Cuando San Miguel descendió sobre Irlanda

Skellig Michael: ese es el nombre de una isla del Atlántico que posee una misteriosa presencia del arcángel San Miguel. Su historia se remonta a los tiempos de San Patricio, pero presenta una importante lección para nuestros días.

Por extraño que pueda parecerle a quien contempla la escarpada isla-montaña Skellig Michael, ésta ha sido señalada como «un lugar santificado por mil años de oración».1

Casi perdida en el mar, a once kilómetros de la costa irlandesa, atrae a unas 11 000 personas al año para emprender una arriesgada excursión, donde se puede conocer de cerca la atmósfera sobrenatural creada por los hechos que allí tuvieron lugar. En efecto, las construcciones de su cumbre, aunque se asemejan más a colmenas prehistóricas que a viviendas humanas, fueron levantadas por manos que supieron llevar a cabo obras de fe y de piedad.

Sin más preámbulos —y sin tener que subir la musgosa escalera que, llena de toda clase de curvas, da acceso a la cima—, desvelemos un poco de su historia, envuelta en las brumas del tiempo…

De las tinieblas a la luz

En el siglo V, el gran San Patricio comenzó la epopeya de arrancar a la nación irlandesa de las garras del paganismo.

La tierra situada al noroeste de Europa, que sería denominada en tiempos venideros como La isla de los santos, yacía por entonces en manos de los druidas y del politeísmo celta. Así se entiende que al Apóstol de Irlanda le cupiera el papel de ser su exorcista. Encender allí la antorcha de la fe significaba, ante todo, repeler serpientes venenosas, sapos, magos y, principalmente, a los seres invisibles que oprimían a las almas. Él fue quien apartó al pueblo «del culto a los ídolos y a los espectros, venció y destruyó los fetiches que adoraban, expulsó de entre ellos a los demonios y los espíritus malignos y los sacó de las tinieblas del pecado y del vicio conduciéndolos hacia la luz de la fe y de las buenas obras».2

Su osada ofensiva resultó en una retumbante victoria para la Santa Iglesia. Una vez despejado el campo, la Palabra del Evangelio echó en él profundas raíces. La isla se convirtió en un foco del monacato para Europa y sus misioneros estuvieron a la vanguardia del desbaste de nuevos terrenos para la fe.

Hasta hoy día, muchos son los que se maravillan al constatar cómo un hombre consiguió tamaño éxito casi por sí solo, de una manera tan duradera. Aunque el manso Patricio nunca llegó a considerar su misión así. Su grandeza residía esencialmente en admirar e incluso emocionarse de su propia pequeñez en cuanto instrumento del Todopoderoso. Su efectividad radicaba en saber a quién apelar en los momentos de dificultad.

El sumo rey de los ángeles

Según la tradición registrada en el siglo XIII por monjes irlandeses, San Patricio empujó a los demonios hasta la costa suroeste de Irlanda, a un lugar aislado. Se trataba de un peñasco de casi veintidós hectáreas, fuera de la península Iveragh, en mitad del Atlántico. A fin de derrotarlos y expulsarlos definitivamente, con los brazos levantados, el patriarca recurrió al auxilio celestial, invocando al arcángel San Miguel.

He aquí entonces que los cielos se iluminaron y un ejército angélico apareció en la cima bajo el mando de ese sumo rey de los ángeles. Lucharon contra los demonios, arrojándolos al océano. Después del exterminio, los espíritus celestes se congregaron en torno de su general y regresaron al Cielo. El arcángel, sin embargo, dejó su escudo milagroso en la montaña.

La punta de la espada de San Miguel

Invocado por San Patricio, San Miguel apareció con su ejército celestial en la cima de la isla y arrojaron al océano a los demonios
San Miguel derrota al dragón – Museo Nacional de Arte Occidental, Tokio

Que San Miguel tiene predilección por ese lugar es un hecho que hasta la geografía subraya. El monasterio de Skellig Michael está situado en el extremo de una línea recta imaginaria que une siete santuarios miguelinos, de Irlanda a Israel, configurando en el mapa la forma de una espada.

A lo largo de la misteriosa y famosa «espada de San Miguel», cada sitio está marcado por una especial presencia y acción del arcángel. La mayoría de esos santuarios están construidos sobre montañas y algunos, en islas, como el célebre Mont Saint-Michel, en la costa de Normandía, o el Saint Michael’s Mount, en Cornwall, Inglaterra. El monasterio de Skellig Michael es el más alejado de todos, siendo, por tanto, la «punta de la espada».

Subiendo al Skellig Michael hoy

Los que lo visitan en la actualidad, realizan una jornada inolvidable. El viaje en barco, de sí, ya constituye una aventura. Ahora bien, es sólo el primer escollo. Al llegar al término, los peregrinos se encuentran con un auténtico peñasco que hay que escalar. Mientras se están preparando para la subida, escuchan las directrices acerca de los riesgos y de la ausencia de comodidades turísticas de la isla…

La belleza de la cumbre, no obstante, se vuelve para todos en una amplia recompensa. Desde aquella altura se tiene una vista de pájaro —o, mejor, ¡de un arcángel guerrero!— del territorio irlandés.

Allí, la naturaleza parece impregnada de la belleza espiritual de San Miguel. Las aves marinas sobrevuelan los desafiantes abismos, simbolizando la superioridad del príncipe de la milicia celestial sobre los infiernos. Los vientos enfurecen a las olas, haciéndolas espumar contra las rocas, representando, sin duda, la fuerza de impacto irresistible con que el condestable del Altísimo se lanzó contra Satanás. Los rayos y truenos, que a menudo vienen a coronar ese escenario, nos hacen intuir el grito de aquel que fue el primero en defender los derechos del Creador: «Quis ut Deus», ¿quién como Dios?

La vida en medio del océano

Sobre la vertiginosa cima también hay un monasterio, conservado en su forma original desde mediados del siglo VI, cuando fue construido bajo el abadiato de San Finiano de Clonard, uno de los padres del monacato irlandés y maestro de los llamados Doce Apóstoles de Irlanda.

Ahora bien, quizá muchos se pregunten cómo pudieron haber sobrevivido allí tantos monjes, a doscientos dieciocho metros sobre el nivel del mar… ¡Más aún tratándose de irlandeses, que se caracterizan por su ternura, musicalidad y sociabilidad! ¿Habrán sido los religiosos de Skellig Michael unos «súper hombres» que se despertaban en sus austeras celdas ávidos por bajar los seiscientos setenta escalones que ellos mismos habían excavado en la roca, para pescar su desayuno; o que esperaban con gusto las peligrosas idas a la isla contigua —la Lit­tle Skellig— para recoger huevos para la comida; o también, que agregaron al monasterio, compuesto de celdas, oratorio y más tarde una iglesia, un eremitorio solitario en un rinconcillo particularmente agreste, en la cima sur, por mero espíritu de aventura?

Una vida de este tipo sólo puede ser entendida como fruto de un arrobamiento de entusiasmo sobrenatural. La rudeza del edificio y la austeridad de las costumbres allí vividas atestiguan la sustancia y la fe de aquellas almas que hicieron una radical entrega de sí mismas a Dios y lo abandonaron todo, hasta el punto de alojarse en el paraje más extremo del mundo conocido hasta entonces. Estos varones consagraron su existencia a atraer gracias del Cielo sobre una nueva cristiandad. Su dulzura consistía en sentirse vinculados a la comunión de los santos, compenetrados de que sus actos repercutían en los acontecimientos de la Santa Iglesia, en su época y en todos los tiempos.

Su intenso comercio con lo sobrenatural se puede vislumbrar en este relato de un viajero británico a Irlanda en el siglo XII: «En la parte sur de Munster, […] hay una isla con una iglesia dedicada a San Miguel, famosa por su santidad ortodoxa desde tiempos muy antiguos. Hay una piedra fuera del pórtico de esta iglesia, en el lado derecho, parcialmente fijada en la pared, con un hueco en su superficie, que cada mañana, por los méritos del santo a quien está dedicada la iglesia, [por un milagro] se rellena con tanto vino como convenga para el servicio de las misas del día siguiente, según el número de sacerdotes que hay allí para celebrarlas».3

La constancia de aquellos monjes que allí vivían enseña a los católicos de hoy a acompañar a la Iglesia en su calvario, con un dolor que no se limita a ver a Dios ofendido, sino que se levanta y grita: «Quis ut Deus?»

A la vanguardia en todas las iniciativas

En medio de una rutina de oración, estudios y trabajos, los religiosos edificaron con sabiduría las distintas partes del monasterio. Sus curiosas celdas o clocháns, redondeadas por fuera y rectangulares por dentro, que podían albergar a una comunidad de doce miembros, resistían maravillosamente a las fortísimas lluvias atlánticas y servían tanto para vivir como para almacenar provisiones. Los monjes también cultivaban huertos detrás del muro construido para resguardarse de la intemperie; y tan eficaz era ese «cortavientos» que sus plantaciones producían el doble que otras tierras de Irlanda. Por otra parte, desarrollaron un sofisticado sistema de purificación del agua.

Su principal cualidad, no obstante, era estar siempre activos en la vida de la Iglesia. Además de que los monjes bautizaron a muchos bárbaros, el lugar funcionó como pujante centro monástico hasta el siglo XIII y, después, como punto de peregrinación. Durante la época de las leyes penales decretadas contra los católicos en Inglaterra e Irlanda, debido a la Revolución protestante, la bendecida isla acogió a los fieles que querían permanecer unidos a la doctrina inmutable de la Santa Iglesia.

Vinculo entre el pasado y el futuro

El Skellig Michael fue un foco de unión entre el Cielo y la tierra, y perduró como vínculo entre un bendecido pasado y un glorioso porvenir. De hecho, la santidad allí vivida contiene una lección para los días actuales.

Las almas mediocres podrían afirmar que sería inútil para los fieles de hoy cultivar la audacia de un San Patricio o la constancia de aquellos monjes que impulsaron una ardua cristianización del mundo. Su ejemplo, sin embargo, enseña que el auténtico católico es aquel que sabe acompañar a la Santa Iglesia en sus dolores, en sus pugnas y en sus exigencias morales, sean las que fueren.

En estos días en que, lamentablemente, ella es atacada, perseguida y desfigurada, cumple a sus hijos acompañarla en su calvario, asumiendo un dolor «lleno de llanto, de desolación verdadera, un dolor de arcángel, que no se limita a ver a Dios ofendido, sino que se levanta y dice “Quis ut Deus?”, e inicia la batalla contra el demonio para arrojarlo en lo más profundo de los infiernos».4 

 

Notas


1 O’DONOGHUE, Noel Dermot. The Angels Keep Their Ancient Places. Edinburgh; New York: T&T Clark, 2001, p. 4.

2 O’DONAVAN, John. Annals of the Kingdom of Ireland by the Four Masters. 2.ª ed. Dublin: Hodges, Smith, and Co., 1856, v. I, pp. 155; 157.

3 GERALDO DE GALES. «Topography of Ireland». In: WRIGHT, Thomas (Ed.). The Historical Works of Giraldus Cambrensis. London: George Bell & Sons, 1894, p. 95.

4 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Charla. São Paulo, 13/9/1971.

 

1 COMENTARIO

  1. Al igual que San Patricio luchó contra la herejía y los demonios en el siglo XIII, en estos momentos nos aclamamos al príncipe de la milicia celestial, San Miguel, para que ayude en la batalla actual que se libra en casi todo el orbe. Brille su espada contra Satanás y nos libre de todo mal.

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