«Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). En esta sublime enseñanza, el divino Maestro nos invita a imitar su propio ejemplo, pues Él vino a la tierra para dar la vida en rescate por muchos (cf. Mt 20, 28).
De hecho, pese a la multiplicidad de los efectos de la Redención, el aspecto principal de la misión del Señor consistió en ser la Víctima de propiciación por nuestros pecados, como dice el Apóstol: «Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15). Ya lo había profetizado Isaías cuando afirmó: «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores […]. Sus cicatrices nos curaron» (53, 4-5).
Ahora bien, christianus alter Christus – el cristiano es otro Cristo. Todo católico también es esencialmente víctima y debe estar dispuesto a unir sus sufrimientos a los del Salvador, a fin de implorar gracias para el mundo.
Jesucristo es quien sufre en nosotros
Ante esta realidad, muchos son los que se preguntan si la excelentísima Redención obrada por el Cordero divino no compró, definitivamente y para la creación entera, todas las gracias necesarias a la humanidad, y si no hubo, pues, alguna falla en ese supremo sacrificio que precise ser suplida por nosotros.
Para responder a esta cuestión, en primer lugar conviene recordar las palabras de San Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24). Todos los bautizados hemos sido formados de la carne de Jesús y de sus huesos; la gracia que lo hizo cabeza es la misma que hizo de nosotros sus miembros; su vida es nuestra vida.1 Por lo tanto, nuestros sufrimientos son aceptados por el Padre como provenientes de su propio Hijo. De tal modo que no necesitamos de manera alguna suplir ninguna «falla» del sacrificio del Calvario, sino que, en virtud de este supremo ofrecimiento que diviniza nuestras almas y nuestros actos, y por un libérrimo designio divino, nuestros padecimientos se vuelven meritorios.
Por ello es un gran beneficio para la Iglesia que nos unamos al misterio de la Redención y soportemos nuestros dolores con ánimo, porque el Salvador, no pudiendo ya sufrir en su humanidad glorificada, desea padecer en nosotros, para seguir, así, salvando almas.2
¿Y cómo ocurre esto?
Grados de victimización
Afirma el Evangelio que en la casa del Padre «hay muchas moradas» (Jn 14, 2), pues aunque el Reino de los Cielos sea el mismo para todos los justos, existen distintos caminos que conducen a él. Análogamente, si bien que el llamamiento a la victimización es común a todos los bautizados, posee grados y hay diferentes modos de llevarlo a cabo.
La vía ordinaria, a la que todos son convocados, requiere tan sólo que el alma cumpla con rectitud sus deberes de bautizado: «El cristiano que observa única pero verdaderamente los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y que vive por ello en una unión real con Nuestro Señor, vive de la vida de víctima».3 En efecto, gran coraje y paciencia se necesitan para afrontar las luchas inherentes a este valle de lágrimas, y tal esfuerzo del alma sube a Dios como sacrificio de agradable olor. A este camino de santidad hemos sido invitados: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual» (Rom 12, 1).
La vía especial de los consagrados
Destacándose del número general de los fieles, hay ciertas almas que no se contentan con la simple práctica de los mandamientos y emprenden generosamente una vía más ardua, deseando alcanzar una mayor identificación con el divino Maestro. Se trata de los sacerdotes y de las personas consagradas a Dios que, mediante la práctica de los consejos evangélicos, tienen la misión de abrazar más especialmente el estado de víctima: «Tender a la unión con la adorable Víctima es, pues, un deber esencial de todo cristiano; pero tender a la perfección de la unión es un deber esencial de todo religioso».4
Se deciden, movidos por un gran amor, a llevar no sólo un trozo de la cruz del Señor, sino a cargarla por entero, sin medir esfuerzos, sin pensar en la propia fatiga ni en los méritos que pudieran adquirir. El único objetivo que los impele es consolar y aliviar el Corazón de Dios.
El alma consagrada se somete a una «inmolación sin reservas, sin esperanza alguna de abandonar jamás el altar del sacrificio»,5 renuncia a su voluntad, a sus criterios y a sus sentimientos en un auténtico martirio incruento, a través del cual no consuma su existencia, sino que con Cristo muere diariamente (cf. 1 Cor 15, 31) para resucitar también con Él a una vida toda ella sobrenatural.
La sencilla vida cotidiana de estas almas atrae sobre la tierra las más profusas bendiciones celestiales y obtiene eficaces gracias de arrepentimiento y conversión para los pecadores. Una maravillosa prueba de ello es el ejemplo de Santa Teresa del Niño Jesús, que con sus pequeños sacrificios —repletos de altísimas intenciones— fue escogida por el Buen Dios como víctima de holocausto al Amor misericordioso de Jesús.
Por consiguiente, los consagrados son el corazón de la Iglesia, encargado de bombear la sangre vivificante de la gracia para todos sus miembros.
Llamamiento específico a la expiación
El tercero y más excelente grado de victimización corresponde a las almas particularmente elegidas, llamadas a expresar ante el Padre «los sentimientos de Cristo Jesús».6 Son las denominadas víctimas expiatorias.
Para esta vía de perfección existe una salvedad: «Aunque uno pueda en estricto rigor ofrecerse como víctima para dar a Dios alegría y gloria por sus sacrificios voluntarios, las más de las veces Dios no introduce en este camino sino a las almas a quienes confía la misión de medianeras: estas almas deben sufrir y expiar por otros, a los cuales aprovechará su inmolación, ya sea atrayendo sobre ellos gracias de misericordia o bien procurando excusar sus culpas ante los ojos de la divina Justicia. Se comprende que no puede uno por sí mismo elegirse para semejante misión. […] Estas personas, Él mismo las escoge, y porque son libres, requiere su aceptación voluntaria. Al dársela ellas, se entregan a su beneplácito, y, desde este momento, Él obra en ellas, de un modo soberano».7
Entregándose por completo a la voluntad de Dios, se convierten en «copias perfectas del Crucificado. […] La Pasión de Cristo después de haberles marcado con su Signo, pasa por ellas para realizar en otras almas por las que ellas expían sus frutos de salvación. Así son portadoras de la gracia del Calvario».8
Las almas-víctimas saben que aun sus actos de fe más ardientes y sus mejores resoluciones no tienen consistencia ni fortaleza, si no están corroborados por el sufrimiento; abrazar la cruz es para ellos una exigencia de fidelidad a Dios, y en ello consiste su razón de ser.
Crucifijos vivos
El sacerdote jesuita Monier-Vinar, en la introducción a la obra Llamamiento al amor, sobre las revelaciones del Sagrado Corazón de Jesús a sor Josefa Menéndez, describe de forma bellísima la vocación de una víctima expiatoria:
«[Para llegar a las almas alejadas de la fe] Cristo se servirá de otras almas que convertirá en canales de su Misericordia. Ramas fecundas de la Viña mística, cargadas de savia por su estrecha unión con la Cepa divina, […] en ellas y por ellas se establece el contacto de la gracia: son las almas víctimas.
»Para representar bien este papel tienen que estar identificadas con Cristo crucificado, sus corazones tienen que latir plenamente al unísono con el suyo mientras que Él, para hacer de ellas sus imágenes vivas, las incrusta en lo más profundo del alma, del corazón y del cuerpo, su dolorosa Pasión. En estas almas renovará todos sus misterios: como Él serán contradichas, perseguidas, humilladas, flageladas, crucificadas y lo que los hombres no hagan, Dios mismo lo completará por dolores misteriosos, agonías, estigmas que harán de ellas unos crucifijos vivientes. […]
»Son las cooperadoras de la Redención, en el sentido más estricto de la palabra: el amor del prójimo las impulsa, su misión es diferente de la de las otras. […] El mismo Cristo, atiza este celo, comunicándoles su ardiente Amor a las almas de modo que desde ese momento, aman ya con su propio Corazón. Este amor les comunica una fortaleza sobrehumana».9
Aquellos que sienten en sí el claro llamamiento a la victimización expiatoria deben prepararse para un auténtico desposorio místico con el sufrimiento, pero también alegrarse con la certeza de poder consolar verdaderamente a Dios, que en ellos verá la imagen de su propio amor incondicional.
¿Sufriremos como Jesús o como los condenados?
He aquí el resumen de las tres vías de victimización, una de las cuales, al menos, habremos de recorrer a lo largo de nuestros días en esta tierra, como bautizados. Frágiles por naturaleza, tenemos auténtico horror al sufrimiento y, a la vista de los sacrificios que se nos presentan, por pequeños que sean, nos estremecemos. Ahora bien, el dolor es inevitable en el estado de prueba en el que nos encontramos y, ante esta realidad, sólo existen dos caminos que tomar: padecer en unión con Nuestro Señor Jesucristo, ejerciendo nuestro papel de víctimas —de acuerdo con nuestra vocación personal— y obteniendo méritos para la vida eterna; o sufrir como los demonios y condenados, amargados por la rebelión y con rumbo hacia el infierno.
No obstante, al ser incapaces de recorrer por nosotros mismos el camino de la santidad, sepamos acudir a aquella que, con una simple sonrisa, puede darnos fuerzas para todo, y digámosle: «Oh, María Santísima, Reina dolorosa y Madre mía, quiero abrazar la cruz con toda la energía y con todo el gozo de mi alma. Sin embargo, no me muevo a ello… Dame la gracia de que una de las lágrimas que derramaste durante la Pasión haya sido por mí. Así, veré mi alma transformada de vil cobarde a verdadero héroe del sacrificio».10 ◊
Notas
1 Cf. GIRAUD, MS, Sylvain-Marie. De l’esprit et de la vie de sacrifice dans l’état religieux. 8.ª ed. Paris-Lyon: Delhomme et Briguet, 1889, p. 4.
2 Cf. LEHODEY, Vital. Le saint abandon. 7.ª ed. Paris: J. Gabalda, 1935, p. 74.
3 GIRAUD, op. cit., p. 8.
4 Ídem, p. 59.
5 Ídem, p. 16.
6 MONIER-VINARD, SJ, H. «Introducción». Un llamamiento al amor. El mensaje del Sagrado Corazón al mundo y su mensajera sor Josefa Menéndez. México: Patria, 1949, p. 17.
7 Ídem, ibídem.
8 Ídem, p. 20.
9 Ídem, p. 21.
10 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Meditação sobre a Última Ceia. São Paulo, 1/3/1994.