La familia está en la raíz de la creación, pues no convenía que el primer hombre estuviera solo (cf. Gén 2, 18). Por eso el Omnipotente unió a Adán y Eva en una sola carne, para que poblaran la tierra (cf. Gén 2, 24; 1, 28). Jesucristo elevó esta unión a la categoría de sacramento, el cual ha sido comparado a su connubio con la Iglesia (cf. Ef 5, 31-32).
Este consorcio no es una mera abstracción. Como en el pasado, «el mundo de hoy necesita la alianza conyugal para conocer y acoger el amor de Dios, y para superar, con su fuerza que une y reconcilia, las fuerzas que destruyen las relaciones y las sociedades» (León XIV. Homilía, 1/6/2025).
¿Qué fuerza unifica al matrimonio y qué fuerzas lo disgregan? No es ningún secreto que la Revolución, en sus múltiples metamorfosis, constituye el factor más decisivo en la disolución conyugal.
En los movimientos cismáticos del siglo xvi, por naturaleza separatistas, el divorcio ya constituía un núcleo de disgregación social. Un ejemplo paradigmático fue el del rey Enrique VIII de Inglaterra, que rompió el pacto conyugal y, con él, la comunión con Roma. También Lutero, al reducir el casamiento a una institución meramente terrena, avaló la separación matrimonial.
En cuanto a la Revolución francesa, el diplomático francés Talleyrand comentó que la gente, antes de ella, todavía era amiga de la familia y, después, se volvió amiga del individualismo. El creciente secularismo del siglo xix no hizo sino acentuar la concepción del casamiento como consorcio civil, desvinculándolo de la religión.
La Revolución comunista confinó aún más la esencia del matrimonio, apelando a categorías meramente económicas, y reprochó pari passu su supuesta «opresión».
La llamada «revolución cultural» del siglo xx se nutrió de elementos marxistas y de la libertina rebelión estudiantil de mayo de 1968. Esta última, con lemas como «Ni Dios ni amo» y «La imaginación ha tomado el poder», pregonaba que era necesario superar convenciones tradicionales como la familia.
La historia nos muestra lo desastroso que han sido todos esos tipos de disgregación. La ruina de la familia ha precedido siempre a la decadencia de una sociedad. Como bien señala el sumo pontífice, hemos de retornar al matrimonio como factor agregatorio, bajo la égida del amor a Dios.
El arquetipo de la familia se encuentra en la Casa de Nazaret. Sin embargo, para discernir mejor la necesidad de «sobrenaturalizar» el matrimonio, vale la pena recurrir al ejemplo concreto de los padres de Santa Teresa del Niño Jesús: Luis y Celia Martin, que fueron canonizados juntos. Ambos estaban convencidos de que tenían que santificarse juntos. Por eso, iban a misa juntos, rezaban juntos, sufrían juntos y juntos formaron un hogar genuinamente católico, es decir, un espejo de la Patria celestial. Razón por la que Santa Teresa se regocijaba: «Dios me ha dado un padre y una madre más dignos del Cielo que de la tierra» (Carta 261).
Contrariamente a lo que propugna una visión naturalista, revolucionaria e incluso mezquina del matrimonio, éste debe configurarse como una participación de la sagrada convivencia que los santos disfrutan en la visión beatífica. En efecto, en la morada celestial ya no hay egoísmos ni disgregaciones; es el lugar de la plena armonía, donde todos juntos glorifican al Padre, «de quien toma nombre toda paternidad en el Cielo y en la tierra» (Ef 3, 15).
Por lo tanto, en la Patria —«en el lugar del Padre»— es donde se consumará el lema de una noble madre y esposa católica, Lucilia Corrêa de Oliveira: «Vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien». ◊
