Admiración, servicio y sacrificio impregnados de alegría

Pierre Toussaint comprendió la verdadera libertad de los hijos de Dios y vio sus tendencias y mentalidad transformadas por la virtud de la admiración.

Las heroicas muestras de fe que nos llegan de África nos obligan al respeto y nos inspiran veneración. Si la ingenuidad nos hubiera llevado a imaginar que la era de los mártires había quedado relegada a los libros de historia y a olvidarnos de que en el mundo tendremos tribulaciones (cf. Jn 16, 33), nuestros hermanos africanos nos traen hoy copiosos testimonios de sangre, avergonzando con su ejemplo a tantas partes del mundo abatidas por un verdadero invierno demográfico de bautizados. Allí, donde arrecia la persecución religiosa, crece el número de hijos de Dios y ministros de Nuestro Señor Jesucristo.

En honor a estos hermanos nuestros, evocamos aquí el ejemplo, no propiamente de martirio, sino de vida cristiana y de virtudes heroicas del Venerable Pierre Toussaint.

¿Cómo no reconocer a simple vista, en el porte erguido, en la mirada penetrante, en la acogedora y discreta inclinación de la cabeza, en la mano que, distendida pero firme, se apoya sobre la mesa, en definitiva, en el difuso imponderable de nobleza, limpieza, fuerza y recato, el carácter de un auténtico gentleman y, más aún, del varón católico humilde y dueño de sus pasiones? ¿Cuál es el origen de tantas cualidades?

Pierre nació en esclavitud en 1766, en Haití, por entonces colonia francesa que ocupaba la parte occidental de la isla de Santo Domingo. Los amos a quienes servía, la familia Bérard, eran acaudalados terratenientes. Pero no pensemos en la cruel esclavitud pagana ni en ciertos abusos de la época colonial. Su abuela Zenobia, niñera de los hijos de la casa, se ganó tal estima por su leal servicio que le concedieron la libertad. Su madre, Úrsula, era la camarera personal de Madame Bérard. Pierre, por su parte, se dedicaba a la labranza y conquistó el corazón de todos por su alegría y gentileza. Así lo describe un testigo: «Recuerdo a Toussaint de entre los esclavos, vestido con una chaquetilla roja, lleno de energía y muy aficionado al baile y a la música, y siempre devoto de su ama, que era joven y alegre».1

Cuando Jean Bérard, junto con su familia y algunos esclavos, regresó a Francia, dejando a su hijo mayor al cuidado de sus tierras en América, estalló la Revolución francesa, que enseguida se extendió por las colonias con el frenético prurito de los dudosos ideales de «libertad» fratricida. Al ver amenazadas también sus propiedades en Haití, el patriarca decidió huir a Nueva York, con la esperanza de recuperarlas cuando los acontecimientos se calmaran.

Con este propósito, viajó unos años después a la isla de Santo Domingo, mientras su esposa permanecía en Nueva York a la espera de noticias. Y éstas llegaron, tan sombrías como la dramática sucesión de las desventuras de Job (cf. Job 1, 13-19). En una primera carta, el Sr. Bérard le anunciaba que todas las propiedades de la colonia se habían perdido irremediablemente. Poco después, en una segunda misiva le comunicaban a la Sra. Bérard el fallecimiento de su esposo, debido a una pleuresía. Apenas se había recuperado del trauma cuando la noticia de la quiebra de la empresa donde estaban depositados los bienes de la familia llamaba a la puerta de su casa. A los pies de la pobre desdichada, sólo le quedaba de sus tesoros un esclavo devoto y generoso, el buen Pierre, que a partir de ahí se dedicó a su ama por completo y abnegadamente.

No tardaron en aparecer los enfurecidos acreedores. Tras abandonar los privilegios que antes poseía, Madame Bérard se vio en una situación cada vez más angustiosa. En una ocasión llamó a Pierre y le entregó unas joyas, indicándole que las vendiera al mejor precio posible; con dolor en el corazón, no pudo obedecer. Unos días después, juntando todos los ahorros que había hecho ejerciendo el oficio de peluquero, sorprendió a su ama poniéndole en sus manos dos paquetes: uno con las joyas y otro con la cuantía equivalente. Al peluquero que la buscó para cobrarle antiguas deudas, él le ofreció a cambio un período de servicio y saldó la deuda, completando el importe con el regalo de Año Nuevo que había recibido.

«Su laboriosidad era incesante; y cada hora del día, bien empleada. Cuando se veía libre de sus ocupaciones, su primer pensamiento era para su ama, apresurándose a volver a casa y tratar de alegrarla. […] Su gran objetivo era servirla»,2 y lo hacía con extremo refinamiento, sacrificándose en silencio. Siempre que podía, llenaba su mesa de exquisiteces y raros frutos tropicales. Al verla abatida, enseguida la persuadía para que preparara un festín. Pierre invitaba a unos pocos amigos cercanos y, el día señalado, peinaba a su ama, cuyo cabello coronaba con una rica flor que, a escondidas, había comprado. Preparaba la mesa, decoraba la casa y recibía a las visitas en la puerta, vestido con mucho estilo.

Pierre Toussaint al final de su vida

Solo había una cosa con la que no se conformaba: «La conocí —decía él—, llena de vida y alegría, ricamente vestida, participando animadamente en las diversiones; ahora todo había cambiado, y eso me entristece mucho».3 La principal biógrafa de Pierre reflexiona sabiamente: «Había algo mucho más allá de la devoción de un esclavo afectuoso; parecía participar de un conocimiento de la mente humana, de una percepción intuitiva de las necesidades del alma, que surgía de su propia naturaleza finamente ordenada».4 Hasta el final de su vida, él sería para su ama el auxilio en todo momento.

Con su alma dulce, servicial y religiosa, recorría las calles de Nueva York, siendo solicitado por sus servicios de peluquero por damas de la alta sociedad. Curiosamente, no eran raras las ocasiones en que la estética capilar pasaba a un segundo plano y Pierre se veía obligado a dedicarse al cuidado de las almas, pues había adquirido fama de consejero admirable. Mary Anna Sawyer Schuyler, nuera del general Philip Schuyler, consideraba a Pierre su único confidente y lo llamaba «mi santo». Muchas fueron las almas que se beneficiaron de su generoso trabajo, sus sabias palabras o su simple presencia.

Tras la muerte de la Sra. Bérard, el pequeño estudio-vivienda de Pierre se convirtió en un abrigo de huérfanos, sacerdotes refugiados y trabajadores empobrecidos, por quienes intercedía ante personas importantes de la ciudad, consiguiéndoles un empleo y mejorándoles su existencia. Vivió hasta los 87 años, como católico y perseverante frecuentador de los sacramentos, en un ambiente hostil a la fe.

Incontaminado de toda envidia e ignorando la acritud de la rebelión, Pierre Toussaint ostentó, como lección para la historia, el distintivo del verdadero católico: la generosidad llena de alegría. El servicio lo ennobleció, y la admiración —acto de justicia que rendimos, gozosos, a todo lo que nos es superior— dotó a su alma de delicadeza, perspicacia y buen gusto. Comprendió que Dios ama a todos los hombres y, por eso, los dispuso en una armoniosa escala de perfecciones, para que cada uno proceda según el don que ha recibido (cf. 1 Pe 4, 10-11) y todos se enriquezcan haciéndose esclavos unos de otros por la caridad (cf. Gál 5, 13).

 

Notas


1 LEE, Hannah Farnham Sawyer. Memoir of Pierre Toussaint, Born a Slave in St. Domingo. 3.ª ed. Boston: Crosby, Nichols and Company, 1854, p. 15.

2 Idem, p. 20.

3 Idem, p. 25.

4 Idem, p. 26.

 

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