Una vez le preguntaron al gran San Ignacio de Loyola qué haría si le llegara un decreto del Papa en el que le ordenaba el cierre de la Compañía de Jesús. Con toda sencillez, respondió que necesitaría quince minutos para recogerse en la capilla y rezar ante el Santísimo Sacramento. Luego, asegurado el dominio de sí, lo empezaría todo de nuevo.1
Santo Tomás de Aquino, por su parte, llegó a afirmar que aprendió mucho más en las horas pasadas en adoración ante Jesús sacramentado que en sus años de estudio.2 Así pues, la vida de los santos está marcada por una ardiente devoción eucarística, ideal al que todo bautizado también debe aspirar.
«Dios está ahí»
A petición de sus hijos espirituales, Mons. João contó en varias ocasiones su primer encuentro con Jesús Hostia, cuando tan sólo tenía 5 años. Un día había salido con su madre, y al final de la tarde ambos entraron en la pequeña capilla de Nuestra Señora de los Dolores situada en el barrio de Ipiranga, de São Paulo, en el momento en que estaba terminando la adoración eucarística. Así describe él mismo la escena, en su última obra publicada en vida:
«La capilla se encontraba abarrotada. Todos estaban arrodillados, y las mujeres llevaban velo, en actitud de gran respeto. Contemplaban la hermosa custodia dorada, que relucía en el altar entre velas y flores. El niño también se arrodilló, fijando su mirada en la sagrada especie, que ni siquiera sabía que se llamaba hostia. Se sentía fuertemente atraído y, al mismo tiempo, tomado de un profundo temor religioso. Cuando terminó el canto, se hizo un silencio absoluto. Con la solemnidad habitual del ceremonial litúrgico de aquellos tiempos, el sacerdote se acercó al altar para dar la bendición, mientras los presentes se inclinaban en reverencia».3
Al asistir por primera vez a la bendición del Santísimo, una fuerte convicción se grabó en el espíritu del pequeño João: «¡Dios está ahí!»
Como era muy pequeño, pensaba: «No voy a bajar la cabeza, porque quiero ver qué va a pasar…». Y permaneció atento, observándolo todo a su alrededor. Cuando el sacerdote levantó la custodia y empezó a trazar la solemne cruz, una fuerte convicción se grabó en su espíritu: «Dios está ahí».
Aún no había comenzado a ir a clase de Catecismo, ni le habían dado ninguna explicación sobre el Sacramento del altar; sin embargo, debido a una profunda moción mística, sintió la presencia del Señor —en cuanto grandeza extraordinaria, aliada a una bondad sin límites— y tuvo ganas de pasar allí toda la noche.
«Ese primer contacto con la sagrada Eucaristía lo arrebató, y fue el punto de partida de una relación cada vez más intensa con Jesús sacramentado, anticipando en cierto modo las horas y horas que, a lo largo de décadas, pasaría en adoración ante el Santísimo expuesto».4
La Primera Comunión
Después de su primera confesión, hecha a los 9 años, el pequeño João regresó a casa con mucho cuidado, porque de ninguna manera quería manchar su alma con alguna falta y, en consecuencia, recibir la comunión de un modo menos digno a la mañana siguiente.
Al rayar el día 31 de octubre de 1948, se vistió con la ropa propia para la ocasión y se dirigió a la iglesia de San José de Ipiranga, donde comenzaría la misa a las ocho. Ocupó su lugar en los bancos, sintiéndose como en la antecámara del Cielo mientras transcurría la celebración. Al acercarse a la mesa de la comunión, su corazoncito de niño latía con fuerza, pues sabía que sucedería uno de los acontecimientos más importantes de su vida. Cuando el sacerdote depositó la sagrada especie en su lengua, «comprendió que recibía en sí el mayor tesoro de la faz de la tierra, y exclamó interiormente: “¡Dios está en mí! ¡Soy un sagrario!”. Y fue colmado de gracias muy sensibles de consolación y de incomparable felicidad, como nada en este mundo puede dar, acompañadas de la noción de que era santificado por dentro».5
A partir de entonces encontraría en el Santísimo Sacramento la fuerza necesaria para afrontar las luchas que la Providencia le tenía reservadas, el remedio para todas las dificultades, el consuelo en las aflicciones y un amigo íntimo con el que convivir en cualquier circunstancia.
Creciente devoción eucarística
Esta entrañable devoción no haría sino crecer con el tiempo. A los 16 años, desde el momento que él denominó su «conversión», considerado en otro artículo de esta edición, empezó a comulgar todos los días. Tal era su deleite que a menudo ayudaba como acólito en dos o tres misas seguidas, y sólo después regresaba a casa para desayunar y estudiar. Este hábito de la comunión diaria nunca se interrumpiría, ni siquiera, como hemos visto, durante el período en que tuvo que hacer el servicio militar.
Aquel primer contacto con la sagrada Eucaristía lo arrebató y constituyó el punto de partida de una relación cada vez más intensa con Jesús sacramentado
Ya como miembro de la obra del Dr. Plinio, en cierto momento, Mons. João fue admitido como ministro extraordinario de la sagrada comunión, habiendo distribuido la Eucaristía por primera vez en 1973. Tanto asombro lo invadió ante la insigne gracia de tocar la sagrada forma, en la que, bajo la apariencia de pan, Nuestro Señor Jesucristo está realmente presente, que tembló de emoción.
En numerosas ocasiones dijo en confianza que la adoración eucarística solemne tocaba su alma incluso más que la comunión. Y, al respecto, escribió en la carta en la que solicitaba la admisión al orden del presbiterado: «Junto al Santísimo Sacramento expuesto —ante el cual me encuentro— mi ser no sólo entraba en calma, sino que siempre me sentía angelizado y dispuesto a todos los holocaustos».6
Irresistible atracción
Siendo la vida misma (cf. Jn 14, 6), Jesús sacramentado vivifica a todos los que se acercan a Él. Por eso Mons. João, siguiendo las huellas de tantas almas eucarísticas, muchas veces lo comparaba con el sol, que da vida a todos los seres. Y así como el astro rey quema inexorablemente el rostro de quienes se exponen a sus rayos, el Santísimo ilumina y embellece el alma —mens impletur gratiæ!— del que se pone ante Él, lo que permitía a nuestro fundador discernir, por su gran sensibilidad eucarística, a aquellos de entre sus hijos que tenían la costumbre de frecuentar la capilla con asiduidad.
Movido por una atracción irresistible, siempre que surgía una oportunidad, Mons. João se dirigía a la capilla de la casa donde residía, para hacerle compañía a aquel que prometió: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20). En una época en la que el Santísimo Sacramento aún no era expuesto con frecuencia, tenía la costumbre de encender las velas del altar, abrir la puerta del sagrario y permanecer un tiempo largo en estado de quietud, conviviendo con el Señor.
En algunas ocasiones, solía acercar su cabeza dentro del sagrario, a semejanza de lo que otrora hiciera Santo Tomás de Aquino, «como para sentir palpitar el Corazón divino y humano de Jesús».7 Permanecía así, según afirmó, enteramente envuelto por la atmósfera creada por Jesús Hostia y libre de las preocupaciones demasiado terrenas del día a día. ¡Cuántas gracias recibió en esta bendita intimidad eucarística!
Cumpliendo un viejo deseo de su padre y maestro, Mons. João procuraba estar cerca de Jesús eucarístico incluso cuando realizaba sus trabajos diarios. De hecho, así decía el Dr. Plinio en 1965: «Cómo me gustaría entrar en la capilla y ver a los miembros del Grupo dibujando, leyendo, escribiendo, estudiando, todo con mucha discreción, evidentemente. Sería un paso más: no sólo rezar ante el Santísimo Sacramento, sino vivir en su compañía, porque la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo es algo, por así decirlo, “transincomparable”. Es propio de nosotros no sólo rezar, sino introducir todas las actividades de la vida en la atmósfera de lo sagrado. Una capilla que tuviera algo de sala capitular, de oratorio preponderantemente, de salón de armas y de despacho, esa sería nuestra capilla».8
Los artículos de su autoría publicados en esta revista, verbi gratia, Mons. João los escribía invariablemente en la capilla de la casa madre de los heraldos, ante el Santísimo Sacramento expuesto. Ponía una mesa y una silla en un sitio discreto y allí pasaba largas horas trabajando y, con su ejemplo, incentivaba a sus hijos a hacer lo mismo.
Obra consagrada a Jesús sacramentado
Con la muerte del Dr. Plinio, la responsabilidad del destino del movimiento que él había iniciado recayó sobre los hombros de Mons. João. Al sentirse, en su humildad, incapaz de sostener él solo a los que lo seguían y de afrontar las dificultades de todo tipo que esta tarea le acarrearía, comprendió que sólo había una salida: consagrarlo todo al Santísimo Sacramento. Plenamente concentrado, en el silencio de su habitación, se puso en espíritu ante el sagrario de la capilla de la casa y entregó toda la obra en manos de Jesús Hostia, seguro de que sería atendido.
Se abría una nueva etapa en la vida de Mons. João. Privado de la presencia física del Dr. Plinio, se aferraría más que nunca a Jesús eucarístico como a un ancla inamovible, apoyo firme y consejero infalible en todas las circunstancias. Y muchas de las gracias que anteriormente había recibido en el trato con su padre espiritual, empezó a sentirlas, con mayor intensidad si cabe, delante del Santísimo.
Mons. João procuraba estar cerca del Santísimo incluso durante sus trabajos cotidianos, y promovió que la adoración eucarística solemne se realizara en las casas de su obra
En 1998 expresó su deseo de instituir la adoración perpetua en alguna casa de su obra, lamentando, no obstante, que la realización de este deseo pareciera posible sólo en un futuro lejano. Pero la espera no se hizo sentir. El 1 de noviembre de 1999, a instancias de quien sería el asistente espiritual internacional de los Heraldos del Evangelio, esta devoción comenzó en la casa madre de la institución, el Éremo de São Bento, y luego se extendió a otras dos comunidades.
Tras la aprobación pontificia de los heraldos en 2001, promovió que la adoración eucarística solemne se realizara diariamente en el mayor número posible de casas, fomentando en sus hijos espirituales dicha devoción sin la cual nada se consigue, sea en el campo sobrenatural, sea en lo material. En efecto, «la Eucaristía, figurada por el maná, contiene también todo género de virtudes; es remedio contra nuestras enfermedades espirituales, fuerza contra nuestras cotidianas flaquezas, fuente de paz, de gozo y felicidad».9
Años más tarde, al entrar en la capilla de la adoración perpetua de la basílica de Nuestra Señora del Rosario, la primera iglesia erigida por él, Mons. João se emocionaría al ver realizado su sueño, y como oyendo al Señor decirle: «¡He asumido esta obra!».
Dos comuniones diarias… ¿y por qué no?
Llevando aún más lejos su devoción eucarística, a principios de 2004 Mons. João invitó a un sacerdote amigo a celebrar la santa misa después de su reunión diaria con los miembros de los Heraldos del Evangelio, costumbre que no existía hasta entonces. Esto se repitió durante varios días, y muchos se preguntaban si no estaría rezando por una intención especial.
Ordenado sacerdote, lo que más le conmovía al consagrar era el hecho de que un simple mortal, «prestándole» sus cuerdas vocales al Señor, hiciera que el propio Dios encarnado bajara a la tierra
En un momento de intimidad, algunos de sus hijos más cercanos, deseosos de penetrar en el corazón de su padre espiritual, le preguntaron el motivo de aquella secuencia de misas. Con toda sencillez, respondió que no buscada una gracia específica, sino que deseaba que todos pudieran comulgar una segunda vez, conforme lo permite el derecho canónico.10 Y explicó que sentía que, así como el mal avanzaba a pasos agigantados con vistas a perder las almas, el bien necesitaba hacer un progreso proporcional, porque de lo contrario los buenos no resistirían estos nuevos embates.
En una ocasión propicia, expuso lo mismo durante una reunión plenaria, subrayando que a partir de entonces adoptaría personalmente esta costumbre, sin querer imponerla de ningún modo a los demás. Sin embargo, enseguida la mayoría de sus hijos siguieron su ejemplo.
Hacer que Dios mismo baje a la tierra
Cuando recibió la ordenación sacerdotal en 2005, Mons. João, que siempre se había extasiado con el Santísimo Sacramento expuesto, no dudó en afirmar que la consagración del pan y del vino durante la misa lo arrebataba de una manera aún más sensible.
Al pronunciar las palabras de la consagración, como que constataba, a través de los velos de la fe, cómo Nuestro Señor Jesucristo realmente se hacía presente sobre el altar, impresión sobrenatural que se acentuaba con la especie del vino, por su semejanza con la sangre.
Lo que más le conmovía en esos momentos era el hecho de que un simple mortal, «prestándole» sus cuerdas vocales al Señor, hiciera bajar a la tierra al propio Dios encarnado. En sus manos se hallaba aquel que había obrado tantos milagros y que podía santificar, sanar cualquier dificultad y resucitar a todos los hombres al final de los tiempos. Eran gracias tan sensibles que, en el breve ínterin hasta la comunión, hacía varias comuniones espirituales, movido por una santa avidez de recibir cuanto antes a Jesús sacramentado.
Hacia la plena configuración con Jesús eucarístico
Bastaba asistir a una misa celebrada por Mons. João para constatar su fe ardiente y su amor apasionado por la Eucaristía. ¡Con cuánta concentración pronunciaba las palabras de la consagración, consciente de que, a su voz, Jesús «nacía» de nuevo sobre el altar! ¡Con cuánta piedad levantaba la hostia y el cáliz, con la mirada como transfigurada por tener el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad del Señor en sus manos! ¡Con cuánto recogimiento hacía la acción de gracias después de la comunión, a menudo contemplando con ternura un crucifijo o una imagen de la Virgen!
No obstante, esta devoción tan sincera, que conmovía a quienes la presenciaban e invitaba a imitarla, se sublimaba aún más cuando sobre ella se posaba la sombra austera y luminosa de la cruz de Cristo.
«El sacerdote es alter Christus y, a semejanza de su divino Maestro, debe ser una hostia inmolada a la gloria de Dios y consagrada a la salvación de las almas».11 Monseñor João era plenamente consciente de esa realidad y con semejante objetivo fue por el que entró en las vías sacerdotales, como él mismo declaró: «Quiero ser consumido como una hostia al servicio [de Jesús] en beneficio de mis hermanos y hermanas».12 Toda su existencia había sido una constante inmolación, pero el Señor anhelaba aún más, porque «tal es la perfección que corresponde al sacerdote».13
El amor a la eucaristía demostrado al celebrarla con tanta perfección y piedad, en circunstancias tan difíciles, se convirtió en su más elocuente homilía
En este sentido, como consecuencia del accidente cerebrovascular que sufrió en 2010, la Providencia le pidió que hiciera uno de los mayores sacrificios de su vida: abstenerse de celebrar la santa misa durante casi un año. Y a este sufrimiento se sumó una completa aridez con relación al Santísimo Sacramento, que duraría meses. Sin embargo, nada de esto hizo que tambaleara su amor por Jesús eucarístico.
Habiendo vuelto a ofrecer el santo sacrificio, un día Mons. João invitó al P. Bruno Esposito, OP, su íntimo amigo, a una de sus misas. Era una eucaristía inusual en todos los sentidos. El celebrante se hallaba en silla de ruedas, padeciendo las secuelas del ictus que le sobrevino, pero en nada disminuiría la compostura, la sacralidad y la devoción que siempre lo habían caracterizado. Toda la misa fue cantada y el ceremonial se distinguió por su esplendor. El sacerdote invitado siguió todo con gran respeto e incluso veneración. Terminada la celebración, se arrodilló ante Mons. João y gritó: «¡Gracias por la homilía!».
Nuestro fundador lo miró con cierta extrañeza, pues no había dicho ni una sola palabra a los asistentes… ¿A qué se refería? El sacerdote explicó entonces que la homilía era su «testimonio», es decir, el amor demostrado a la eucaristía y a sus hijos espirituales al celebrarla con tanta perfección y piedad en aquellas circunstancias.
Y así lo hizo hasta que sus fuerzas ya no se lo permitieron. Hasta el último momento no dejó de asistir, siempre que le fue posible, al santo sacrificio y de comulgar atentamente, con un fervor que sorprendía a sus acompañantes al trascender claramente su estado físico en el transcurso del día.
Quizá la devoción eucarística de Mons. João haya alcanzado entonces su apogeo, configurándolo con Jesús Hostia no sólo como sacerdote, sino también como víctima, y preparándolo para el encuentro definitivo con el Redentor. ◊
Notas
1 Cf. DAURIGNAC, J. M. S. Santo Inácio de Loyola. 4.ª ed. Porto: Apostolado da Imprensa, 1958, p. 334.
2 Cf. JOYAU, OP, Charles-Anatole. Saint Thomas d’Aquin. Tournai: Desclée; Lefebvre et Cie, 1886, pp. 162-163.
3 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Lima: Heraldos del Evangelio, 2021, t. I, pp. 37-38.
4 Idem, pp. 38-39.
5 Idem, pp. 50-51.
6 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Carta a Mons. Lucio Ángelo Renna, OCarm. São Paulo, 25/4/2005.
7 BENEDICTO XVI. Audiencia general, 23/6/2010.
8 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Charla. Amparo, 12/10/1965.
9 SAN PEDRO JULIÁN EYMARD. Obras eucarísticas. 4.ª ed. Madrid: Ediciones Eucaristía, 1963, p. 312.
10 Cf. CIC, canon 917.
11 BEATO COLUMBA MARMION. Jesucristo, ideal del sacerdote. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1953, p. 74.
12 CLÁ DIAS, Carta a Mons. Lucio Ángelo Renna, op. cit.
13 BEATO COLUMBA MARMION, op. cit., p. 75.