten en nombre de Dios, el mundo siente reavivarse en sí, con desmedido orgullo, el espíritu de una independencia a la que no tiene derecho.

¡Ay! ¡Cuántas veces, en épocas más procelosas, con inaudita crueldad e insolente injusticia, y con evidente perjuicio para toda la comunidad social, sus enemigos se congregaron en la necia empresa de aniquilar la obra divina! […]

¡El mal no prevalecerá contra ella!

No quisiéramos que el cuadro de la dolorosa situación presente sacudiera en el ánimo de los fieles la plena confianza en el auxilio divino, el cual proveerá a su tiempo y por caminos misteriosos la victoria final.

Nos sentimos profundamente entristecidos en lo hondo de Nuestro corazón [ante tales circunstancias], aunque en absoluto tememos Nos por los inmortales destinos de la Iglesia. La persecución, como decíamos al principio, es su herencia, porque Dios saca de ella bienes más elevados y preciosos, probando y purificando a sus hijos. Pero mientras permite vejaciones y adversidades, manifiesta su divina asistencia, que proporciona medios nuevos e inesperados para que su obra permanezca y crezca sin que prevalezcan las fuerzas conjuradas en su perjuicio. Diecinueve siglos de vida, que transcurrieron en el vaivén de los acontecimientos humanos, prueban que las tormentas no tocan el fondo y pasan.

Y bien podemos consolarnos, porque incluso el momento presente lleva en sí las señales que mantienen inalterable Nuestra confianza. Las dificultades son formidables y extraordinarias, es verdad, pero otros hechos, que se suceden bajo Nuestra mirada, atestiguan también que Dios cumple sus promesas con bondad y sabiduría admirables. Mientras numerosas fuerzas conspiran contra la Iglesia y se la priva de toda ayuda y apoyo humanos, he aquí que se levanta majestuosa sobre el mundo y extiende su acción entre los pueblos más dispares bajo todos los ambientes.

No, el antiguo príncipe de este mundo ya no podrá dominar como antes, después de haber sido expulsado de él por Jesucristo; los intentos de Satanás causarán ciertamente muchos males, sin embargo, no lograrán el éxito definitivo. […]

Muchos son los motivos de aliento

Entonces nada más obvio hay que, como retoños que brotan al pie del árbol, renazcan, se revigoricen, se recompongan numerosas asociaciones, las cuales también en nuestros días nos alegran en el seno Iglesia. Ninguna forma de piedad cristiana puede decirse que sea descuidada por ella, ni referente a Jesús y a sus adorables misterios, ni a su poderosísima Madre, ni a los santos que brillaron con vivísima luz por sus insignes virtudes.

Al mismo tiempo, ninguna forma de beneficencia vemos olvidada, si pensamos en las distintas maneras existentes por todas partes: la educación religiosa de la juventud, el cuidado de los enfermos, la moralidad del pueblo, la ayuda a las clases desheredadas. ¡Y con qué rapidez se expandiría y cuán mayores y fecundos serían los beneficios de este movimiento, si no tropezara tan a menudo con injustas y hostiles disposiciones! […]

Las amarguras son atemperadas, pues, por consolaciones, y en medio de las dificultades de la lucha tenemos bastante con qué animarnos y esperar. Lo cual, en realidad, debería sugerir reflexiones útiles a todo observador inteligente y no cegado por la pasión, y hacerle comprender que, así como Dios no dejó al hombre a merced de sí mismo con respecto al fin último de su vida y por eso le habló, así también aun hoy día le habla en su Iglesia, visiblemente impregnada del auxilio divino, mostrando de qué lado se halla la verdad y la salvación.

El triunfo no tardará

En todo caso, esta perenne asistencia servirá para infundir en vuestros corazones la invencible esperanza de que, en el momento señalado por la Providencia, la verdad, una vez disipada la niebla con que se la pretende envolver, resplandecerá con más plenitud en un futuro no lejano, y que el espíritu del Evangelio vuelva a vivificar a los miembros tan relajados y corruptos de esta sociedad pervertida. […]

Todos pueden contribuir a esta labor imperiosa y sumamente meritoria: los eruditos y los literatos, con la apología y la prensa diaria, poderosa herramienta de la que tanto abusan nuestros adversarios; los padres de familia y los maestros, con la educación cristiana de los niños y los jóvenes; los magistrados y representantes del pueblo, con la firmeza de los buenos principios y la integridad de carácter; todos, no obstante, profesando sin respeto humano sus convicciones religiosas. […]

Este es el deber de los católicos; el éxito final será de aquel que vela amorosa y sabiamente por su inmaculada Esposa, y de quien está escrito: «Iesus Christus heri, et hodie: ipse et in saecula» (Heb 13, 8). 

Fragmentos de: LEÓN XIII.
Pervenuti all’anno vigesimoquinto,
19/3/1902: ASS 34 (1901-1902), 515-532.

 

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