Cómo nos libramos de la impenitencia y del orgullo

Los dos hermanos de la parábola del hijo pródigo son paradigmas de cómo debemos comportarnos ante el perdón que Dios quiere darnos a nosotros y a los demás.

IV Domingo de Cuaresma (Domingo «Lætare»)

El hijo pródigo pecó gravemente contra Dios y contra su padre. Ni siquiera el movimiento sincero de su conversión está exento de interés personal: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre» (Lc 15, 17). Sin embargo, acepta con sencillez la humillación de ser perdonado y las manifestaciones de alegría de su padre por haberlo recuperado con vida. Nunca habría imaginado una reacción semejante, pero, ciertamente sorprendido, se deja perdonar.

De hecho, es tan importante querer perdonar como aceptar el perdón ofrecido. Ambas actitudes son elementos necesarios para que se produzca una verdadera restauración.

¿Y el hijo mayor? ¡No ha pecado jamás! O al menos eso es lo que él piensa de sí mismo: «No he desobedecido nunca una orden tuya» (Lc 15, 29). ¿Será verdad que jamás había pecado contra su padre? Nemo repente fit summus, nada grande se hace de repente: si en ese momento culminante va contra los deseos de su padre con respecto de su hermano, quiere decir que ya lo había hecho antes… Sí, el hijo mayor pecó; pecó de orgullo, de ira, de envidia. Y rechazó la insistente invitación de su padre a participar del perdón otorgado a su hermano. ¿Habrá pecado sólo levemente? Esa es una buena pregunta…

Evidentemente, es Dios mismo quien le habría concedido todas y cada una de las gracias al hijo ingrato que había dilapidado los bienes de su padre, desde los primeros remordimientos de conciencia «cuando todavía estaba lejos» (Lc 15, 20), así como al hijo orgulloso que no quería perdonar. Como el maná dado gratuitamente a los israelitas durante cuarenta años en el desierto, recordado en la primera lectura (Jos 5, 9a.10-12), así distribuye Él sus gracias a los pobres pecadores. En rigor, el artífice de la conversión es siempre el Señor, pero ésta nunca se produce sin el consentimiento del alma pecadora, que debe aceptar ser curada. ¿Cuál habrá sido la reacción final del hijo mayor? La parábola no lo dice.

La liturgia de este Domingo «Lætare» nos invita a la alegría. Ésta consiste en dos actitudes diferentes pero armónicas. Por una parte —como el hijo pródigo—, dejarse perdonar con sencillez, aceptando la misericordia de Dios humildemente. Por otra —haciendo lo contrario del hijo mayor—, saber perdonar a los demás, acatando con sumisión el perdón que Dios quiere concederles.

La Divina Providencia dispuso que María Santísima hiciera posible lo que afirma San Pablo en la segunda lectura: «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados» (2 Cor 5, 19). Es Ella quien obtiene de Dios la gracia de la conversión para los «hijos pródigos», para los «hijos mayores»… y también para nosotros. Pidámosle a Nuestra Señora que nos libre de la impenitencia y del orgullo. ◊

 

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