Junto a la cruz del Salvador es cuando el talento de Victoria se manifiesta mejor. Al oír sus músicas, es como si Nuestro Señor Jesucristo nos dijera: «Hijo mío, ¡he sufrido tanto por ti! ¿No quieres sufrir un poco por mí?».

 

¿Quién no se conmueve al contemplar a aquel «que pasó haciendo el bien» en la tierra (cf. Hch 10, 38), siendo odiado, escarnecido y ultrajado como ningún hombre jamás lo había sido en la Historia? A las generaciones actuales, tan acostumbradas a una vida orientada a huir del sufrimiento, tal vez les causaría horror ver en qué estado se encontraba el Hombre Dios camino del Calvario.

Después de soportar la ingratitud de uno a quien había amado como hijo y elegido apóstol, pasó la noche en vigilia, recorriendo tribunales, recibiendo bofetadas e injurias, abandonado por los suyos. Y como si no bastara, a la mañana siguiente, atado a una columna, fue cruelmente azotado antes de cargar con la cruz hasta lo alto del Gólgota.

Exangüe y agonizante, Nuestro Señor Jesucristo suplicaba a los hombres de todos los tiempos: «Oh vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor como el dolor que me atormenta» (Lam 1, 12). ¡Cuántos se mantuvieron indiferentes a su amor! ¡Cuántos rechazaron su sacrificio y rechazaron el Cielo que Él les abría con su muerte! ¡Cuántos perpetuaron en la Historia la ingratitud de aquellos que estaban a los pies de la cruz, pisando sacrílegamente la sangre que les traería la salvación!

Sin embargo, cuántos héroes de la fe no dudaron en exclamar con San Pablo: «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6, 14). ¡Estos pueblan el firmamento de la Santa Iglesia, iluminándolo con su brillo!

Al contemplar esos astros luminosos, nuestros ojos recaen sobre uno que perpetuó su luz a lo largo de los siglos de una forma muy singular. Hasta hoy, entre los músicos de la polifonía sacra, su nombre es pronunciado con admiración y respeto; y entre los fieles amantes de la cruz y de la tradición, sus melodías producen los más preciosos frutos de piedad.

Retrato del compositor

Nacido en 1548, Tomás Luis de Victoria tuvo por cuna, como Santa Teresa de Jesús, la ciudad española de Ávila. Por aquel entonces, grandes cambios sucedían en el panorama social, que abarcaban todas las áreas de la vida humana.

El Siglo de Oro español

En el distante siglo XVI, España atravesaba por una coyuntura nueva en su historia. Tras 800 años de lucha por la reconquista de sus tierras, finalmente —con la caída del reino musulmán de Granada, en 1492—, el último bastión enemigo había sido sometido. E, inmediatamente después, un horizonte por completo inesperado se abría ante sus ojos: ¡América!

Por otra parte, mientras el protestantismo dividía la cristiandad por la mitad en el resto de Europa, España se lanzaba de cuerpo entero en la Contrarreforma y en la conquista de nuevos continentes para la Santa Iglesia.

Fue cuando la Providencia, tal vez como recompensa por haber mantenido encendida la antorcha de la fidelidad a la fe, favoreció el crecimiento político, económico e incluso artístico de esa nación ibérica. El castellano empezó a convertirse en una lengua que se hablaba en todo el orbe. Sus galeones surcaban el Atlántico y el Pacífico. En el campo de la literatura, de la ciencia y de las artes, florecía el Siglo de Oro español.

«Indudablemente, junto con Italia, [en esa época auge de su historia] España lleva [en las diversas ramas del arte] la dirección, produciendo en todos los órdenes obras de gran valor artístico, que constituyeron uno de los mejores exponentes del espíritu católico de la Península».1

En los albores de una nueva expresión artística

También la música encontró su apogeo en el Siglo de Oro, en el cual brillaron, junto con Victoria, Francisco Guerrero, Cristóbal de Morales y otros maestros. Pero fue el compositor abulense quien la llevó a su máxima manifestación.

Su obra se inserta en la transición entre la polifonía renacentista y la expresividad barroca, aunque se caracteriza, principalmente, por haber estado inspirada en el fervor de la Contrarreforma.

«En realidad, se puede afirmar que [impulsadas por ese espíritu] todas las artes se pusieron al servicio de la Iglesia Católica y que ésta, como era obvio y natural, manifestó la profunda renovación que había experimentado en la exuberancia de sus grandes construcciones religiosas y en la magnificencia de la pintura, escultura y todas las artes decorativas. Esta exuberancia de vida en el culto y en el arte coincide con el principio del arte barroco, por lo cual es opinión de algunos que el arte barroco es la expresión más adecuada de la Reforma católica de fines del siglo XVI y siglo XVII».2

El arte barroco, de hecho, floreció sobre todo en las naciones europeas que mantuvieron íntegra la fe, entre ellas España, Portugal e Italia. Y si el Renacimiento aireaba el predominio de la razón, en el nuevo estilo artístico hay una exaltación de los sentimientos que propician el expresar la religiosidad intensamente.

El talento aliado a la piedad

En esta coyuntura es cuando Tomás Luis de Victoria viene a cumplir su misión artística y evangelizadora.

Su primer contacto con la música lo tuvo de pequeño, como miembro del coro de la catedral de Ávila. Este período de su vida transcurrió en la simplicidad y poco se sabe de él. Pasados los años, bajo el patrocinio del rey Felipe II, se marchó a Roma, donde podría ahondar en sus conocimientos musicales y, sobre todo, prepararse para ascender al más glorioso y sacrificado estado: el sacerdocio.

Con esa intención Victoria se inscribió en el Collegium Germanicum, fundado por los Jesuitas, en donde se encontraría con el salvador de la polifonía sacra: Giovanni Pierluigi da Palestrina. Recibió algunas clases de él e incluso lo sucedió como maestro de capilla en el Seminario Romano. La influencia de Palestrina es perceptible en sus primeras composiciones, pero una enorme diferencia marcaría posteriormente el recorrido y el sentimiento musical de ambos.

En 1575, Victoria fue ordenado sacerdote y unos años más tarde entraría en la Congregación del Oratorio, convirtiéndose en discípulo de San Felipe Neri. En 1587 regresó a España, donde asumió la capellanía del convento de las Descalzas Reales, de Madrid, sirviendo de cerca a la emperatriz María, viuda de Maximiliano II de Alemania y hermana de Felipe II.

Fachada del convento de las Descalzas Reales, Madrid

La obra de Tomás Luis de Victoria, comparada con la de Palestrina o la de Orlando di Lasso —que con él dominaron la música quinientista—, no es muy extensa. Sin embargo, le cupo el mérito de no haber empleado nunca su talento ni su tiempo en composiciones profanas.

Más que la genialidad artística, sin duda muy notable, brilla en sus músicas una profunda piedad, libre del ateísmo renacentista y de la superficialidad barroca. Su obra «consta de 20 misas, 44 motetes, 34 himnos, diversos Magníficat y responsorios, y sobre todo del Officium Hebdomadæ Sanctæ»,3 una monumental colección para todas las celebraciones de la Semana Santa.

Portada de la edición de 1585 de los Oficios de Semana Santa

«Sus profundas y sinceras convicciones religiosas otorgan un carácter especial a sus obras, de una gran pureza técnica, una intensa calidad dramática y una expresión apasionada que algunos autores no han dudado en comparar con la que transmiten los poemas de sus contemporáneos Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz».4

La cruz: su mayor inspiración

Lamentablemente no es posible transmitir en estas líneas sus melodías, rodeadas de un imponderable de profundidad y misterio, compasión y levedad.

Victoria canta en la Navidad sin perder la alegría propia a este período. Sabe resaltar la grandiosidad del misterio de la Encarnación —tantas veces olvidada en la superficialidad de las fiestas navideñas—, como se puede comprobar en su célebre O magnum misterium, considerado por muchos como insuperable.

En la misa de Requiem, recuerda que para un cristiano la muerte no es el final, pero tampoco duda en recordar, incluso con un tono gozoso, las alegrías del Cielo en el motete Gaudent in cœlis. Reproduce en la tierra el canto de los ángeles en el Paraíso, alternando en voces el coro de los serafines ante el Altísimo, y no cesa además de alabar en sus composiciones a la Madre de Dios.

Con todo, junto a la cruz del Salvador es donde el talento de Victoria expresa mejor su piedad. En su Responsorio de tinieblas, dedicado a acompañar las ceremonias de Semana Santa, y en los numerosos motetes de la Pasión, el compositor se apaga por entero, para dejar que el fiel contemple únicamente las llagas de Cristo.

¿Quién osaría pronunciar una palabra ante un Dios que muere? Victoria procuró con sus músicas consolar al divino Redentor y, más que con mil palabras, habla al fondo del alma de todos los que lo escucharán hasta el fin del mundo, induciéndoles a la seriedad y a la compasión. En sus composiciones, Nuestro Señor Jesucristo parece insinuarse en el alma del fiel y decirle: «Hijo mío, ¡he sufrido tanto por ti! ¿No quieres sufrir un poco por mí?».

Ciertamente, desde lo alto del patíbulo, el Hombre Dios contempló a este hijo que amaría sus dolores, se compadecería de sus sufrimientos y cantaría a la Historia y a la eternidad la sacralidad y grandeza de la Redención. Y ciertamente esa visión lo alivió en sus padecimientos

 

Notas

1 GARCÍA VILLOSLADA, SJ, Ricardo; LLORCA, SJ, Bernardino. Historia de la Iglesia Católica: Edad Nueva. Madrid: BAC, 2005, v. III, pp. 958-959.
2 Ídem, p. 1069.
3 DELLA CORTE, A.; PANNAIN, G. Historia de la música. De la Edad Media al siglo XVIII. Barcelona: Labor, 1950, v. I, p. 291.
4 RUIZA, M.; FERNANDÉZ, T.; TAMARO, E. Biografía de Tomás Luis de Victoria. In: www.biografiasyvidas.com.

 

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