María es Madre de la Iglesia no sólo porque es Madre de Jesucristo y su más íntima compañera en la «nueva economía, al tomar de Ella la naturaleza humana el Hijo de Dios, a fin de librar al hombre del pecado»,1 sino también porque «resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos».2 En efecto, así como toda madre humana no puede limitar su misión a la generación de un nuevo hombre, sino que debe extenderla a las funciones de alimentación y de educación de la prole, así se comporta la Bienaventurada Virgen María.
Cooperadora en el desarrollo de la vida divina en las almas
Después de haber participado en el sacrificio redentor del Hijo, y ello en modo tan íntimo que mereció ser proclamada por Él Madre no sólo del discípulo Juan, sino —permítasenos afirmarlo— del género humano representado de alguna manera por él. Ahora, desde el Cielo, Ella continúa cumpliendo su maternal misión de cooperadora en el nacimiento y desarrollo de la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos.
Es ésta una muy consoladora verdad, que por libre beneplácito de Dios sapientísimo forma parte integrante del misterio de la salvación humana: por lo tanto, ha de mantenerse como de fe por todos los cristianos. […]
Correspondencia perfecta y ejemplar a la gracia
Conviene, además, tener presente que la eminente santidad de María no fue tan sólo un don singular de la liberalidad divina: fue también el fruto de la continua y generosa correspondencia de su libre voluntad a las mociones interiores del Espíritu Santo. Y en razón de la perfecta armonía entre la gracia divina y la actividad de su naturaleza humana es como la Virgen dio suma gloria a la Santísima Trinidad y se ha convertido en gloria insigne de la Iglesia, como ésta la saluda en la sagrada liturgia: «Tú eres la gloria de Jerusalén; tú, la alegría de Israel; tú, el honor de nuestro pueblo».
La eminente santidad de María fue fruto de la continua correspondencia de su libre voluntad a las mociones interiores del Espíritu Santo
Admiremos, pues, en las páginas del Evangelio, los testimonios de tan sublime armonía. María, luego que por la voz del ángel Gabriel fue asegurada de que Dios la elegía para Madre inmaculada de su Unigénito, sin dudarlo un momento dio su propio consentimiento a una obra que habría de empeñar todas las energías de su frágil naturaleza: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
Desde ese momento se consagró enteramente al servicio no ya sólo del Padre celestial y del Verbo Encarnado, hecho Hijo suyo, sino también al de todo el género humano, habiendo comprendido bien que Jesús, además de salvar a su pueblo de la esclavitud del pecado, sería el Rey de un Reino mesiánico, universal e imperecedero (cf. Mt 1, 21; Lc 1, 33). […]
Alabanza e imitación de sus excelsas virtudes
Ahora bien, ante tanto esplendor de virtudes, el primer deber de cuantos reconocen en la Madre de Dios el modelo de la Iglesia es el de unirse a Ella en dar gracias al Todopoderoso por haber obrado en María cosas grandes para beneficio de toda la humanidad.
Pero esto no basta. Igualmente es un deber de todos los fieles tributar a la fidelísima Esclava del Señor un culto de alabanza, gratitud y amor, porque, conforme a la sabia y dulce disposición divina, su libre consentimiento y su generosa cooperación en los planes de Dios han tenido, y todavía tienen, una gran influencia en el cumplimiento de la salvación humana. […]
Sin embargo, ni la gracia del divino Redentor, ni la poderosa intercesión de su Madre y nuestra Madre espiritual, ni su excelsa santidad podrían conducirnos al puerto de la salvación, si a ellas no correspondiera nuestra perseverante voluntad de honrar a Jesucristo y a la Virgen Santa con la devota imitación de sus sublimes virtudes. Por consiguiente, es deber de todos los cristianos imitar con ánimo reverente los ejemplos de bondad que les ha dejado su Madre celestial. […]
Vértice del Antiguo Testamento, aurora del Nuevo
Si contemplamos ahora a la humilde Virgen de Nazaret en la aureola de sus prerrogativas y de sus virtudes, la veremos brillar ante nuestra mirada como la nueva Eva, la excelsa Hija de Sion, el vértice del Antiguo Testamento y la aurora del Nuevo, en la que se realizó la «plenitud del tiempo» (Gál 4, 4), predestinada por Dios Padre para el envío de su Hijo unigénito al mundo.
En verdad, la Virgen María, más que todos los patriarcas y profetas, más que el «justo y piadoso» Simeón, ha esperado e implorado «el consuelo de Israel, […] el Mesías del Señor» (Lc 2, 25-26), y luego con el cántico del magníficat ha saludado su advenimiento, cuando Él descendió a su castísimo seno, para asumir nuestra carne.
Receptáculo rebosante de gracia
Es por ello por lo que la Iglesia señala en María el ejemplo del modo más digno de recibir en nuestro espíritu el Verbo de Dios, conforme a la luminosa sentencia de San Agustín: «María fue, por lo tanto, más feliz al recibir la fe en Cristo que al concebir la carne de Cristo. De suerte que la consanguinidad materna de nada le habría servido a María, si Ella no se hubiera sentido más afortunada por acoger a Cristo en su corazón que en su seno». […]
Su libre y generosa cooperación en los planes de Dios ha tenido, y todavía tiene, una gran influencia en el cumplimiento de la salvación humana
Lo que debe estimular aún más a los fieles a seguir los ejemplos de la Virgen Santísima es el hecho de que el propio Jesús, al dárnosla por Madre, tácitamente la ha señalado como modelo a seguir; pues es natural que los hijos tengan los mismos sentimientos que sus madres y reflejen sus méritos y virtudes.
Por tanto, como cada uno de nosotros puede repetir con San Pablo: «El Hijo de Dios me ha amado y se ha entregado a sí mismo por mí» (Gál 2, 20; cf. Ef 5, 2), así con toda confianza puede creer que el divino Salvador le ha dejado, también a él, a su Madre en herencia espiritual, con todos los tesoros de gracia y de virtud, con que la había colmado, a fin de que los derramara sobre nosotros con el influjo de su poderosa intercesión y nuestra voluntariosa imitación.
Con toda razón, pues, afirma San Bernardo: «Al venir a Ella el Espíritu Santo, la colmó de gracia para sí misma; al inundarla de nuevo el mismo Espíritu, Ella se hizo superabundante y rebosante de gracia también para nosotros». ◊
Fragmentos de: SAN PABLO VI.
Signum magnum, 13/5/1967.
Notas
1 CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.º 55.
2 Ídem, n.º 65.