Muchos fabrican falsos silogismos con la explícita intención de engañar. Sin embargo, más nocivos son quienes se transforman en propagadores del error sin percibirlo. ¿Estaremos nosotros en esta triste situación?
En uno de sus famosos golpes de genio, Joseph De Maistre hace la siguiente analogía: «Las falsas opiniones son como la falsa moneda, que primero es acuñada por grandes culpables y, a continuación, gastada por personas honestas, que perpetúan el crimen sin saber lo que están haciendo».1 Y esas «monedas», en general, tienen nombre: sofismas.
El sofisma es un fallo de raciocinio. Aunque cometamos muchos errores, desde el punto de vista lógico sólo hay dos formas de hacerlo: o discurriendo mal con datos correctos, o bien, con datos falsos.
Pero no podemos concluir que todo fallo en el pensamiento corresponda a un sofisma. Para que este último ocurra, es necesario otro elemento más: la mala fe. Muchos fabrican falsos silogismos con la explícita intención de engañar. Los más nocivos, sin embargo, son los que se transforman en propagadores del error sin darse cuenta de ello. De ahí la precisión de la analogía con la falsa moneda, presentada por el célebre ultramontano.
Tal razón me lleva a creer que si usted, lector, se ha sorprendido al conocer ese mal, quizá se espante aún más al saber que posiblemente se encuentre afectado por él… Pues bien, a fin de prevenir —o curar— la enfermedad, enumero brevemente cinco de los más habituales sofismas del mundo contemporáneo, haciendo del bolígrafo, bisturí, y de la lógica, medicina.
Fanáticos del antifanatismo
Era un día de lluvia amena, aquel en el que un sacerdote me contó un hecho singular: conversaba él con un individuo que se declaraba buen católico. El clérigo, dotado de privilegiado sentido psicológico, se quedó desconfiado: «Ya… claro. Por curiosidad, ¿usted va a Misa los domingos?». La respuesta vino con una seguridad desconcertante: «Tanto como eso, no, padre; soy católico, pero no soy fanático».
Me quedé intrigado… Antiguamente los criterios para recibir el epíteto de fanático parecían ser algo más exigentes. En fin, las cosas cambian con el tiempo, tal vez sería el caso de revisar conceptos. Recurrí a un buen diccionario y encontré la siguiente acepción en la entrada fanatismo: «Celo religioso obsesivo que puede conducir a extremos de intolerancia».2
«Extremos». Me parece que ahí se encuentra el clou del problema. Actualmente, para ser fanático, basta con sustentar una idea de forma convencida y tener un oponente que lo contradiga. Porque, a partir del momento en el que existe un contrapunto, ya hay dos extremos; y donde hay dos extremos, en la concepción mediocre del hombre contemporáneo, existe extremismo o, mejor, fundamentalismo. Por lo tanto, el que sustenta una posición — cualquiera que sea— con vigor, lleva la marca de fanático en la frente. Luego el propugnador de la verdad también será un fanático-extremista.
Así que todo el conocimiento humano —exactamente porque se basa en la verdad— entra en agonía. Comienza por la aritmética: alguien defiende que 3 sumado a 3 equivale a 6; alguien se opone diciendo que 3 más 3 es igual a 2; entra un antiextremista extremado que hace un promedio y afirma que es 4. Habrá quienes ya estén preparando el féretro de las ciencias exactas…
Otro caso: los ateístas creen — porque es preciso creer— que Dios no existe; la Iglesia predica que existe. Si decidimos huir del «fanatismo» tendremos que moderar las dos corrientes: Dios existe a medias. Por decir poco, creo que esto es el cementerio de toda ideología.
El mal no está en ser extremista en la acepción hodierna de la palabra — estar decidido a adoptar una posición. Radica, más bien, en abrazar un extremo falso. O tal vez peor —por utilizar el idolatrado «tal vez» de los fanáticos del antifanatismo—, en oponerse férreamente a tomar cualquier partido.
Oh, antifanatismo, ¡cuántos fanatismos no habrás suscitado!
Alguien podría cuestionar lo siguiente: «Pero ¿y el principio de que “la verdad está en el medio”?». Le contesto: cabe señalar que esta máxima aristotélica adoptada por Santo Tomás de Aquino no es absoluta; en primer lugar, porque no se aplica a las virtudes teologales. Por otra parte, el Doctor Angélico3 explica que, incluso a las cardinales, se impone únicamente en cierto sentido, en cuanto tales virtudes median entre dos vicios opuestos, generalmente excesos de un equilibrio, como ocurre, por ejemplo, con la valentía, que se encuentra entre la cobardía y la temeridad. Toda virtud es, en efecto, un extremo, en cuanto que se conforma al máximo con la recta razón, en oposición a los vicios, que se distancian de ella. Sería ridículo quejarse de que un juez está siendo justo en exceso o que un político ha sido demasiado honesto…
Un círculo de cuatro ángulos
«Soy católico, pero no soy fanático». Aún resuena la frase en mi mente, evocando enseguida otra expresión, análoga y también muy difundida: «católico no practicante».
Habría que preguntarse qué entienden estos por católico. Si el calificativo corresponde a un cargo profesional o una denominación honorífica, que alguien puede mantener como titular sin necesidad de ejercerlo o, quien sabe, si designara simplemente aquel que cree en los dogmas, quizá tendría razón. Serían los «católicos del Instituto de Estadísticas», de los que tanto se habla últimamente. No obstante, Martín Lutero ya hizo el favor de obligar a la Iglesia a esclarecer para los siglos futuros que quien piensa que sólo es necesario la fe, sin obras, es hereje.
Católico en sentido estricto es, por definición, el que practica la religión católica. Ahora bien, ¿qué viene a ser un practicante que no practica? No tengo ni idea…
En realidad, esto me recuerda una expresión latina procedente del catálogo de los sofismas, denominada contradictio in terminis, contradicción en los términos, que consiste en unir dos realidades que se excluyen mutuamente. Ejemplifico: un círculo cuadrado contiene dos realidades excluyentes, porque la forma circular presupone la ausencia de ángulos.
Por cierto, también nuestras queridas matemáticas lo atestiguan: 2 es igual a 2, 2 menos 2 es igual a 0. De la misma manera: católico es igual a practicar el catolicismo; católico menos practicar el catolicismo es igual a cero.
Dios es uno solo
Época hubo en que las fieras circenses se saciaron de la carne de hombres convencidos de sus ideales religiosos; hogueras en plazas a rebosar tenían las llamas de la fe por comburente; espadas provocaban chispas en otras en defensa de sus propias creencias. Pero esos tiempos ya acabaron. Más bien, acabaron con ellos.
Para que los hombres no se inmolaran por la verdad, se optó por inmolar la verdad en el altar de la conciliación.
«Hay un solo Dios» (Ef 4, 6). Las religiones monoteístas creen en un único Dios; entonces, creen en la misma divinidad. «Dios es uno solo»… se oye mucho aquí, allí y acullá. Henos ante uno de los cuchillos sacrificantes de la verdad.
Así es. Si la lógica fuera una persona, creo que hace mucho tiempo que ya estaría muerta. Aunque dentro de su tumba se habría dado sin duda la vuelta frente a tan grande sofisma. La media vuelta, porque el cuchillo asestó el golpe en una regla fundamental del silogismo, la cual enseña a no valorar de forma distinta las palabras en las premisas. Analicémoslo: «creer en un Dios» y «creer en el mismo Dios» son cosas diferentes.
El propio San Pablo no afirma sin más que «hay un solo Dios». Inmediatamente antes de eso, precisa: «Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4, 5). Traduzco minuciosamente lo que dice el Apóstol: de la existencia de un solo Dios y Señor se sigue que hay una sola verdad acerca de Él — una sola fe— y una única práctica según esa verdad —un solo bautismo.
El mismo Ser supremo no puede, simultáneamente, ordenar preceptos que se excluyan: prohibir y permitir que se coma carne de cerdo; aprobar y censurar la poligamia o el divorcio; acoger y repudiar el culto a las imágenes; anunciar, por un lado, que hay un premio y un castigo eternos y, por otro, que no hay vida después de la muerte, o que estamos sujetos a la reencarnación. Dios no puede estar en contradicción consigo.
La verdad es una e inmutable. Donde hay verdades diferentes, de dos una: ninguna de las verdades o solamente una es… verdadera. Si existe nada más que un Dios, lo cual se concluye mediante la razón natural, sólo puede haber una doctrina auténtica sobre Él.
Cuidado con esas monedas falsas
Al principio he mencionado la consideración de De Maistre sobre las opiniones falaces: son como las monedas falsas. Pues bien, he dejado para el final de este artículo las dos más comunes.
Según el parecer de un reputado estadista como Metternich —que puede sonar a herejía a oídos contemporáneos, pero toda verdad tiene sus matices—, «dos palabras son suficientes para crear el mal; dos palabras que, a fuerza de carecer de todo sentido práctico, deleitan en el vacío a los soñadores. Estas palabras son libertad e igualdad».4
Empecemos por la primera. Sin duda, tiene un inapreciable valor, cuando es verdadera. Sin embargo, la mayoría de las monedas que circulan con ese nombre no poseen autenticidad.
¿Cómo identificar la que llevamos en el bolsillo? Tan simple como leer la inscripción que en ella viene grabada. El término libertad, continúa Metternich, es como el de religión. ¿De qué credo se trata? Asimismo, ¿a qué libertad se está refiriendo? ¿Qué se entiende por libertad?
Recitan las Institutas de Justiniano5 que consiste en la facultad de hacer lo que se quiera, excepto aquello que la ley prohíbe. Cualquier sociedad con un mínimo de civilización impondrá límites a sus ciudadanos. De lo contrario, se establece el caos. Pero ¿cuáles son las fronteras de la verdadera libertad?
Si en su moneda está estampado «mi libertad termina donde empieza la del otro», sepa que se trata de una falsificación, porque, en el fondo de esa idea, está la de que la moral se basa en un mero trato de coexistencia pacífica, sin fundamento en valores absolutos. La baliza pasa a ser simplemente la propia comodidad. Perdóneme la truculencia de los ejemplos: ¿Quiere acabar con su salud cometiendo toda clase de excesos? Siéntase a voluntad, siempre y cuando no me fastidie. ¿Desea acabar con su familia? Si sus miembros no se ofenden, ¿qué problema hay? ¿Que ha optado por matarse? Por favor, únicamente no me cause molestias con eso… ¿Adónde iremos a parar?
La libertad no consiste en ser esclavo de los propios instintos y pasiones, sino en nuestro imperio sobre lo que más queremos: nosotros mismos. Es la moneda con la que compramos el Cielo, pues nos da la posibilidad de adquirir méritos; cuando no está falsificada o no es un vil oropel, es «la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8, 21).
No obstante, como en la mayoría de las ocasiones ese concepto no se encuentra bien definido en las mentes, es fácil transformarlo en una especie de cliché demagógico y etéreo, que todo el mundo ama, defiende, busca… sin saber exactamente de qué se trata. Es lo que la lógica llama equivocidad, o sea, emplear una palabra con varios sentidos distintos para llevar el raciocinio adonde uno quiera.
¿Qué diría Terencio?
Falta hablar acerca de la igualdad, en cuya exposición me remito a una brillante explicación del Prof. Plinio Correa de Oliveira.6 Cuántas veces no escuchamos: «La justicia manda que, desde el punto de partida de la vida, todos tengan las mismas oportunidades». ¿Será real esta afirmación?
Tomemos la célula madre de la sociedad: la familia. Hay un factor natural, misterioso y sagrado, que está íntimamente ligado a ella: la herencia biológica. Es evidente que algunas familias tienen mejores dotes, desde ese punto de vista, que otras.
Hay familias en las se transmite a través de muchas generaciones el sentido artístico, o el don de la palabra, o el tino médico, o la aptitud para los negocios. La propia naturaleza —y, por tanto, Dios, que es su autor— invalida, por medio de la familia, el principio de la igualdad desde su punto de partida. Ahora bien, ¿por qué esa impertinencia de imponerla artificialmente en el patrimonio, en la cultura y en tantos otros campos?
Uno de los famosos oradores togados, de nombre Terencio, discursó en defensa de una idea que después se vulgarizó en el siguiente adagio: «Duo cum faciunt idem non est idem».7 Una vez más, los antiguos tenían razón. Aunque todos hicieran y pensaran lo mismo, harían y pensarían de forma diferente.
No sé qué título ponerle a este artículo
Al llegar al final de la disertación, surgió la dificultad: ¿qué título le pongo? Pensé llamarla Problemas de la actualidad, pero la formulación era demasiado banal. Sería el enésimo artículo —elevado a cien— que llevaría ese nombre pomposo para designar el fenómeno más común de nuestros días: los problemas.
Exclamé «¡Herejes!», basándome en el espirituoso modo con el que Chesterton los definió: «Un hombre cuya visión de las cosas tiene la audacia de diferir de la mía».8 De hecho, al no haber verdades absolutas, ese es el único criterio que aún se utiliza para tacharle a alguien con ese solemne epíteto.
Insatisfecho, recurrí a otros: ¿2+2 aún es igual a 4?; o quizá: La última vez que sacrificaron la Verdad, resucitó al tercer día, pero nada encajaba con el conjunto del artículo.
Ante la falta de inspiración, desistí de titularlo. Parecía la parte más fácil y, sin embargo… Hay ciertas posturas de alma tan ilógicas que realmente se hace difícil calificarlas. Dejo, pues, que el lector escoja el título. ◊
En la foto destacada: «El prestidigitador», por El Bosco – Museo de Saint-Germain-en-Laye (Francia)
Notas
1 DE MAISTRE, Joseph. Les soirées de Saint Pétersbourg. 2.ª ed. Lyon: J. B. Pélagaud, 1870, t. I, p. 24.
2 FANATISMO. In: HOUAISS, Antônio; VILLAR, Mauro de Salles. Grande Dicionário Houaiss da Língua Portuguesa. Rio de Janeiro: Objetiva, 2001.
3 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 64, a. 1; a. 4.
4 DECAUX, Alain. «Metternich, “cocher de l’Europe”». In: Historia. Paris. N.º 318 (mayo, 1973); p. 132.
5 Cf. JUSTINIANO. Institutas do Imperador Justiniano. Bauru: EDIPRO, 2001, p. 25.
6 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «O problema dos 4 irmãos». In: Folha de São Paulo. São Paulo. Año XLVIII. N.º 14.500 (26 feb, 1969); p. 4.
7 Del latín: «Cuando dos personas hacen lo mismo, no es lo mismo».
8 CHESTERTON, Gilbert Keith. Hereges. Campinas: Ecclesiae, 2011, p. 35.