La noche del 18 o 19 de julio del 64 d. C. fue escenario del suceso que marcará hasta el fin del mundo el reinado del emperador Nerón. Un verano tórrido azotaba a los habitantes de Roma, capital de la potencia cuya inmensidad se extendía hasta los límites del mundo conocido por entonces. Las trompetas de alarma anunciaron la hecatombe: un incendio de proporciones insólitas, propagado a través de las cabañas de madera amontonadas por la ciudad, devastaba todos los monumentos, los cuales componían el más expresivo corolario de la cultura grecolatina.
El drama duró cerca de ciento cincuenta horas, liquidando casi toda la urbe. He aquí a la gloriosa Roma de los Césares convertida en un teatro infernal; no había más que polvo y cenizas.
Los «culpables»
¿Cuál habrá sido la chispa que detonó esa catástrofe?
A los ojos de muchos sobrevivientes, se trataba de un mero accidente, ocasionado por las intensas temperaturas estacionales y potenciado por la madera de las viviendas de la ciudad. Sin embargo, nadie descartaba la posibilidad de un atentado: ¿quién se beneficiaría del crimen? Se sabe que Nerón deseaba reconstruir los principales edificios romanos al estilo de Alejandría, según un plano majestuoso. Tales proyectos, sumados a otras afirmaciones suyas y algunos rumores, convirtieron al emperador en el principal sospechoso.
Se le añadía, además, que incluso antes de que la capital se incendiara, el gobierno de Nerón había comenzado un período de verdadera tensión. Se cumplían cinco años desde que había encargado matar a su madre, Agripina; e igualmente había ordenado degollar a su propia esposa, Octavia, para cederle el lugar a una concubina.
Tamañas iniquidades no ayudaban a exonerarlo de los rumores. Temiendo sufrir algún atentado, Nerón percibió que necesitaba limpiar su reputación ante el pueblo. Para eso tenía que encontrar un chivo expiatorio. Y eligió a los cristianos para el holocausto: aquellos marginados de la sociedad encajarían como anillo al dedo en el papel de culpables.
En una noche de agosto, dentro del propio circo de Nerón, lugar donde hoy se encuentra la Basílica de San Pedro, cristianos de todas las edades y ambos sexos fueron ferozmente torturados, degollados, cazados como fieras y sometidos a las peores vejaciones morales, todo a la luz de antorchas compuestas por personas vivas, para saciar la sed de sangre de la población exaltada. No obstante, el garbo y la alegría con los que aquellos héroes de la fe se entregaban al suplicio, seguros del premio que les esperaba, aterrorizaba a los paganos.
Víctima de sí mismo
Nerón pensaba haber solucionado las desavenencias con sus súbditos; dulce ilusión, que no tardó mucho en desvanecerse y dar paso a la realidad, es decir, a la pesadilla.
La noche del 9 al 10 de junio del año 68, Nerón se despertó oyendo por la ventana de su palacio la voz de una multitud que rugía diciendo: «¡Muerte al matricida!». Y enseguida previó el futuro que le aguardaba: en la mejor de las hipótesis, ser colocado dentro de un saco de cuero que era cosido y arrojado al Tíber, conforme prescribía el Derecho Romano como pena para ese género de asesinos.
Llamó a la guardia real, pero percibió que ya no había nadie dispuesto a protegerlo. El déspota era ciertamente torturado por su propia conciencia con suplicios mucho más atroces que los de los cristianos de los que él se había aprovechado.
Finalmente, la tarde del 11 de junio, prefirió ser víctima de sí mismo: acabó sus días atravesándose, entre llantos, un puñal por su garganta.
De rudo soldado a césar
Otro caso paradigmático de la suerte que le espera a los perseguidores de la Iglesia ocurrió trescientos años después del reinado de Nerón. Al ver el crecimiento demográfico y la constante insurrección de los pueblos sometidos al dominio romano, Diocleciano sintió la necesidad de dividir el gobierno en una tetrarquía. Habría una bipartición del Imperio —Oriente y Occidente—, en que cada mitad quedaría bajo el mando de un augusto, el cual nombraría un césar, auxiliar con jurisdicción propia cuya función consistiría en aprender el arte del mando, convirtiéndose en sucesor natural del trono. Diocleciano, que optó por Oriente, eligió como césar a un tal Galerio, soldado rudo cuyo simple aspecto, en palabras de Lactancio, «inspiraba terror solo su aspecto».1
Cuando se organizó la tetrarquía romana, hacía treinta años que los cristianos disfrutaban de un régimen de tolerancia, pues Diocleciano no le imputaba a la verdadera fe la mínima amenaza para su dominio. De tal forma la religión se había extendido durante el armisticio que muchos cargos importantes del imperio estaban en manos de cristianos, e incluso a la esposa y a la hija del augusto de Oriente les era profundamente simpática.
¿Cómo se desencadenó entonces la persecución, considerada la más sangrienta de todas?
Aunque las causas parecen poco claras, se sabe que Galerio desempeñó al menos un papel importante. Fue él quien instigó a Diocleciano a iniciar una purga en el ejército, pues afirmaba que había una insubordinación por parte de los seguidores de Jesús. Entonces se resolvió que todos los militares cristianos deberían sacrificar públicamente a los ídolos, bajo pena de una ignominiosa degradación.
Sin embargo, esto le parecía poco a Galerio, que permanecía a la espera de mejores oportunidades…
Atroces martirios
Para requerir del emperador una decisión ofensiva contra la Santa Iglesia, vinieron al encuentro del césar pretextos tan convenientes, que resultaba difícil no sospechar que fueran ocasionados por algo más que simple casualidad. Los alrededores del palacio de Diocleciano se incendiaron dos veces, atentados por los cuales Galerio culpó a los cristianos. El augusto, sintiéndose rodeado de delincuentes, pirómanos y asesinos, acabó por desencadenar la persecución que habría de recrudecerse en etapas sucesivas. La Historia no posee relatos de martirios tan atroces como los de este período.
Eusebio de Cesarea, autor de la más antigua narración sobre la Historia de la Iglesia y testimonio ocular de muchos de aquellos hechos, relata que algunos cristianos eran «desgarrados por todo el cuerpo empleando conchas en lugar de garfios, hasta que perdían la vida. […] Otros morían amarrados a árboles y ramas: tirando con unas máquinas juntaban las ramas más robustas y extendían hacia cada una de ellas las piernas de los mártires, luego dejaban que las ramas volvieran a su posición natural. Así habían inventado el descuartizamiento instantáneo de aquellos contra quienes probaron tal tortura».2 Y estas son tan sólo algunas muestras…
¿Estaría el Dios vengador haciendo justicia?
Tras la toma de posesión de Galerio como augusto de Oriente en el 305, cinco años de violentos suplicios aún continuaron desarrollándose hasta que en el 310 el perseguidor fue acometido por una trágica enfermedad: el cáncer. Toda la parte inferior de su cuerpo no era más que una llaga supurante, mal agravado por el clima caliente, por la precaria higiene y las primitivas cirugías de la época.
El miedo lo abrumaba. Galerio era supersticioso, y su fe pagana, por muy sincera que pareciera, siempre había descansado en la antigua ley del talión. ¿Estaría algún dios vengador haciéndole justicia por los doce años de inflexible masacre de inocentes?
Entonces pensó que podría negociar con Cristo de la misma manera que solía hacerlo con el Sol: la vida y la salud, a cambio del final de la persecución. El augusto promulgó enseguida un edicto de tolerancia, el más benévolo que se había visto hasta entonces. Infelizmente, esto no impidió que la enfermedad siguiera su curso.
La última jugada del imperio pagano
No mucho tiempo después de la desafortunada «retractación» de Galerio, el emperador Constantino concedía la libertad a la Iglesia, a través del Edicto de Milán. Fue una victoria para la fe, y la Roma de los césares era cada vez más y más conquistada por el pacífico dominio de Cristo.
Los años pasaron y en el 331 nació un sobrino del emperador: Juliano. Hijo de padres cristianos, fue el único sobreviviente, junto con un medio hermano suyo, del asesinato de su familia en el 337. El joven tenía algo de místico, y a los 16 años llegó a anhelar el sacerdocio; no obstante, San Gregorio Nacianceno, que lo conoció, también habla de su exaltación y del ardor casi enfermizo que se observaba en su comportamiento.3
Los dramas de una juventud atribulada contribuyeron a que abandonara las filas cristianas, a fin de adherir a las fastuosas filosofías neoplatónicas.
En el 351 fue llamado por Constancio, sucesor de Constantino, para que asumiera el cargo de césar y administrara la Galia. Su éxito se reveló total como gobernador y como combatiente en la batalla contra los germanos, lo que aumentó su fama entre el pueblo y ante el emperador.
El ascenso de Juliano a la púrpura en el 361, debido a la muerte de Constancio, fue una consecuencia natural y se convirtió en una auténtica contraofensiva del paganismo, la última gran jugada de una tradición destinada a la desaparición.
A lo largo de su viaje hacia Constantinopla para tomar posesión del imperio, se reabrían los viejos templos y los sacerdotes paganos salían a aclamarlo a gritos por las calles.
La conciliación opresora
Al principio de su reinado, Juliano prefirió limitarse a demostrar su preferencia por las falsas religiones, sin usar la fuerza. Como un veneno aplicado con cautela, el emperador iba cediendo poco a poco los cargos administrativos, ocupados en su mayoría por bautizados, a los paganos que tenían más afinidad con él, además de recompensar a aquellos miembros de la Iglesia que quisieran apostatar. Paradójicamente, escribía a los sacerdotes de los dioses aconsejándoles que imitaran las virtudes cristianas. Sin duda, un subliminal certificado de carencia.
Al cabo de unos meses, no obstante, la situación cambió. Juliano pasó a adoptar actitudes más severas, como la aplicación de un decreto que ordenaba la restauración del culto idolátrico en aquellas iglesias del imperio que antaño hubieran sido templos de los dioses. Pero los cristianos ya estaban demasiado asentados como para que no hubiera resistencia.
En diversas regiones ocurrieron episodios sangrientos, como el caso del obispo de Aretusa, el cual había salvado a Juliano de una carnicería en el 337, y que fue torturado hasta la muerte como castigo por un ataque a las prácticas paganas. Igualmente asesinaron a presbíteros ortodoxos en sus enseñanzas, por lanzarse contra los ídolos. En fin, una nueva era de persecución se perfilaba en el horizonte del cristianismo, y todos temían su desenlace. Juliano llegó a desaprobar públicamente algunos excesos por parte de los idólatras, pero tales actitudes no eran la conclusión lógica de su política «conciliadora» entre el cristianismo y el culto pagano.
Ahora bien, incluso estos últimos resquicios de seudotolerancia ecuménica no tardaron en caer. Entre el 362 y el 363, el emperador comenzó a escribir abiertamente contra la santa religión. Afirmaba que la «maquinación cristiana» era una invención de la malicia humana, y que Cristo no era más que un simple hombre, una especie de anarquista cuyos principios arruinarían la sociedad si se aplicaran. Pero esos alaridos durarían poco.
El final por un despiste
En junio del 363, mientras se bate en retirada durante una batalla en la peligrosa campaña en el actual Irán, Juliano acude en socorro de su retaguardia, pero lo hace tan precipitadamente que se olvida de vestir la coraza. Un dardo lo alcanza en el hígado. Lo llevan a su tienda, donde fallece durante la noche.
La muerte de este jefe de 32 años se revela tan nítidamente providencial que enseguida se difunde que en su último aliento habría exclamado, refiriéndose al Señor: «¡Venciste, Galileo!».
Este hecho es puesto en duda por los historiadores. En cualquier caso, parece innegable su simbolismo. Después de todo, la luz prevalece sobre la iniquidad. Roma —rica, poderosa, influyente, corrupta, sórdida, apóstata— se dobló ante el poder abrumador de la verdad: «Cayó, cayó la gran Babilonia. Y se ha convertido en morada de demonios, en guarida de todo espíritu inmundo» (Ap 18, 2).
¿Un castigo?
¿Se puede afirmar que las historias de estos emperadores tienen un denominador común? Las actitudes de los tres personajes —Nerón, Galerio y Juliano— constituyeron un rechazo al mayor tesoro que Dios dejó en esta tierra: la Santa Iglesia Católica. Y tuvieron un final que no imaginaron cuando se sentaron en el trono por primera vez.
¿Persiguieron a la verdad con malévolas intenciones o por desvarío de sus pasiones? ¿Por dolo o por pusilanimidad ante las influencias externas? No se puede conocer el interior del hombre, pero probablemente lo hicieron por una combinación de todos esos factores. Sin embargo, el hecho es que los perseguidores pasaron; Cristo, no obstante, permanece.
Así pues, cabe considerar las palabras de Gamaliel ante el sanedrín: «En el caso presente, os digo: no os metáis con esos hombres; soltadlos. Si su idea y su actividad son cosa de hombres, se disolverá; pero, si es cosa de Dios, no lograréis destruirlos, y os expondríais a luchar contra Dios» (Hch 5, 38-39). ◊
Notas
1 DANIEL-ROPS. A Igreja dos Apóstolos e dos mártires. São Paulo: Quadrante, 1988, p. 387.
2 EUSEBIO DE CESAREA. Histoire Ecclésiastique. L. VIII, c. 9, nn. 1-2: SC 55, 17.
3 Cf. DANIEL-ROPS, op. cit., p. 547.