«Existan lumbreras en el firmamento del cielo, para separar el día de la noche, para señalar las fiestas, los días y los años» (Gén 1, 14). Tales fueron las palabras de Dios cuando creó las estrellas, en cuyos «oídos» continuamente resonarían: será el lema de sus vidas.
No todas, sin embargo, moraban cerca de nuestro planeta: algunas estaban muy, muy lejos. Una de ellas, llamada Áurea, vivía a una distancia difícil de calcular. Al ser bastante pensativa, se decía a sí misma: «Nuestra misión es determinar las fiestas, las estaciones, los tiempos… ¿Y cómo? ¿Dónde cumpliremos ese encargo? Aquí todo está tan oscuro… y apartado».
Áurea recorría las galaxias alimentando esta duda, hasta que se topó con un reluciente astro, de brillo especialmente intenso. Entonces se acercó y le dijo:
—Venerable estrella, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Por supuesto.
—El mandato divino resuena como el ideal de nuestra existencia. Pero no sé cómo obedecerlo… ¿A quién serviremos de señales? Vivimos en la oscuridad, sólo entre nosotras… ¿Me lo puede explicar?
—Querida estrellita, todo en el universo tiene una finalidad. En nuestro caso, hemos sido creadas en beneficio de los hombres. La luz que emitimos les marca sus acontecimientos y nuestra presencia puede significar algo de suma importancia en sus vidas o incluso en la propia Historia de la humanidad.
—¡Ah, el ser humano! Sé que fue constituido rey de la Creación. ¡Qué espectacular es servir a los que son imagen y semejanza del Señor! Aunque el espacio que nos separa es inmenso… ¡Qué pena!
El astro le responde:
—Es verdad, y tienes aún un largo trayecto por recorrer hasta que te aproximes a la Tierra. Si bien que la distancia no debe ser motivo de tristeza, sino de alegría, porque cuanto mayor sea la demora, más glorioso será el día de tu llegada.
Áurea le agradeció, conmovida, aquellas palabras de ánimo. Se despidieron y cada una siguió su camino.
Con la esperanza fortalecida, la estrella no veía el momento de que llegara el día tan anhelado. Corría, corría, corría… y, sin embargo, faltaban todavía muchos años luz para alcanzar su objetivo.
Al ser una demorada trayectoria, había quienes desistían a mitad del camino, prefiriendo morir en el olvido a perseverar en el entusiasmo. Cuando Áurea sentía el primer cuchicheo de la tristeza, y el desánimo golpeaba la puerta de su corazón, se acordaba de las palabras de aquel experimentado consejero: «Cuanto mayor sea la espera, más glorioso será el día».
Una vez, tuvo un providencial encuentro: se cruzó con una constelación y le entró curiosidad por conocer a sus integrantes.
—Oh, amigos luceros. Disculpadme que interrumpa vuestra conversación. Por casualidad, ¿vuestro brillo ya ha iluminado la Tierra?
—¡Uy, sí! Fue inolvidable —le contestó uno de ellos.
—Somos felices, pues brillamos en una noche especialísima —respondió otro.
—Ah, ¿en serio? ¿Cuál? —indagó Áurea.
—Estábamos en el firmamento cuando un patriarca escuchó que Dios le decía: «Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas… Así será tu descendencia» (Gén 15, 5). ¡Era Abrahán! Intentó contarnos, pero en vano; al fin y al cabo, ¡somos muchas! Ante la inutilidad de sus esfuerzos, se rindió, elevando al Todopoderoso un sublime acto de confianza.
Áurea no sabía qué decir; se había quedado impresionada con la narración. Les dio las gracias y siguió adelante.
Un poco angustiada ya por la tardanza, se topó con otra estrella y decidió interrogarle si sabía cuánto tiempo faltaba para llegar a la Tierra. Al acercarse, se dio cuenta de que su color era ceniciento, que no poseía claridad y que una profunda melancolía le marcaba el semblante.
—Siento molestarte… Pero solamente quería preguntarte cuánta distancia hay hasta…
—¿La Tierra? No tengo buenos recuerdos de allí…
—¡¿No?! ¿Por qué?
—Estaba yo emocionadísima con la idea de difundir mi luz a los hombres, pero cuando llegué allí presencié una escena abyecta: algunos de ellos adoraban a un becerro de oro. El pueblo elegido había renunciado al culto del verdadero Dios para idolatrar una estatua… Por eso, yo y otras estrellas que conmigo estaban perdimos nuestra luminosidad; el Creador así lo decidió para castigar aquel pecado.
—Me compadezco de tu triste suerte… ¡Qué horrible es ofender a nuestro Padre! Amiga mía, muchas gracias por revelarme tan grandioso y conmovedor acontecimiento. He podido entender un aspecto más del Señor.
—Con mucho gusto. Espero que emitas tu luz sobre aquellos que lo amen verdaderamente. No falta mucho para llegar. Confía y sé constante.
Áurea salió aprensiva de la conversación: «¿Acaso seré testigo de la infidelidad de los hombres? ¡Oh, Señor, líbrame de tal desgracia!».
Afligida, continuaba corriendo al mismo tiempo que temía llegar a la Tierra. En determinado momento, un fulgor especial, más radiante que los demás astros y nunca antes contemplado en el universo, se acercó a Áurea. Una voz suave y armoniosa se escuchó:
—¡Sigue avanzando! He aquí que te ha sido reservada una gracia excelente. Un poco más y ¡cumplirás tu misión!
La luz se fue extinguiendo hasta desaparecer. Aquellas palabras inundaron de alegría a la estrella y le dieron fuerzas para proseguir.
Y entonces… ¡oh, sorpresa! Áurea divisó el planeta. Además, pudo oír una curiosa melodía. A medida que se acercaba, el sonido se volvía más preciso. Al rato fue posible reconocer que se trataba de una bellísima canción, cuya letra decía: «¡Benditas las estrellas que te vieron pequeñita!». Enseguida, Áurea vio legiones de ángeles que alababan el nacimiento de alguien muy importante.
Nuevamente aquella luz fulgurante y misteriosa apareció, revelando su figura. Era el arcángel San Gabriel, que proclamó:
—Fuiste escogida por Dios para engalanar el cielo en el natalicio de la Santísima Virgen María, la Elegida del Señor, destinada a ser Madre de Dios. Tu resplandor inmenso, a punto de irradiarse en pleno mediodía, ha de deleitar a la Reina del universo.
Tan pronto como el arcángel terminó de hablar, la estrella sintió dentro de sí algo nuevo y su luz se intensificó. Miró hacia la Tierra: los ojitos de Nuestra Señora estaban posándose sobre ella.
Entonces el celestial mensajero se puso a cantar:
—¡Bendita seas, oh estrella, pues has sido la primera criatura contemplada por la Virgen! ¡Ese es el premio y la victoria de los que perseveran hasta el final! ◊
Precioso relato de la creación con una fineza y delicada narración, donde refleja la belleza insondable del Creador y como remata el relato al encumbrar en un final apoteosico con el broche de la postración ante Nuestra Señora de todo el firmamento que es el gran premio para los que perseveran. Indiscutiblemente para poder perseverar y lograr el premio recuerdo las palabras del Padre Pio: «En medio de mi indignidad, soy un hijo de la Virgen, Ella me da el oxígeno para vivir, soy tan solo un velero empujado por su soplo y aunque haya grandes tempestades nunca me siento inseguro». Enhorabuena por el artículo
¡Que hermososo relato! En visperas del cumpleaños de nuestra amada Señora, La Dulce Virgen María, el sueño de todo católico, que nosotros nos podamos contemplar en sus bellos ojos, que más podemos pedir, sino que siempre nos mire con ese amor maternal que nos conducirá a su Divino Hijo Jesús, ruego de todo corazón ser digna de tan distinguido privilegio, que no dejes nunca de mirarme, mi Hermosa Madre, ya que, tú nos regalaste lo más preciado, tu Dulce y Misericordioso Hijo, no dejes nunca de mirarme, mi Dulce Madre