¿Acaso nuestra vida no le pertenece a Dios? ¿No es verdad que Él cuida de nosotros con infinito desvelo paterno, a cuyo conocimiento no le escapa siquiera un pelo del cabello que se desprenda de nuestra cabeza?

 

Cierta vez, realizando exploraciones en el interior de Rusia, un ingeniero alemán se encontró con un pino gigantesco atravesado en la boca de un profundo abismo. El árbol fue derribado por una violenta tormenta siglos antes y con el paso del tiempo se había transformado en una piedra sólida. En aquel momento, yacía allí para servir de puente fuerte y seguro para los transeúntes.

San Gerardo Majella – Iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y San Alfonso, Montevideo

Otro hecho, en esta ocasión sacado de la vida de San Gerardo Majella, ardiente discípulo e hijo espiritual de San Alfonso María de Ligorio: tras haber sido acusado de inmoralidad y existiendo cartas que «probaban» tal calumnia, su venerable fundador le prohibió comulgar y entrar en contacto con personas fuera de su Orden, lo que le supuso sufrir más de dos meses la vejación y la sospecha de sus hermanos de vocación. Esta alma honesta, consciente del fraude que le manchaba su dignidad, aceptó ser tratado como un delincuente por su propio superior —¡santo, además!—, a quien tanto amaba.

¿Qué vínculo hay entre esas dos situaciones, aparentemente tan distintas?

Lo que llevó al santo redentorista a superar tamaña prueba con serenidad fue la certeza de que su existencia estaba en las manos de Dios, que trazaba, entre espinas, el camino a través del cual subiría al Cielo y cumpliría su misión. San Gerardo tenía grabada a hierro y fuego en el fondo de su alma la convicción inquebrantable de que no sería abandonado. No temía recibir noticias funestas, porque su corazón, como el del salmista, estaba «firme, confiado en el Señor» (Sal 111, 7).

Tal actitud está bien ilustrada por la situación del pino. Todo indicaba que sería como los demás: alto, fuerte, robusto. En sus ramas vivirían pájaros y ardillas. Quizá un día, cuando muriera, se fabricarían muebles de primerísima categoría con su madera… Hasta que una ingente borrasca lo tiró al suelo.

Cabe señalar, no obstante, que la furia del viento hizo que cayera de una manera providencial: sus extremos quedaron cada uno a un lado del precipicio. Y, resignado con su triste destino, se fue petrificando lánguidamente a lo largo de los años hasta que adquirió una utilidad que jamás habría podido pensar.

El enorme árbol derrumbado ilustra los sinsabores y desafíos que la vida arroja en el transcurso de la existencia humana: una quiebra financiera, el fallecimiento de un ser querido, un defecto personal que nunca conseguimos vencer… En situaciones como estas, lo que nos mantiene firmes son las certezas arraigadas en la fe que llevamos dentro del alma, como ocurrió con San Gerardo Majella durante el período de incomprensión.

¿Acaso nuestra vida no le pertenece a Dios? ¿No es verdad que Él cuida de nosotros con infinito desvelo paterno, a cuyo conocimiento no le escapa siquiera un pelo del cabello que se desprenda de nuestra cabeza (cf. Mt 10, 30)? ¿No tenemos la mejor protectora del mundo, la propia Madre de Dios? ¿Alguna vez se oyó decir que alguien que ha acudido a la Santísima Virgen fue desamparado por Ella?

Árboles petrificados fotografiados en Namibia, a la izquierda, y en Navajo (EE. UU.), en el centro y a la derecha

¡Qué interesante imagen la de la madera petrificada! Antes, un simple leño; posteriormente, rígida y hermosa piedra, con la cual se puede fabricar objetos, rosarios, decoraciones… ¡o incluso un puente! Esto significa que cuando sobre nuestros hombros se descarga el peso de las desgracias, dificultades y tristezas no podemos dejarnos afligir nunca. Por mucho que los males nos abatan, la Providencia se valdrá de ellos para hacer nuestras almas más fuertes y decididas, resultando en beneficio para nosotros y para las generaciones futuras, a ejemplo del santo redentorista. 

 

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