Conversación y conversión

A la hora de la brisa vespertina, Adán hablaba con Dios en el paraíso (cf. Gén 3, 8). Creado a su imagen y semejanza, el hombre se dirigía a Él por medio del diálogo, con toda la admiración y la confianza de un hijo. La Sagrada Escritura no registra esos coloquios, pero podemos imaginar cuán sublimes serían. Y era tanta la importancia que el Altísimo le daba al lenguaje oral, que quiso hacer partícipe al hombre de su obra creadora confiándole el encargo de ponerle nombre a los animales (cf. Gén 2, 19-20).

Sin embargo, por la palabra también la serpiente enredó a nuestros primeros padres, los cuales recibieron, como castigo por el pecado, el mandato divino de retornar a la tierra de donde se habían originado: «Con grandes fatigas sacarás de ella el alimento mientras vivas» (Gén 3, 17). Luego apremiaba una penitencia cotidiana como un modo de conversión a la primavera espiritual perdida.

Como se sabe, el origen de la palabra conversión se refiera a un completo retorno. Con esta denotación, se puede decir que el primer hombre debería regresar a Dios por medio de las agruras de la tierra, incluso porque él es polvo y al polvo ha de volver (cf. Gén 3, 19).

Durante la historia del pueblo elegido, Dios lo mantenía siempre atento a su alianza (cf. Gén 17, 4), invitándolo al constante «retorno» a Él y amenazándolo si prevaricaba: «Sólo a vosotros he escogido de entre todas las tribus de la tierra. Por eso os pediré cuentas de todas vuestras transgresiones» (Am 3, 2).

Desde el principio de su predicación, Jesús también invitó a sus oyentes a la conversión, entendida como un completo cambio de mentalidad: «Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos» (Mt 4, 17). No obstante, para llegar a ser un auténtico cristiano no bastaba una entrega inicial solamente. Quiso el Redentor firmar una alianza con sus discípulos a través de la convivencia, en especial por medio de la conversación. No sin motivo, la palabra conversión tiene la misma raíz que conversación: conversar también es un «volverse», específicamente hacia un interlocutor. Durante sus coloquios, Jesús enseñaba valiéndose de parábolas, solucionaba problemas, amonestaba a sus oyentes; en fin, indicaba que la conversión es un ejercicio cotidiano de relación «conversada» con Él.

La más extraordinaria de las conversiones demuestra el significado de ese «retorno»: Saulo tuvo que ser literalmente arrojado al suelo a fin de que abriera los ojos hacia aquel que antes perseguía; aunque su conversión sólo se consumó mediante la «conversación», es decir, por su íntima relación con el Salvador (cf. Gál 1, 12). Así pues, según revelaciones privadas dignas de consideración, Pablo estuvo tres años en el desierto conviviendo diariamente con el divino Maestro antes de convertirse en el Apóstol de las gentes.

Entonces podemos concluir que Dios ciertamente desea nuestro ayuno, pero éste no sirve de nada si «devoramos» (cf. Gál 5, 15) al prójimo con palabras mordaces. Ansía también nuestro arrepentimiento, y anhela verlo traducido en un continuo cambio de vida, que fructifique en buenas obras. Además, espera de nosotros el silencio, no como un modo de «retorno» a nosotros mismos —o sea, una «introversión»—, sino más bien para dirigir nuestros corazones al confiado diálogo con Él. Quiere, finalmente, la penitencia como forma de retornar a la tierra y reparar el pecado, pero sin que ello impida elevar nuestra mirada al Cielo. De hecho, en la patria definitiva ya no habrá necesidad de conversión, pues allí conversaremos eternamente con el Creador. 

Confesión en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)

 

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