A semejanza del edelweiss, flor predilecta de los alpinistas, que germina en altitudes difícilmente accesibles, determinados atributos de alma están reservados a aquellos que se disponen a escalar los pináculos de la virtud.

 

Las eternas y virginales nieves de los Alpes, contra las cuales constantemente soplan gélidos vientos, coronan con nobleza los picos de imponentes formaciones rocosas.

Durante el siglo XIX, quizá impulsados por la nostalgia del espíritu épico que tanto brilló en la Europa de antaño, muchos jóvenes se lanzaron a conquistar las cimas de aquellas montañas que sus antepasados se limitaron a contemplar. Obtuvieron como recompensa la vista de panoramas grandiosos, la satisfacción del objetivo logrado con proeza y, tal vez, algo de fama…

Inesperadamente, también fueron galardonados con un sencillo tesoro dotado de bello simbolismo. Aquellos osados pioneros se encontraron con una minúscula joya de la naturaleza vegetal, hasta entonces admirada únicamente por las águilas: el edelweiss (del alemán, pronunciado edelbáis, «blanco noble» o «blanco puro»), una pequeña, alba y aterciopelada flor que pasaría a ser el emblema del montañismo.

Flor de edelweiss fotografiada en el valle de Queyras (Francia)

Al ser endémica de las alturas y nada fácil de encontrar, se consideraba, con aires de leyenda, que esa flor revestía a su poseedor de un halo de valentía y atrevimiento inédito. Así, Francisco José I la eligió, en 1907, como símbolo de las tropas de montaña del Imperio austrohúngaro; en Suiza, los rangos más altos del ejército la usaron como insignia, en sustitución de las estrellas; y, durante la Primera Guerra Mundial, fue otorgada como medalla a las tropas alemanas que demostraban un insigne valor.

En su sencillez y candor, fue muy apreciada igualmente por la aristocracia austriaca, que adornaba sus trajes con ricas joyas inspiradas en ella. Poco a poco esa mítica planta, conocida también por los franceses como étoile des Alpes —estrella de los Alpes—, celebrada en poemas y canciones, se estableció definitivamente en el firmamento de la cultura del Viejo Continente.

Muchas veces Dios les manifiesta las realidades metafísicas más sublimes a los hombres cuando éstos alían la contemplación admirativa de la naturaleza a la tradición. Y de ello el edelweiss nos ofrece un nítido ejemplo. En efecto, quien analiza y medita con espíritu sobrenatural los aspectos y reflejos transcendentes contenidos en esa flor encontrará algo de un valor más refinado: una catequesis, un mensaje del Creador.

La castidad —la pureza del cuerpo y del alma, simbolizada en la aparente fragilidad y blancura de esa planta— únicamente nace como un renuevo de la nieve inmaculada que es la devoción a María Santísima y la conservan tan sólo las almas verdaderamente combativas, osadas y audaces que, habiéndose hallado en las alturas de la perfección cristiana, deciden luchar para alcanzarla. Se trata de almas valientes, no confiadas en sus propias fuerzas, sino solamente en la gracia que nos viene a través de la Virgen, abandonadas en sus brazos maternales como el edelweiss al sol de las montañas.

Las «almas edelweiss», al recibir los últimos rayos del astro rey, sin marchitarse se elevan finalmente sobre la tosca materia, para resplandecer con otro brillo… No como étoiles des Alpes ni como refinadas joyas en el vestido de una princesa terrena, sino con fulgores sobrenaturales, están destinadas a adornar la corona de aquella cuya santidad perfuma el orbe entero, la Reina y Soberana María, invocada como Splendor Firmamenti

 

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