Beato Camilo Costanzo – El ángel del Sol Naciente

Mientras era consumido por las llamas, el misionero jesuita miró al cielo y pronunció sus últimas palabras de alabanza y agradecimiento al Creador. Había cumplido su misión en tierras japonesas.

La leña crepitaba y poco a poco las llamas se elevaban. Por un momento, todo sugería que había terminado el supremo sacrificio y que la víctima había sido consumida en el infame patíbulo. Pero bastaba que las llamas se apartaran brevemente para contemplar el contraste entre el denso humo y la blancura del condenado, que siempre se encontraba en estado de oración y alabanza. Finalmente, con la mirada clavada en el cielo y con el alma inflamada de amor de Dios, entregó su alma al Padre celestial.

Así cerró los ojos a este mundo el quincuagenario sacerdote de la Compañía de Jesús, Camilo Costanzo, que tuvo el mérito de ser uno de los apóstoles del Japón. Los diecisiete años que pasó en la Tierra del Sol Naciente fueron fértiles en conversiones y milagros, dejando traslucir la particular predilección de la Providencia por ese pueblo. Pero ¿quién era él?

De Bovalino a Nápoles

Camilo vio la luz en 1571, en Bovalino, región de Calabria, al sur de Italia. Sus padres, Tomasso Costanzo y Violante Montana, pertenecían a una familia noble originaria de Cosenza.

Tras pasar su juventud en su tierra natal, decidió estudiar Derecho Civil en Nápoles. Durante este período se produjo un cambio radical en su conducta. Aunque, hasta entonces, no se había ocupado de la religión más allá del mínimo prescrito, comenzó, como estudiante universitario, a llevar una vida de gran piedad.

Pasó a frecuentar la Congregación Mariana que allí existía. Recibía asiduamente los sacramentos, se mortificaba y ayunaba cuando sus deberes se lo permitían. De carácter decidido, el joven no pretendía ocultarles a los demás su posición religiosa, actitud que edificaba a unos, pero producía incomprensión en otros…

Se forja su noble carácter

Algunos de sus compañeros, acostumbrados a una vida de comodidades y placeres, no vieron con buenos ojos su cambio de comportamiento, ya que suponía una constante reprensión a sus malos hábitos. Como suele suceder con los que abrazan el camino de la virtud, el joven estudioso de las leyes comenzó a ser perseguido y despreciado por todos. Aun así, no era difícil encontrarlo instándolos a abandonar la vida disoluta que llevaban. La maldad de sus iguales pronto se manifestaría en forma de venganza…

Era época de carnaval. Un día, al final de la tarde, mientras estudiaba en sus aposentos, vio entrar a una mujer cuyos modales revelaban la malicia de sus intenciones. Había ido para perder a aquella alma pura y casta. Después de preguntarle qué hacía allí en una hora tan impropia, y percibir el peligro que corría, Camilo se tomó de santo celo y se dispuso a echarla a la fuerza.

Luego, con el crucifijo en sus manos, le agradeció a la Santísima Virgen no haber caído en la tentación. Concluida la oración, se le acercó el sirviente de la casa, que le reprendió ferozmente por haber expulsado a aquella mala mujer. Camilo le respondió con dos solemnes bofetadas, diciendo: «¿Y tú, que comes de mi pan, te atreves a incitarme a hacer el mal?».1

La verdadera hidalguía

En medio de luchas y sufrimientos, el joven Costanzo obtuvo la licenciatura en Derecho. Sin embargo, esto no cumplía los anhelos de su corazón. Ansiaba algo más, sin saber aun exactamente qué, a pesar de que misteriosas insinuaciones de la gracia le permitieran intuirlo.

Haciendo honor a su linaje aristocrático, decidió luchar en el sitio de Ostende en Flandes, en los Países Bajos, alistándose en las milicias del general Ambrogio Spinola Doria. En esa época, el Imperio español luchaba por conquistar esta ciudad de gran importancia estratégica, sustrayéndosela al poder protestante, en un asedio que duró más de tres años.

«Sitio de Ostende», de Cornelis de Wael – Museo del Prado, Madrid

No obstante, allí tampoco encontró su ideal. Siguiendo la voz divina, fue conducido por el Señor a una hidalguía muy superior: ser soldado de Cristo en la Compañía de Jesús. El 8 de septiembre de 1591 ingresó en las filas de San Ignacio, con tan sólo 20 años.

A partir de 1593 enseñó gramática en el Colegio de Salerno y, en 1601, se hizo cargo del oratorio de este establecimiento. Al año siguiente, habiendo cumplido tres décadas de vida, fue ordenado sacerdote. Estaba listo para el combate que, desde su interior, ansiaba.

Misionero en el Lejano Oriente

¡Ser misionero en tierras lejanas y baldías en la fe! Este es el imperativo que la gracia insufló en su espíritu. Mientras el P. Camilo ejercía su ministerio, sentía crecer en él una irresistible sed de almas. Por lo tanto, comenzó a pedir insistentemente que lo enviaran a China.

En marzo de 1602 sus deseos comenzaron a hacerse realidad, aunque no de la forma que esperaba. Partió del puerto de Italia con destino a la India, donde permaneció alrededor de un año. De allí se marchó hacia el esperado país de los mandarines, desembarcando en Macao, a la sazón en posesión de la corona de Portugal. Pero tampoco era en este pueblo donde la Providencia le había reservado su labor evangelizadora.

Los portugueses que dominaban esa región impedían que los misioneros italianos entraran en el Imperio chino. El jesuita, con el corazón roto, se dirigió entonces a la misteriosa Tierra del Sol Naciente, Japón.

Es lo que sucede con las grandes vocaciones. Cuando todo lleva a creer que sus más santos deseos —incluso inspirados por Dios para su mayor gloria— están a punto de cumplirse, pronto son visitadas por el fracaso. El Señor mismo, que los despierta, permite que tales anhelos no se materialicen. De esta manera, Él no sólo prueba a sus varones escogidos, sino que saca un fruto aún mayor de la aparente contradicción.

Auténtico fervor misionero

El ardoroso sacerdote desembarcó en Nagasaki el 17 de agosto de 1605. Durante el primer año se comprometió a estudiar el idioma nipón. Inició su apostolado en la ciudad de Buzen, provincia de Kyushu, y luego partió hacia Sakai.

Su temperamento sincero y manso, sus costumbres afables y su celo por la religión le granjearon la estima de ese pueblo tan acostumbrado a la fidelidad y a la devoción. Durante ese período obró más de ochocientas conversiones, de las cuales sólo media docena se perderían en la persecución que seguiría.

De hecho, una nube oscura ensombrecería esta tarea apostólica que prometía ser aún más brillante. Hacía algún tiempo, las autoridades del archipiélago temían una invasión de las potencias occidentales, un recelo que no hizo sino aumentar a medida que crecía el número de conversiones.

Expulsado de Japón

Los católicos japoneses conocieron pocos períodos de paz. Los primeros misioneros desembarcaron en Japón alrededor del año 1549. En 1587 los cristianos ya sumaban unos trescientos mil, ubicados principalmente en los alrededores de Nagasaki. Ese mismo año, el shogun Hideyoshi, que hasta entonces había sido condescendiente con la verdadera religión, publicó un decreto de expulsión de los jesuitas, única orden presente en su territorio.

La mayoría de los religiosos, dignos hijos de San Ignacio, asumió una posición de discreción y prudencia, continuando su obra evangelizadora en silencio y con cautela. Pero en 1593 desembarcaron los primeros franciscanos, que no adoptaron la misma táctica. Hideyoshi ordenó arrestar a todos los religiosos, así como a los neófitos que fueran descubiertos. Las detenciones comenzaron en 1596 y al año siguiente los primeros mártires sufrieron la muerte por crucifixión.

Ya en 1614, el shogun Tokugawa Hidetada, con un furioso odio a la religión y temor de que el aumento de católicos pudiera dañar la estabilidad de su reino, prohibió el cristianismo. Los misioneros debían partir y los católicos renunciar a la fe bajo pena de muerte.

El P. Costanzo se vio obligado a abandonar a sus ovejas y regresó a Macao. Allí permaneció durante siete años. A pesar de la imposibilidad de realizar el apostolado que deseaba, aprovechó este período para escribir quince libros refutando la doctrina budista en perfecto japonés, que aún hoy causan admiración en quienes los estudian.

El ángel de Japón

Pero el corazón y la atención de los jesuitas permanecían junto a la tierra japonesa. Como el ángel de la guarda en relación con su pupilo, Camilo constantemente ofrecía fervientes oraciones y súplicas por los que allí había dejado, esperando el momento oportuno en que pudiera regresar a la isla.

En 1621, con santa audacia, resolvió reanudar sus actividades. Poniendo en práctica la sagacidad de la serpiente, de la que habla el Señor en el Evangelio (cf. Mt 10, 16), decidió ir a Nagasaki disfrazado de soldado. Su virtuosa fisonomía y sus hábitos modestos, no obstante, terminaron por traicionarlo. El capitán de la embarcación sospechó que era religioso, pero, siendo también católico, optó por no entregarlo a las autoridades. A petición de los que estaban en el barco, lo desembarcó en un lugar desierto en la provincia de Hizen.

Un puerto de Oriente, de Bonaventura Peeters – Museo Real de Bellas Artes, Bruselas

Estos reveses, sin embargo, no empañaron su ánimo. Con los pies en tierra, comenzó inmediatamente a fortalecer a los fieles que encontraba, repartidos por infinidad de pueblos. Estuvo en Karatsu y en las islas de Hirado e Ikitsuki. En muchos de estos lugares encontró un terreno virgen, donde pudo sembrar las semillas del cristianismo, que luego darían sus frutos.

Tal era el número de cristianos que acudían a él pidiéndole ayuda espiritual, que recorrió aquellas regiones sin descanso, noche y día, acompañado de dos japoneses, Agustín Ota y Gaspar Koteda.

Una vez, descubrió muchos fieles que estaban encarcelados. A pesar del riesgo que corría, encontró la manera de burlar a la guardia, entrar en la prisión y administrarles los sacramentos, exhortándolos a imitar al Redentor en sus sufrimientos.

¡Obediencia a Dios primero!

Después de tres meses de intenso trabajo en Ikitsuki, partió hacia la isla de Noscima. Había allí una piadosa dama católica que deseaba mucho la conversión de su marido. Con la esperanza de que su esposo conociera a Camilo, le reveló el escondite del jesuita. Pero el pagano se apresuró a referirlo todo al gobernador.

Tres barcos armados salieron en su busca, y fue detenido en la isla de Ocu, el 24 de abril de 1622. Preguntado sobre su verdadera identidad, no lo negó: ¡sacerdote católico y religioso jesuita! Sin más preámbulos, lo cogieron del cuello y lo llevaron a prisión.

Permaneció en esa cárcel hasta el 15 de septiembre de 1622, cuando fue enviado a Firando para el interrogatorio final. Preguntado nuevamente por qué no obedecía al déspota japonés, respondió que «la religión cristiana manda que se obedezca a las autoridades en todo lo que no contradiga los preceptos de Dios; pero como el edicto del príncipe de Japón, que prohíbe predicar la ley cristiana, repugna demasiado a los preceptos del Rey del Cielo, por eso yo no podría obedecer a un rey de la tierra».2

Tal fue su alegría por la cercanía del encuentro con el Señor, la Santísima Virgen y su padre espiritual, San Ignacio de Loyola, que quiso demostrarlo enviándole al padre provincial un relicario y la fórmula de su profesión solemne emitida hacía algunos años.

Inmolación ofrecida con alegría

Lleno de alegría, como los primeros mártires, fue trasladado al lugar del suplicio. A los cristianos que acudían allí, los animaba a que vivieran según los dictados del Señor, incluso bajo la persecución. Agradecía no sólo a quienes lo habían ayudado en Japón, sino también a sus verdugos, por darle la oportunidad de ingresar en la Patria celestial.

Estampa del Beato Camilo Costanzo

Enseguida llegó a su postrer terreno de combate: un viejo poste hecho de caña. «Entonces él, como desde un púlpito, comenzó a predicar y, finalmente, a protestar que por ninguna otra razón había sido condenado a muerte sino por haber predicado la santa fe».3 Y prosiguió hablando de las palabras del Señor: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10, 28).

El fuego fue encendido, y a pesar de su lento ascenso, la distinguida voz del sacerdote resonaba siempre firme y perentoria. En cierto momento, marcado por un breve silencio, cuando el humo lo había cubierto por completo, se tuvo la impresión de que había expirado. Pero el noble combatiente se mostró reacio a rendirse: también cantó la canción Laudate Dominum omnes gentes y habló en latín y japonés sobre las maravillas de la eterna bienaventuranza, reservada a los que siguen la fe católica.

Se cuenta que en el instante extremo, levantó los ojos al cielo, cantó el Gloria Patri y cinco veces pronunció la palabra Santo. Dicho esto, entregó su espíritu y su alma voló al encuentro del Creador.

Era el 15 de septiembre de 1622. El ángel del Sol Naciente había cumplido su misión. Había proclamado el nombre de Cristo en aquellas tierras inhóspitas y había marcado a los elegidos con el sello del santo Bautismo; los había protegido contra las afrentas del Maligno y sus secuaces, y no temía la prisión ni el martirio. En adelante, desde la eternidad, haría aún más por esta nación que tanto fruto dio para la Iglesia, a pesar de la intensa persecución que allí sufrió la Esposa Mística de Cristo.

El 17 de julio de 1867, Pío IX beatificó al sacerdote Camilo Costanzo, junto con otros doscientos cuatro mártires de Japón. 

 

Notas


1 PATRIGNANI, SJ, Giuseppe Antonio. Menologio di pie memoria d’alcuni religiosi della Compagnia di Gesú. Venezia: Niccolò Pezzana, 1730, t. III, p. 127.

2 Ídem, p. 129.

3 Ídem, p. 130.

 

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