El imponente paisaje marítimo incitaba a las escuadras cristianas a avanzar en la histórica mañana del 7 de octubre de 1571. Transcurridos más de cuatro siglos, ¿qué lección sacamos de la mayor batalla naval de todos los tiempos?
Serenas, impávidas y gloriosas, las aguas del golfo de Lepanto aún hoy en día cautivan la mirada y el espíritu de quienes recorren sus laderas, indagando qué historias encierra aquel lugar insólito. Pero tal encanto no se debe a las inspiraciones de Homero o al brillo del raciocinio de Aristóteles, que una vez refulgieron en Grecia para luego conquistar el mundo.
En ese imponente paisaje marítimo marcado por los vientos del heroísmo, la mañana del 7 de octubre de 1571 despuntaba decisiva, incitando a las escuadras cristianas allí reunidas a la gran resolución de avanzar. Las oraciones del Sumo Pontífice, aliadas al brazo fuerte de «un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan» (Jn 1, 6), conquistaron los Cielos, movieron la tierra y se adentraron en los mares asumiendo el carácter de lucha, ¡hasta convertirse en un magnífico triunfo! En aquellas aguas muchos entregaron sus vidas con ufanía en defensa de algo más querido que los sueños de la juventud y más sagrado que la luz de sus propios ojos: la libertad de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
Cierta intuición profética hizo que San Pío V aconsejara en repetidas ocasiones que prosiguieran sin temor, porque él mismo, en nombre de Dios, les aseguraba la victoria. Era el Papa un venerable anciano que en el atardecer de sus días vio cómo se desencadenaba una persecución sin precedentes sobre la cristiandad y cuya fe, aquilatada en el fuego de la prueba (cf. 1 Pe 1, 7), nunca languideció ante el adversario.
Armado de valor, el austero sexagenario comenzó a llevar a efecto vigilias de oración, ayuno y penitencia suplicándole a María Santísima, Señora del Rosario y Auxilio de los cristianos, la salvación del rebaño amenazado. ¿Qué habrá habido entre la Virgen y él en esos largos coloquios? Es algo que hasta hoy permanece envuelto en las brumas del misterio. Sin embargo, en su condición de cabeza visible de la Esposa Mística de Cristo, ostentador del poder de las llaves y depositario de las promesas de inmortalidad de la Iglesia (cf. Mt 16, 18-19), el Sucesor de Pedro movió el Corazón Inmaculado de María y, en consecuencia, el rumbo de la Historia.
Asistido por luces sobrenaturales San Pío V lanzó el bastón de una fulminante embestida, que solamente fue recogido por algunos reinos católicos más fervorosos. A ellos les manifestó las angustias de su alma de pastor, pero, ante todo, la certeza del éxito que místicamente ya le había sido asegurado.
Al mismo tiempo discernió un altísimo llamamiento en el hijo menor del emperador Carlos V, un joven de tan sólo 24 años, el cual daba muestras de haber sido tallado por Dios para proezas y audacias dignas de los grandes héroes. Sin dudarlo, lo puso al frente de los hombres de guerra más experimentados con esta única consigna: ¡Avanzar!
En su condición de cabeza visible de la Esposa Mística de Cristo, San Pío V movió el Corazón Inmaculado de María y, con él, el rumbo de la Historia. Sus oraciones aliadas al brazo fuerte de Don de Juan Austria se transformaron en un magnífico triunfo.
Desde el principio una inefable promesa de gloria acompañó tal empresa, fruto de la mirada materna de la Santísima Virgen que se aparecería presencialmente a completar la obra iniciada por la fuerza varonil de sus combatientes hijos.
Transcurridos más de cuatro siglos de la mayor batalla naval de todos los tiempos, nuestra alma católica extrae de la gran lección de Lepanto la certeza de que las encrucijadas del futuro, aunque terribles, nunca podrán impedir la intervención celestial, cuyo carácter simbólico, milagroso y paradigmático, permanece indeleble en la hazaña encabezada por el generalísimo Juan de Austria.
Quizá esa gran porción de mar, de belleza épica, esté habitada aún en la actualidad por el ángel que guio a la Armada cristiana en «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos».1 Con su presencia bélica parece acariciar la orilla, mover las aguas e inspirar en el interior de quien las contempla esta certeza: «La victoria de hoy, así como la de ayer, les está reservada a aquellos que supieron elevar hasta el trono de Dios el clamor nacido de una fe intrépida en lo más hondo de sus corazones: ¡Auxilium Christianorum, ora pro nobis!». ◊
Notas
1 CERVANTES SAAVEDRA, Miguel de. Novelas ejemplares, Prólogo.
La Virgen del Rosario fue mi devoción siempre, este dia hice la primera comunión … es mi arma, mi aliado para lograr todo en mi vida.
Mi rosario diario, y mas de uno, es lo que me da la paz en los momentos difíciles.