Cuando el Espírito Santo actúa…

Sabemos que el divino Paráclito inspira a las almas a dar un buen consejo. Pero… ¿también hace que lo necesiten y lo busquen?

Las maletas ya casi estaban listas. Fabiola acababa de empaquetar lo necesario para el viaje de su esposo. Y Teresa, hija única del matrimonio, sabía de qué se trataba.

Su padre era el Dr. Timoteo, profesor catedrático de la mejor universidad del país, un hombre muy culto y honrado. Había sido invitado por una facultad de otra ciudad para que impartiera una serie de conferencias sobre las grandes navegaciones emprendidas por los portugueses.

Teresa se enorgullecía muchísimo de su padre y lo amaba de todo su corazón. Quería estar con él y ayudarle en esa importante tarea. Así que insistía:

—Papá, déjame ir contigo. ¡Por favor!

Tanto lo pidió que el corazón de su padre, y el de su madre, no pudieron resistirse… Pero ¿qué podría hacer una niña para auxiliar a tan experimentado profesor? El padre pensó un poco y tuvo una idea:

—Sabes, Tere —como llamaba a su hija—, estaba pensando publicar un libro con mis estudios acerca de la navegación. Entonces, hagamos lo siguiente: grabarás las conferencias que daré, para que luego me ayuden a escribir el libro. ¿Podría ser, querida mía?

—¡¡¡Sí!!! —y se echó al cuello de su padre para agradecerle la confianza que depositaba en ella.

—Pero hija, presta atención: esto requiere mucha responsabilidad y seriedad, ¿lo entiendes?

—Ya lo sé, papá.

A la tarde siguiente, los dos se despidieron de Fabiola y se marcharon.

Las conferencias transcurrieron sin contratiempos y tuvieron mucho éxito. El último día, una larga fila de profesores y estudiantes esperaban para saludar al Dr. Timoteo, darle las gracias e incluso tomarse algunas fotografías con él.

Teresa esperaba de pie, mirando la escena. Pero los minutos pasaban y los saludos no terminaban nunca… Cansada, se sentó y siguió observando el movimiento.

«Bueno —pensó—, voy a comprobar cómo han quedado las grabaciones». Fue a coger el magnetófono del bolsito que llevaba consigo y… ¿Dónde se ha metido? ¡No estaba allí!

«¡No es posible! Lo he sujetado todo el tiempo, ¡no puede ser! Ay, Dios mío, ¿adónde lo habré puesto?».

Buscó en las sillas, en el suelo, en la mesa de mezclas, en el dispensador de agua, en todos los sitios del auditorio. Tras un rato de infructuosa búsqueda, constató que había perdido el aparato… Se sentía avergonzada por su falta de responsabilidad, y su corazoncito ya se estaba encogiendo de dolor por disgustar a su amado padre y perjudicar la redacción de un libro que ciertamente le daría una fama enorme. Al ser una niña, las lágrimas y los sollozos se volvieron inevitables; se escondió en un rincón y dio rienda suelta a sus sentimientos.

Teresa no se daba cuenta, pero el Espíritu Santo actuaba en ella. De esa amable visita —por increíble que parezca— procedía su aflicción, para que poco después se le concediera el consuelo… ¡y una hermosa lección!

De repente, ve a sus tíos y a su prima Cecilia en la puerta de entrada. La familia, que vivía en esa ciudad, no había podido asistir a las conferencias del Dr. Timoteo, pero no perdieron la oportunidad de al menos ir a felicitarlo.

Tras un rato de infructuosa búsqueda Teresa constató que había perdido la grabadora… Su corazoncito se encogía de dolor por disgustar a su amado padre y perjudicar la redacción de su libro

Cecilia vio a Teresa a lo lejos y fue corriendo a abrazarla. Pero cuando se acercó, se sorprendió al ver la tristona fisonomía de su prima.

—Teresa, ¿qué ha pasado? ¿No eres feliz de estar aquí?

— Más o menos… ¡Me acaba de ocurrir lo peor! —hizo silencio unos instantes y se afligió por haber entristecido a su pariente tan querida—. Lo siento, no debí presentarme así delante de ti.

Cecilia tenía un corazón noble y, por eso, nunca dejaría de socorrer a su prima. Tampoco se daba cuenta de que el Espíritu Santo actuaba en ella. Recientemente había recibido el sacramento de la Confirmación, y el don del consejo obraba en su interior para ayudarla a intuir rápidamente qué hacer, ya que este don auxilia en casos repentinos, imprevistos y difíciles, que requieren, no obstante, soluciones rápidas.

Tras algunas insistencias, Teresa acabó revelando el motivo de su tristeza.

—La verdad es que… no sé cómo resolverlo. ¡La única solución es rezar! —comentó Cecilia.

Entonces ambas, sentadas una al lado de la otra, cruzaron las manos sobre el pecho, cerraron los ojos y pidieron ayuda de lo alto. El divino Paráclito actuaba de diferente manera en las dos almas: a una le inspiraba que pidiera un consejo, a la otra le concedía el acertado consejo. Sin embargo, las conducía hacia el mismo fin.

De repente, Cecilia abrió los ojos y dijo:

—¿Qué hay en la parte de fuera del auditorio? —la pregunta parecía sin sentido y desconectada de la angustia reinante…

—No lo sé —respondió Teresa.

—Vamos a averiguarlo; hay cosas interesantes en esta facultad. Además, si te quedas pensando en ese problema, seguirás con la fisonomía abatida. Necesitas distraerte.

Ambas empezaron a andar por los pasillos del edificio, pero sin alejarse demasiado de su familia. En determinado momento se escucha:

—¡Buaaa! —Teresa rompió a llorar otra vez.

—¡Venga ya! —se quejó Cecilia—. Tienes que salir de ti misma y olvidarte de eso.

Mientras regañaba puerilmente a su prima, se oye un ruido. Al girarse, vieron a la empleada de limpieza, con recogedor, escoba, friegasuelos, bayetas, cubos y productos, subiendo las escaleras. Como no podía llevarlo todo, se le cayeron varios de estos utensilios.

—Teresa —exclamó Cecilia con decisión—, la mejor manera de superar los problemas es preocuparse por los demás. ¡Ayudémosla!

Cogiendo a su prima del brazo, se dirigieron hacia la mujer. Recogieron todo lo que podían y la acompañaron hasta un almacén para guardar allí el material. Junto a ese lugar, encontraron una caja con un cartel que decía: «Objetos perdidos». A Teresa se le abrieron los ojos y sus esperanzas se reavivaron. La destapó y, para gran consuelo suyo, ¡lo único que allí había era su grabadora! Estaba tan eufórica que saltaba de contento, abrazando a su prima y a la limpiadora.

Las niñas regresaron rápidamente al auditorio y se encontraron con su familia en la entrada. Teresa se lanzó a los brazos de su padre para narrarle lo sucedido y, sobre todo, para contarle la infalible acción del Espíritu Santo en las almas de quienes, con prontitud, escuchan su voz silenciosa.

Recordemos: la voz del Consolador a menudo se hace oír en nuestro día a día a través de un buen consejo, ya sea de nuestros padres, profesores o incluso de alguien que está a nuestro lado y no imaginamos siquiera que pueda servir de instrumento de Dios para con nosotros. Ante cualquier dificultad, sepamos, con serenidad, confiar en su inspiración, pues Él guiará continuamente el rumbo de nuestras vidas, siempre que le seamos dóciles y flexibles. ◊

 

1 COMENTARIO

  1. Que hermoso cuento, lo compartiré con mis colegas para que se los cuenten a sus alumnos.
    El Espíritu Santo siempre está ahí para ver a quien ayuda.
    Muchas gracias.

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