Subiendo y bajando montañas, bordeando ríos o atravesando valles, recorriendo caminos de tierra o carreteras asfaltadas, el viajero se encuentra a menudo con un determinado paisaje: a lo lejos vislumbra una torre. Al acercarse aún más, distingue sobre ella una cruz. Todavía no se ven vitrales, no se escucha el sonido de un órgano ni se aprecian piadosas imágenes; sin embargo, no hay lugar a dudas: es una iglesia con su campanario.
Junto al templo e irguiéndose por encima de él, los campanarios desafían el tiempo y la distancia, orientando la vida cristiana e indicándoles a todos la presencia de Dios.
Altaneros, esbeltos e imponentes, manifiestan la grandeza del lugar sagrado y dominan en una mezcla de encanto y pujanza propios del que se eleva en busca del cielo.
Verdaderas obras de arquitectura, con formas y tamaños variados, desde el siglo VII los cristianos comenzaron a levantar torres junto a las iglesias. La costumbre se consolidó en la centuria siguiente y, a partir del siglo XI, se convirtieron en una parte integrante, bien de grandes catedrales y de monasterios, bien de pequeñas capillas. No hay quien no las haya admirado, pero pocos tal vez se hayan preguntado cuál sería su utilidad, limitándose la mayoría a pensar que son indispensables por meras razones estéticas.
Al igual que los torreones de las construcciones medievales e incluso premedievales, el campanario es un símbolo de fuerza y vigilancia; desde lo alto, lo abarca todo a su alrededor y escudriña lejanos horizontes. Sería un torreón del homenaje ya no militar sino religioso, del Señor de toda la tierra.
Sin embargo, su finalidad práctica es hacer sonar las campanas, que desde muy antiguo se asociaron al culto litúrgico, y éstas debían estar en un lugar elevado para que fueran escuchadas por todos, como señal de llamada que guiase desde lo alto la vida de los fieles.
¿Cuántos no dejaban sus casas, sus campos, sus quehaceres, al percatarse que tocaban para la hora de la misa? ¿Cuántos clérigos, al tañido del bronce, no dejaban sus celdas o sus labores para ir al canto de los oficios litúrgicos?
Todos sabían interpretar muy bien su voz, ya fuere para ennoblecer una solemnidad, ya una plegaria por un difunto; ora anunciando una tempestad o una catástrofe natural, ora dando la alarma de una guerra. Un antiguo dístico latino nos describe esa voz de mando que procedía del campanario:
Convoco, signo, noto, compello, concino, ploro. / Arma, dies, horas, fulgura, festa, rogos.1
Por tanto, acompañando la vida de la Iglesia y guiándola, el campanario puede representar, en un simbolismo superior, a los profetas y varones providenciales a quienes Dios constituye como señal de convocatoria y envía como emisarios de su voluntad en toda época y lugar.
Elevándose de la tierra al Cielo, se hacen escuchar por todos recordando la supremacía de la alabanza divina, anunciando castigos e intervenciones celestiales, y guiando al pueblo hacia Dios. Los profetas, ante todo, marcan en la Historia las horas del Todopoderoso. ◊
Notas
1 Del latín: «Convoco a las armas; señalo los días; marco las horas, alerto de los relámpagos; celebro las fiestas, lloro las súplicas».