Un hombre reducido a la mitad de sus movimientos naturales dejó para la Historia una lección inolvidable, derrotando a la «invencible» armada inglesa en Cartagena de Indias.
El mar Mediterráneo asistía sereno a la aproximación de una tempestad más. Rayaba el día 24 de agosto de 1704 y cerca de las costas de Gibraltar, al sur de la península Ibérica, dos imponentes Armadas se daban cita. De un lado, ingleses y holandeses, una formidable flota «compuesta por sesenta navíos de línea, varias fragatas, con un total de 3600 cañones y casi 23 000 hombres».1 Del otro, saliendo hacia la conquista del estrecho, franceses y españoles unían sus banderas bajo las órdenes de Luis Alejandro de Borbón, conde de Toulouse e hijo de Luis XIV, y luchaban en nombre de su majestad Felipe V, nieto del Rey Sol recién asentado en el trono de España. Era el inicio de la Guerra de Sucesión.
Las fuerzas estaban equiparadas. En torno a las diez de la mañana las últimas órdenes sonaron, los barcos maniobraron y se dispusieron, de ambos lados, en tres bloques, a fin de cercenar al enemigo.
En la nao capitana franco-española, un joven oficial de 15 años pasaba revista a una línea de cañones. Un sudor frío caía por su frente, pero con paso firme, semblante circunspecto y voz definida inspiraba respeto y mantenía su autoridad, reprimiendo en su interior un miedo rebelde. El silencio agudo que antecede a las grandes calamidades anunciaba los postreros segundos antes de la deflagración general y le oprimía el corazón. Emociones del bautismo de fuego; era su primera batalla.
A lo lejos se oyó el estrépito sordo y grave de los primeros cañonazos. Enseguida, llamas, temblores, humo, destrozos. Silbaban las balas, saltaban las paredes y, con ellas, los hombres. Con dificultad se escuchó la voz de mando: «¡Fuego!».
El joven oficial, ¿dónde estaba? Una inclemente bola de plomo le había llevado mitad de su pierna izquierda. Deprisa fue encaminado hasta el «quirófano» —eufemismo para designar la terrible y mal iluminada mesa de amputaciones que, bajo el nivel del mar, acogía a los heridos en batalla. Se deslizaba en sangre. Toda la pericia del cirujano se medía en cronómetro, pues cuanto más tardara, mayor sería el peligro de que el paciente no resistiera la hemorragia o contrajera alguna infección.
Pusieron al joven sobre la mesa de operaciones: le hicieron tragar una buena «dosis» de aguardiente y, a continuación, le colocaron una cinta de cuero entre los dientes, todo a modo de anestesia.
La operación comenzó por extraerle los últimos trozos de carne que aún colgaban de su rodilla. Después, con una sierra, se le cortó la tibia y el peroné. Finalmente, el muñón fue sumergido en brea hirviendo para detener el sangrado. Todo esto en menos de un minuto.
El muchacho soportó tales horrores con una bravura ejemplar, cuyo eco llegó a oídos de Luis XIV. Admirado, éste le concedió el título de Alférez de Bajel de Alto Bordo, al que Felipe V le acrecentó otras mercedes.
Este pequeño héroe oriundo de una modesta aristocracia de la localidad guipuzcoana de Pasajes de San Pedro, al norte de España, se llamaba Blas de Lezo y Olavarrieta.
La vida en el mar
¿Cómo reaccionaría un joven de 15 años tras semejante desventura? Sin duda, sufriría un trauma irreversible y abandonaría la carrera que ni siquiera había tenido oportunidad de empezar.
Pero no estamos en el siglo XXI. Blas de Lezo contemplaría aún muchas aventuras más. Si su vida se remontara a los tiempos medievales, el hombre moderno la contaría entre las leyendas; no obstante, como nació en febrero de 1689,2 podemos nombrarlo entre los héroes y narrar aquí, con precisión, su fascinante historia.
Blas aprendió a moverse con agilidad sobre una muy incómoda pierna de madera, que enseguida le valió el mote de «anka motz», en lengua vasca, es decir, el «pata palo».3 Bien adiestrado en andar e incluso en cabalgar, lo admitieron de nuevo a bordo.
Su nombre reaparece en la Historia en una misión de defensa de la ciudad de Peñíscola, donde participó del incendio de un barco inglés de 60 cañones. En agosto de 1705 fue convocado al auxilio que la marina franco-española prestaría a la ciudad de Barcelona, asediada por los opositores de Felipe V. En esta ocasión comandaría una pequeña embarcación, rodeada por navíos ingleses. El osado oficial ordenó que se usaran «balas rojas», bolas de plomo incandescentes. Incendió un barco enemigo y escapó del cerco en medio de nubes de humo.
Sediento de proezas por encima del mero deber, don Blas de Lezo fue destinado como teniente de fragata, con tan sólo 18 años, a la defensa del Castillo de Santa Catalina, en Tolón, desde el cual avistó una poderosa flota inglesa que se aproximaba. Parecía que la Providencia ponía a prueba la valentía del joven cojo, que esta vez tuvo la desdicha de perder el ojo izquierdo. Pero también sobrevivió a tan peligrosa lesión, que podría haberle costado la vida.
¿Habrá desistido de una carrera expuesta a tantos riesgos… —diría alguien quizá— «innecesarios»? No. En 1714 estaba al frente del navío Nuestra Señora de Begoña, también conocido como Campanela, de 70 cañones, con el cual participó en las operaciones de bombardeo de la ciudad de Barcelona, durante la guerra de sucesión que asolaba España. En uno de los embates, Blas perdió definitivamente el movimiento del antebrazo derecho, sus huesos y tendones quedaron destrozados.
Aquel «medio hombre», perseguido y tantas veces acariciado por la muerte, no se consideraba malogrado lo suficiente para que su conciencia lo dispensara del deber y de la aventura.
El 3 de febrero de 1737 zarpó hacia una nueva misión, al mando de un convoy con dos navíos principales: Conquistador y Fuerte. Su destino: América. Por segunda vez Blas de Lezo cruzaba el Atlántico. Estos viajes no eran nada fáciles, pero proporcionaban en aquella época grandes períodos de silencio y reflexión. En ese enorme y armonioso claustro llamado mar, ¡cuántas premoniciones no deben haber asaltado al desapegado capitán! El mayor desafío de su vida le esperaba al otro lado del océano.
Cartagena de Indias
El día 11 de marzo Blas pisó tierra firme. Abarcó enseguida, de una sola mirada, la formidable bahía de Cartagena y el lastimoso estado de sus fortificaciones. No había tiempo que perder. La ciudad, puerto «llave» de la colonización española en América Latina, había sido blanco de ataques y amenazas de todo tipo.4 Y las previsiones para el futuro no eran nada alentadoras. Un espía español, conocido por el apodo de El paisano, había obtenido en Jamaica informaciones muy seguras y precisas de que los ingleses pretendían colapsar el comercio y dominio español, cuyo objetivo principal era precisamente Cartagena de Indias.
Levantando el ánimo de una guarnición indolente, Blas reforzó la defensa de la ciudad. Participaba en los trabajos de construcción «no como corresponde a un general, sino como el último de los grumetes»,5 dando a todos ejemplo y estímulo.
Los planes de reparación y ampliación del general de la armada iban bien encaminados cuando se anunció que estaba próxima la llegada del virrey de Nueva Granada, don Sebastián de Eslava y Lasaga. Militar instruido y experimentado, muy celoso de su gran reputación ante la corte, parecía casi la antítesis de Blas de Lezo, que malamente pudo ocultar su decepción al oír sus primeras palabras. Lo veía quejarse del viaje y llorar sus penas, mientras una tripulación asombrada descargaba el barco en silencio. Ciento cincuenta cuerpos habían sido lanzados al mar durante el trayecto, víctimas del hambre o del escorbuto.
Un viaje terrible. Pero un marino como Blas —para el que el hambre, el escorbuto o el fuego enemigo no eran una novedad, y las privaciones de largos viajes no significaban otra cosa que los deberes de su oficio— no podía empatizar con un comandante que asumía su posición entre lloriqueos y lamentos…
Pese a ello, Blas se adelantó y le informó a Eslava del estado de las defensas de Cartagena y, sobre todo, le transmitió las últimas noticias acerca del avance inglés. No obstante, el virrey le restó importancia a esto último y le manifestó su idea de que el objetivo más probable sería La Habana y no Cartagena…
Hasta el final, Eslava sería de la escuela de los optimistas. Con respecto del trabajo realizado por Blas de Lezo no hizo más que destacar deficiencias —bien observadas, por cierto— con una sonrisa amigable.
Primeras amenazas
El día 13 de marzo de 1740 despuntó en el horizonte una pequeña escuadra inglesa, la cual abrió fuego para tentar a los defensores a salir de sus posiciones y mostrar sus fuerzas. Pero Edward Vernon, vicealmirante de la flota, sabía que aún no era el momento oportuno para el asalto. Estaba aguardando refuerzos y tan sólo quería hacer un reconocimiento de la ciudad. En esa espera, encargó a sus hombres otras misiones por los alrededores, para que el estruendo de pequeñas conquistas resonara aumentado en el Parlamento británico en honor de su nombre.
La flota inglesa regresó entonces a Jamaica para ultimar los preparativos, antes del ataque a Cartagena de Indias. Allí recibió un considerable refuerzo que arrojó «un total de 170 barcos y 30 000 hombres».6
Mientras tanto, continuaban los arreglos y reformas en las fortificaciones de Cartagena. Se levantaron baluartes de madera, se ampliaron las murallas y se verificó el estado de la enorme cadena de hierro que impedía el ingreso en la bahía. Eslava, «aún sin estar plenamente convencido de la eventualidad del ataque inglés», llevaba a cabo lo que desde hacía años venía haciendo Blas de Lezo, «sin que por ello se le reconociese su trabajo».7
Los españoles, por su parte, no habían recibido más refuerzos. Solamente contaban con seis navíos de guerra, con 460 piezas de artillería.
Comienza el ataque inglés
La probable tempestad se convirtió en realidad: el 13 de marzo de 1741 las velas de casi 180 embarcaciones despuntaron en el horizonte.
La armada inglesa se aproximó y bordeó toda la costa hasta el sur de la ciudad. En este recorrido abrió fuego contra las murallas, destruyendo las baterías de Chamba, San Felipe y Santiago.
Blas de Lezo se encontraba en el Castillo de San Luis de Bocachica, importante construcción que defendía la entrada de la bahía al sur. De allí le pidió a Eslava 300 hombres. Éste, molesto, le envió 150, a quienes les ordenó al día siguiente que regresaran a la ciudad…
El día 20 de marzo ocurrió lo más temido: los ingleses iniciaron el desembarco para asaltar la fortaleza de San Luis, incomparablemente más vulnerable por tierra. Con una multitud de nativos de Jamaica, cerca de 1000, empezaron la construcción de un primer campamento y de una batería.
Mientras proseguían la avanzada terrestre, Vernon le ordenó a la armada que bombardeara la fortaleza. Fueron repelidos muchas veces por la artillería de las murallas y de la batería de San José que, desde el otro lado del canal llamado Bocachica, también abría fuego. En un solo día esta última quedó inutilizada por completo. No obstante, cuál no sería la sorpresa de los invasores cuando, en la jornada siguiente, la batería abrió fuego nuevamente, pues había sido reconstruida durante la noche bajo las órdenes del incansable Blas de Lezo ¡con tierra y restos de navíos!
A las siete y cuarto de la mañana del día 2 de abril de 1741 los españoles se llevaron una gran sorpresa. Los árboles en la dirección de Tierra Bomba habían desaparecido en un instante, desvelándose la espantosa escena de veinte cañones de cuatro libras y cuarenta morteros. Blas, semanas antes, le había insistido a Eslava que cortara todos los árboles de la isla, al objeto de evitar esa clase de emboscada… Aun así, como en otras muchas ocasiones, no fue escuchado.
Entonces Eslava convocó un consejo de guerra en la nao capitana Galicia. Durante el caluroso debate entre los oficiales, una bala de cañón entró en el camarote y destrozó la mesa sobre la que estaban trabajando, cuyas astillas se desperdigaron por todas partes, hiriendo levemente a Eslava; pero Blas de Lezo reunió algunas «condecoraciones» más a su cuerpo ya tan honrado por el fuego enemigo.
En su diario, en el cual hace poquísimas menciones de sus hazañas y es aún más lacónico sobre sus dolores, tan sólo anotó: «A las nueve de la mañana fui herido en un muslo y en una mano».8 Se negó a ser evacuado y continuó discutiendo con Carlos Desnaux sobre la mejor manera de abandonar la posición en San Luis.
En poco tiempo los ingleses conquistaron la entrada de la bahía, llegando hasta la última línea de defensa de los españoles. Estos iban abandonando y destruyendo fortalezas que, según la opinión de Eslava, serían posiciones insustentables. Blas, no sin razón, se indignaba, pues quería venderle cara al enemigo cada posición que fuera necesario dejar.
Para colmo de los altercados entre los dos comandantes, Eslava ordenó hundir los últimos dos navíos que les quedaban, para obstaculizarles el paso a los ingleses, lo que no tuvo utilidad alguna. Sin embargo, incluso anticipándose a estos desastres y, a veces, dejando escapar algunos zarpazos de su ira contenida, Blas siempre mantuvo intacta su obediencia a la autoridad legítimamente constituida.
Inesperada victoria
En ese ínterin, Vernon ya estaba cantando victoria. Envió a Inglaterra a la fragata Spence, al mando del capitán Lowes, con la noticia de la inminente toma de Cartagena. Allí «inminente» se tradujo por «indiscutible». Se dispararon salvas desde la Torre de Londres, repicaron las campanas y se llegó a distribuir monedas conmemorativas, en las que Blas de Lezo —con las dos piernas…— figuraba arrodillado ante el comandante británico y con la inscripción: «El orgullo español humillado por el almirante Vernon».
El 20 de abril de 1741, no obstante, se dio un misterioso episodio que decretó el fin de la invasión inglesa.
Vernon se decidió por la toma del Castillo de San Felipe de Barajas, a pesar de las reticencias del general de infantería, Thomas Wentworth, quien veía inviable tal empresa. En el silencio de la noche, dos grupos avanzaron por el bosque cerrado: uno tenía como objetivo alcanzar el castillo por el norte; el otro, por el sur. Pero el resultado fue desastroso. El guía de una de las guarniciones, un español desertor, les hizo girar durante toda la noche por el bosque. Cuando llegaron a los pies de la fortaleza ya era de día y el efecto sorpresa se perdió. De todas formas, siguieron con la operación. Pusieron las escaleras en las posiciones más estratégicas, pero constataron enseguida que éstas no tenían la altura suficiente, porque Blas de Lezo había mandado cavar un foso en torno de la muralla.
El hecho, casi anecdótico, le costó a la tropa su derrota que, despavorida ante el fuego enemigo, dejó atrás munición, armas, hombres y las escaleras… Los españoles siquiera esperaron órdenes y saltaron en persecución de la infantería a bayoneta calada.
Después de este vergonzoso fracaso, Vernon no tuvo otra elección que la de reunir a sus oficiales en consejo en la Princess Carolina, despotricar contra la incompetencia de Wentworth, culpar al Gobierno por no haberle enviado los refuerzos anhelados y dar orden de batirse en retirada.
¿Qué había sucedido? ¿Cómo, de un momento para otro, pasó la victoria de los atacantes para los defensores?
La verdad es que el ejército inglés estaba en una auténtica calamidad. En las bodegas de sus barcos, transformados en «hospitales», sin médicos ni adecuadas condiciones sanitarias, los hombres se aglutinaban, compartiendo infecciones y gusanos. Mucho antes que Vernon, las tropas exhaustas se habían convencido de que Cartagena costaría más de lo esperado.
Los ingleses se retiraron paulatinamente, inutilizándolo todo por el camino y manteniendo el fuego contra el enemigo para que no fueran perseguidos. La maniobra duró una semana y sirvió, en parte, para no dejar a los hombres ociosos y desmoralizados.
Blas constató la victoria y, con la sencillez de quien no mira hacia sus propios méritos y nada le puede sorprender ya en esta vida, solamente menciona en su diario que los enemigos daban indicios de retirarse.9
El héroe anónimo
Las velas enemigas desaparecieron en el horizonte y, finalmente, Cartagena tuvo tiempo para contemplar el precio de la victoria en sus ruinas aún calientes.
El heroísmo refulgente de Blas de Lezo sería prontamente reconocido por sus más allegados. Tantos servicios prestados a su patria, a su rey y —por qué no decirlo— a su religión no podían caer en el olvido.
Sin embargo, el eco natural de su honor fue acallado. El primero que escribió sobre la victoria a la corte española fue el obispo de Cartagena, Mons. Gregorio de Molleda. Contrariando su misión de pastor, defensor y proclamador de la verdad, este clérigo se manchó con la culpa de una poco velada difamación. En su precipitado relato de la defensa de Cartagena de Indias, todas las alabanzas fueron hechas a la afamada figura del virrey Sebastián de Eslava, que, a pesar de las escandalosas rebeliones de un tal Blas de Lezo, obtuvo un éxito brillante…
A continuación, el propio Eslava pintó su versión de la historia, en la cual Blas adquirió tintes de criminal: «Que se le castigue por su comportamiento»,10 le escribió al rey.
Mientras un vendaval de acusaciones llegaba hasta la corona española y la mayor parte de la opinión pública aplaudía a Sebastián de Eslava, en gloriosa ascensión de elogios y honores, ¿qué hacía el almirante de la armada, don Blas de Lezo y Olavarrieta? Enfermo, olvidado y sufriendo los efectos de la guerra, vivía sus postreros días en un lecho del cual ya no se levantaría. Dedicó sus últimas fuerzas a escribir su versión de los hechos11 y, así, salvaguardar el honor de cuarenta años de servicios prestados en la punta de la lanza de la dedicación y del heroísmo y obtener un digno descanso a la familia que dejaba.
Blas enfrentó su última batalla, la agonía, a las ocho de la mañana del 7 de septiembre de 1741. Su cuerpo, mutilado por el fuego enemigo, fue enterrado; su fama continuó perseguida por la calumnia, y su honor, intacto, permaneció sepultado con él en los alrededores de Cartagena de Indias. Ni siquiera el lugar de su tumba es conocido.
Si bien que en la actualidad no faltan los que se ponen a campo para hacer justicia a la gloria del Almirante Mediohombre. Sus compatriotas de hoy, inconformes con el silencio de sus contemporáneos, reconocen figura tan insigne y lo alaban como uno de los más grandes héroes de la gesta española.
Su última aventura puede enseñarnos muchas cosas. La Historia es obstinada y tiende a repetirse. Cuales nuevos Goliat, grandes potencias se levantan, se juzgan invencibles, se proclaman omnipotentes. Se ríen de los ungidos del Señor, pero por ellos son derrotados en un golpe inesperado y fulminante.
Entonces se tienen que meter en el bolsillo sus propias monedas, acuñadas por los que cantaron victoria antes de tiempo…
Y es que, incluso cuando las apariencias físicas muestran únicamente a un hombre reducido a la mitad de sus capacidades naturales, detrás de las exterioridades puede haber un gigante, un héroe, un vencedor, en el cual las virtudes y el amor a un ideal crecieron hasta el punto de no caber ni en un hombre entero. ◊
Notas
1 SARAVIA, Gonzalo M. Quintero. Don Blas de Lezo. Biografía de un marino español del siglo XVIII. 3.ª ed. Madrid: EDAF, 2016, p. 46.
2 Cf. Ídem, p. 27.
3 Ídem, p. 160.
4 Cf. VICTORIA, Pablo. El día que España derrotó a Inglaterra. 3.ª ed. Barcelona: Áltera, 2008, p. 41.
5 SARAVIA, op. cit., p. 160.
6 Ídem, p. 204.
7 Ídem, p. 206.
8 Ídem, p. 222.
9 Cf. Ídem, p. 248.
10 Ídem, p. 257.
11 Cf. CRESPO-FRANCÉS, José Antonio. Blas de Lezo y la defensa heroica de Cartagena de Indias. 4.ª ed. Madrid: Editorial ACTAS, 2016, p. 191.
A través de la lectura del artículo «Blas de Lezo: el medio hombre» es obligado admirar las grandes cualidades de este insigne héroe que, como auténtico caballero español de antaño, cumplió su deber y enfrentó las dificultades apelando siempre a la intervención divina en su defensa de los valores patrios. En él brilla de un modo especial la luz primordial de España caracterizada por el heroísmo, la valentía y la integridad hasta el extremo. Sólo volviendo sus ojos a Dios, la sociedad española actual podrá despojarse de su defecto capital constituido por la apatía y enfrentar los retos con la misma disposición de este español cuyo nombre reluce en las páginas de nuestra Historia.