Ana de San Bartolomé y el poder de la oración – Una tropa de élite para la Iglesia

Si no cree en el poder absoluto de la oración, he aquí un ejemplo histórico de cómo las súplicas son mucho más efectivas e irresistibles que un ejército en orden de batalla.

«¿Quién es el primer capitán del siglo?», preguntó una noble dama a Mauricio de Nassau.1

«¡Spínola es el segundo!», respondió orgulloso, señalándose como primer hombre de armas.

Mauricio dirigía las tropas calvinistas de Holanda y ya había infligido numerosas derrotas a los ejércitos católicos, conquistando casi la totalidad de los Países Bajos. A pesar del innegable valor del comandante Spínola y de los soldados españoles, la princesa Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II de España, que gobernaba aquellas tierras, se vio obligada a firmar una tregua de doce años.

Una vez finalizado este período, las hostilidades se reanudaron. Mauricio de Nassau, sin embargo, obtuvo triunfos menos brillantes que en las campañas anteriores. Al no poder resistir el asedio que los españoles llevaron a cabo sobre la ciudad de Breda, murió ese mismo año, en 1625.

¿Qué contribuyó a ese giro de los acontecimientos o, incluso, qué pudo haber sido el factor decisivo? El genio militar del comandante italiano, el arrojo de los guerreros católicos y el firme mando de la corona española no lo justifican del todo… Quizá dentro de los austeros muros del Carmelo de Amberes es donde podemos encontrar una explicación: allí, el amor de una auténtica hija de Santa Teresa consiguió de Dios victorias decisivas para la causa de la Iglesia.

De hecho, Ana de San Bartolomé, que con veneración había acompañado a Santa Teresa en sus viajes y la había asistido en los últimos años de su vida, tenía muy vivo en su espíritu el celo ardiente que consumía aquella gran alma y el ideal que la había movido a la reforma del Carmelo.

Una tropa de élite: el Carmelo

Santa Teresa se preguntaba, afligida, qué podía hacer para defender a la Iglesia frente a la herejía que se extendía por Europa en su época: «Como me vi mujer e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor, toda mi ansia era y es que, pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos; determiné de hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar algunas que hiciesen lo mismo […]. Y que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío».2

Al constatar los escasos resultados de la fuerza de las armas para frenar la herejía, expuso la necesidad de reunir almas que, entregándose radicalmente a Dios, atrajeran a la causa católica la propia fuerza del Señor. El Carmelo sería así una tropa de élite, lista a actuar allí donde el combate fuera más encarnizado: «Viendo tan grandes males y que fuerzas humanas no bastan a atajar el fuego de estos herejes […], me pareció que es menester como cuando los enemigos en tiempo de guerra han corrido la tierra y viéndose el señor de ella apretado se recoge a una ciudad que hace muy bien fortalecer, y desde allí hace algunas veces dar en los contrarios; y por ser tales los que están en la ciudad, como gente escogida, que pueden más ellos a solas que muchos soldados cobardes pudieran».3

Por ello, exhortaba a las hermanas a que se dedicaran a alcanzar de Dios santos letrados y religiosos, bien dispuestos y protegidos por el Señor para la batalla: «Si en esto podemos algo con Dios, estando encerradas peleamos por Él. Y daré yo por muy bien empleados los trabajos que he padecido por hacer este rincón, adonde también pretendí se guardase esta regla de Nuestra Señora y Emperadora con la perfección que se comenzó».4

La fiel discípula

Ana, la inseparable auxiliar de la madre Teresa, había sido testigo de su fe y de sus virtudes; con ella había soportado grandes infortunios, reveses e ingratitudes, afrontando las inclemencias del tiempo y recorriendo largas distancias, ora para fundar, ora enfervorizar los Carmelos existentes. En gran medida, había heredado el carisma y el espíritu teresiano, sintetizado por la santa en sus últimos días: «Gracias te hago, Dios mío, Esposo de mi alma, porque me hiciste hija de tu santa Iglesia Católica».5

Un giro, no obstante, se obró en el campo de batalla, cuyo factor decisivo encontramos en las religiosas del Carmelo de Amberes
Beata Ana de San Bartolomé, por Frans de Wilde

A la discípula no le faltarían ocasiones para hacer brillar el legado que había recibido. Sumisa hasta el heroísmo cuando se trataba de su persona, pero irreductible en lo que atañía a la orden, su papel de pacificadora siempre celosa de la unidad del Carmelo luciría en las disputas que amenazaban con dividir la reforma emprendida por la santa abulense.

Sin embargo, no haría menos para que el carisma teresiano resplandeciera en la última etapa de su vida en el Carmelo de Amberes, en Flandes.

«Zelus zelatus sum»

Aunque no permitía que las noticias del mundo traspasaran los muros de la clausura, la Beata Ana de San Bartolomé seguía con avidez lo que ocurría en la guerra contra los holandeses calvinistas, y con verdadero contento se dirigía al locutorio para oír de los caballeros los éxitos o dificultades de las tropas católicas. Incluso sentía envidia de los soldados, «porque ponían la vida en defensa de la fe, y con el deseo los acompañaba y daba la suya mil veces».6

En 1621, cuando la tregua entre españoles y holandeses tocaba a su fin, Isabel Clara Eugenia, gobernadora de Flandes y gran admiradora de la beata, le pidió que preguntara a Dios si era su voluntad que se renovara el acuerdo. La Beata Ana le escribió: «Díjome el Señor: “No hagan paz con los enemigos, que ellos se hacen fuertes en sus errores y nosotras, en medio de ellos nos perdemos”. Parecía me mostraba el Señor que muramos por defender su Iglesia y fe, que no le agrada la flojedad que tienen los cristianos, y que más la muestran en querer paz y no guerra».7

Ana era consciente de la responsabilidad del Carmelo para lograr la victoria, tal y como describe en una carta a otra religiosa: «Algunas han ayunado tres días esta semana, viernes y sábado y miércoles, por la guerra, y pues tienen deseos, yo las dejo. En estos tiempos, mi madre, esto es menester, y a nosotras nos corre más obligación. […] Acá tomamos la disciplina bien fuerte y decimos una letanía de todos los santos y cada día ha habido disciplina por esta necesidad de la Iglesia».8

«Estoy más segura con la defensa de las oraciones de la madre Ana de San Bartolomé que con cuantos ejércitos allí podía tener»
Infanta Isabel Clara Eugenia, de Alonso Sánchez Coello – Museo del Prado, Madrid

Su celo rebasaba los límites de la comunidad y hasta al padre provincial llegaban sus anhelos: «En lo que toca a los enemigos, no sé si saldrán con lo que piensan; Dios no le dejará a su voluntad. Acá se hace harta oración muy continua y comuniones».9

Con la seguridad que la fidelidad al carisma le daba, no temía situarse al lado de la infanta, animándola: «Deseo que Dios nos dé victoria en esta guerra. Harta oración se hace en esta casa de vuestra alteza, y con harto deseo de que su majestad vuelva por su honra; y no dudo sino que aceptará todo lo que vuesa alteza le pidiera, que es su defensora, y es cierto que la estima y quiere por el celo santo y recto que tiene de su Iglesia, que es siempre esta santa Iglesia perseguida y ha de menester tan buena defensora».10

Activa participación en los intereses de la Iglesia

«En verdad os digo que si tuvierais fe y no vacilaseis, no solo haríais lo de la higuera, sino que diríais a este monte: “Quítate y arrójate al mar”, y así se realizaría. Todo lo que pidáis orando con fe, lo recibiréis» (Mt 21, 21-22). Al utilizar un ejemplo material para demostrar el alcance de la fe, el divino Salvador deja claro que un acto de fe sin vacilaciones es capaz de mover la tierra, cuando conviene a la gloria de Dios.

Así fue como la beata pudo, dentro de su convento, derrotar a la escuadra enemiga y defender la ciudad, como afirmaba la infanta Isabel: «Del castillo de Amberes ni de esa villa no tengo ningún cuidado, porque estoy más segura con la defensa de las oraciones de la madre Ana de San Bartolomé que con cuantos ejércitos allí podía tener».11

Y la gobernadora tenía razón. En 1622, Mauricio de Nassau se acercó a Amberes con una poderosa flota. Estaba tan convencido de su éxito que afirmaba que sólo Dios o el diablo podrían derrotarlo.

Sin tener conocimiento de tal hecho, la Beata Ana se despertó esa noche asaltada por una gran angustia. Con los brazos en alto, comenzó a orar con todas sus fuerzas, clamando el auxilio divino. Al sentirse cansada, empezó a bajar los brazos, pero pronto oyó una voz que le ordenaba que continuara. Levantándolos de nuevo, vio místicamente embarcaciones que se hundían, pero que se alzaban y seguían flotando cuando los bajaba. Pasó así toda la noche, mucho sufrimiento. Cuando amaneció, se dio cuenta de que ya había logrado su objetivo.

Posteriormente se supo que «cuando ya la escuadra [de Mauricio de Nassau] estaba navegando, capitaneada por él y sus principales, surgió un viento huracanado y frío; peligraba su misma nave, algunas se hundieron y el resto de la escuadra andaba a merced de los vientos, terminando todo en un gran desastre, y tanto los soldados como los marineros luchaban por salvarse».12

Más vigilante que los centinelas

En otra ocasión, durante el sitio de Breda en 1624, Mauricio envió tropas calvinistas a atacar otras ciudades con el fin de debilitar el asedio español. Cuando el comandante se encontraba en las proximidades de Amberes, con la mitad de su ejército, escribía a la infanta Isabel: «Hasta ahora no ha hecho nada, y espero en Nuestro Señor que no lo hará. Muéranse muchos en su campo de la peste, y en el nuestro hay mucha salud, gracias a Dios. Aun dicen que el enemigo quiere volver a Amberes, pero espero que la madre Ana de San Bartolomé lo guardará con sus oraciones y Nuestro Señor con otra tempestad, pues con ellas pelea por nosotros».13

No obstante, la noche del 13 al 14 de octubre de ese año, el enemigo intentó entrar en la ciudad disimuladamente. Tres mil infantes, mil caballos y treinta carros con escaleras e instrumentos, portando insignias católicas, consiguieron acercarse al castillo sin ser detenidos. Unas barquillas cruzaron por debajo del puente y ya estaban junto a la muralla sin que nadie se percatara de ello, tal era la oscuridad…

En el Carmelo, sin embargo, se había dado la alerta. La propia Beata Ana narra el episodio: «Estando acostada y dormida, desperté a unos gritos que daban en el dormitorio».14 Llamó a las hermanas y les dijo que fueran por las celdas para ver quién necesitaba ayuda. Cuando constató que todas se encontraban bien, se dio cuenta de que otros necesitaban de ella. «Vístanse y vámonos al Santísimo Sacramento, que debe de haber alguna traición, que parece ser nuestra santa [Teresa] la que nos despierta».15 La comunidad permaneció en la capilla en ferviente oración, hasta que al cabo de un rato oyeron ruidos de bombardeos y movimiento en el castillo. Entonces la madre dispersó a la comunidad, ordenando a las religiosas que se fueran a dormir.

¿Qué había ocurrido? En el mismo momento que la beata rezaba, el soldado Andrés de Cea, centinela del castillo, logró divisar la barquilla enemiga que pasaba bajo el puente y abrió fuego. Al verse descubiertos, los adversarios huyeron despavoridos, abandonando parte de su material bélico.

«Yo le aseguro [P. Domingo], concluye la infanta Isabel, que con uno que subiera y hubiera muerto la centinela estaba hecho el negocio». Además de que había pocos efectivos en el castillo, la mayoría de los soldados estaban enfermos, con tan sólo veinticinco en condiciones de combatir… Pero, «sanos y enfermos todos acudieron, y a algunos se les han quitado las calenturas. Todos tenemos por cierto que las oraciones de la madre Ana de San Bartolomé nos han librado, porque a las doce fue a despertar a sus monjas muy aprisa para que fuesen a hacer oración al coro, que había una gran traición».16

Fe en la espera y en la victoria

Aun prolongándose demasiado el asedio de Breda, la fe de la religiosa permanecía inquebrantable: «Hay bravos soldados que le aguardan [al enemigo] como los gatos al ratón. Haga lo que quisiere, que esperan no ganará nada. Dios nos ha de ayudar, como lo muestra cada día. Bendito sea tan buen Dios. […] Mas al cabo le dará su merecido y Dios ayudará a los suyos».17

En mayo de 1625 escribía otra carmelita, dando noticias y pidiéndole a Dios que concediera pronto la victoria. «Ahora los holandeses están todos revueltos; y aunque de parte del rey, nuestro señor, han presentado la batalla, no han tenido ánimo de pelear, no han salido; no quieren sino hacer traiciones a escondidas, y todas les salen al revés. Ahora se les ha muerto Mauricio. […] Mas como sirven al mal espíritu, les da invenciones. No faltarán de hacernos guerra. Y estos de Breda nos la hacen, que nunca acaben de rendirse, que es lástima la gente que se pierde. Dios ponga en todo sus manos».18

Habiéndose despertado durante la noche, se puso a rezar; mientras oraba, la flota enemiga se hundía en medio de una terrible tormenta
Rezo de la Beata Ana de San Bartolomé

Al mes siguiente, terminaba por fin el asedio y la Beata Ana19 pudo felicitar a la gobernadora, llamándola de «otro Elías», a la que Dios en todo obedecía. Ésta, sin embargo, no dejó de reconocer de quién era el verdadero mérito de la victoria y de los numerosos milagros realizados por Dios durante la guerra.20

Una misteriosa fecundidad

En vista de tan notables hechos, nos admira constatar cuánto hicieron las hijas de la intrépida Teresa de Jesús por el bien de la Iglesia, en cuatro siglos de historia, cambiando el curso de los acontecimientos mucho más por el poder de la oración que por la fuerza de las armas

En las filas de esa bendita «tropa de choque», y en los ejemplos de santidad ofrecidos en el pasado, se vislumbra algo de la misteriosa fecundidad de la Iglesia.

Grande es en verdad el misterio de la esposa mística de Cristo, que concede a los que a ella se entregan la invencibilidad del propio Espíritu Santo. ◊

 

Notas


1 Príncipe de Orange y conde de Nassau, Mauricio nació en 1567 en la ciudad de Dillenburg, actual Alemania, y murió en La Haya en 1625.

2 Santa Teresa de Jesús. «Camino de perfección», c. i, n.º 2. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1965, t. ii, p. 53.

3 Idem, c. iii, n.º 1, pp. 62-63.

4 Idem, n.º 5, p. 66.

5 Efrén de la Madre de Dios, ocd; Steggink, o carm, Otger; Tiempo y vida de Santa Teresa. Madrid: BAC, 1968, p. 761.

6 Urkiza, ocd, Julen. «Soldados españoles de Flandes y sus mujeres bajo el amparo espiritual y solidario de Ana de San Bartolomé». In: Monte Carmelo. Burgos. Vol. 116, N.º 1 (2008), p. 170.

7 Beata Ana de San Bartolomé. Autobiografía de Amberes, c. xvii, n.º 19. Todos los fragmentos de los escritos de la beata recopilados en este artículo han sido tomados de: Obras completas. Burgos: Monte Carmelo, 1998.

8 Beata Ana de San Bartolomé. Carta 431.

9 Beata Ana de San Bartolomé. Carta 597.

10 Beata Ana de San Bartolomé. Carta 567.

11 Urkiza, op. cit., pp. 174-175.

12 Idem, p. 176.

13 Idem, p. 178.

14 Cf. Beata Ana de San Bartolomé. Relaciones de gracias místicas, c. ii, n.º 29.

15 Idem, ibidem.

16 Urkiza, op. cit., p. 180.

17 Beata Ana de San Bartolomé. Carta 601.

18 Beata Ana de San Bartolomé. Carta 607.

19 Cf. Beata Ana de San Bartolomé. Carta 612.

20 Cf. Urkiza, op. cit., pp. 182-184.

 

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