En las primeras décadas del siglo xix, España vivió un fuerte movimiento anticlerical, que infundió dudas y preconceptos en las almas respecto a la Iglesia Católica, cuando no un odio declarado y violento.
Pero al mismo tiempo la Providencia no dejó de suscitar valientes pastores que descubrieran los errores de los pérfidos y esclarecieran a las almas acerca de la verdad. La vida del sacerdote jesuita Francisco de Paula Tarín es un magnífico ejemplo de esta realidad.
El origen de su vocación
Francisco nació el 7 de octubre de 1847, en el seno de un hogar muy cristiano de la localidad valenciana de Godelleta, España. Noveno de once hijos, de frágil salud, pero de trato jovial, siempre estaba presto a servir con abnegación. Dotado de privilegiada inteligencia y afirmativa personalidad, prontamente se convirtió en líder de sus compañeros.
A los 18 años, rezando ante la Virgen del Pilar de Zaragoza, recibió la gracia que lo marcaría para siempre. Así narraba, décadas después, lo ocurrido: «Me puse en la cola, como mi padre quería: cuando de rodillas besé el santo pilar, me entró un calor interior que todavía no se me ha quitado».1 Hizo una buena confesión, recibió la sagrada Eucaristía y cambió de vida. En otra ocasión, refirió que en ese hecho se hallaba el origen de su vocación.
Tenía 25 años cuando, habiendo concluido la carrera de Derecho, en Valencia, decidió su futuro: ser sacerdote de la Compañía de Jesús. La vida consagrada supondrá para él una gran alegría y pronto se destacaría como religioso ejemplar por su extraordinaria humildad, piedad y caridad; siempre fervoroso y puntual, asumía espontáneamente los trabajos manuales más penosos. Adquirió y mantuvo hasta el final de su existencia el hábito de dormir dos horas o tres, sentado en una silla, nunca en la cama, reclinando la cabeza en el respaldo.
Comienza su gran labor misionera
Esa generosidad y entusiasmo iniciales serán la norma de todas sus actividades y la razón del éxito de sus emprendimientos apostólicos.
En 1879 es trasladado del seminario francés de Poyanne al Colegio Máximo, de Oña (en la provincia de Burgos), donde estudiaría Teología. Este municipio no gozaba de muy buena fama entre los pueblos vecinos. Francisco y un compañero suyo, Juan Conde, le darían la vuelta a esa situación creando una academia nocturna para jóvenes, en la cual impartirían las primeras nociones de letras, ciencias y, como no, catecismo. En poco tiempo, sería frecuentada casi por la totalidad de los mozos del lugar, consiguiendo con esto arrancarlos del vicio de la blasfemia y de otras malas costumbres; ellos, por su parte, hicieron lo mismo con sus familias, de modo que en unos meses el pueblo entero participaría en diversas devociones, como la procesión del rosario de la aurora.
Será ordenado sacerdote en 1883 y un año más tarde lo destinarán al colegio de los jesuitas de El Puerto de Santa María (Cádiz). Aquí, por designio de Dios recibió una de esas benditas fuentes de sufrimiento de la que brotaría el éxito de sus misiones: una herida en la pierna derecha que nunca cicatrizará y de la cual tendrá que cortar restos de carne podrida y hedionda, un cilicio permanente —diría él mismo— que le causaría enormes padecimientos.
Se mudó después a Talavera de la Reina (Toledo), donde comenzó sus incursiones misioneras por el mundo rural. En los años siguientes, visitaría más de 400 pueblos de toda España, recorriendo casi 200.000 kilómetros, con los precarios medios de transporte de la época.
Catecismos de Cuaresma
En sus misiones populares, el P. Tarín puso en práctica un nuevo método de evangelización, que pasó a ser conocido como «Catecismos de Cuaresma para personas mayores». Constaban de diálogo, sermón y viacrucis.
En el diálogo doctrinal, dos sacerdotes desde sendos púlpitos entablaban un coloquio partiendo de hechos locales. Abordaban todos los errores que debían ser corregidos o combatidos, los cuales habían estado observando durante los días de misión, en contacto con la gente del lugar. Uno de ellos planteaba las dudas, fingiendo no entenderlas, y le pedía explicaciones al otro; éste las despejaba, razonando sus respuestas con base en sólidos argumentos. Rápidamente el pueblo les puso los motes de «el padre tonto» y «el padre listo».
Con este método conseguían desenmascarar las calumnias contra la Iglesia, los errores doctrinales, las habladurías y los malentendidos que circulaban, dejándoles claro a los asistentes cuál era la verdad y cuál el error. El P. Tarín siempre hacía el papel del padre tonto, poniéndole gracia al asunto. Los resultados fueron tan notables que muchos años después aún se podía comprobar cómo la religiosidad del lugar había echado raíces profundas.
Como parte de sus misiones, a menudo se quedaba confesando hasta altas horas de la madrugada, cuando no la noche entera, sin preocuparse en tomar alimento, llegando en ocasiones a desmayarse de debilidad. Entre los feligreses se comentaba que el P. Tarín sabía cuándo el penitente había hecho su última confesión. Además, al oír a muchos que hacía décadas que no se confesaban, les ayudaba a recordar sus pecados y no dejaba de agregar alguno que hubiera sido omitido.
Infatigable celo por la salvación de las almas
Atestigua uno de sus acompañantes: «No para, ni de día ni de noche; camina de pueblo a pueblo rodeado de un tropel de chiquillos; predica varios sermones cada jornada; confiesa horas largas; pasa la noche de rodillas al pie del altar. […] Dice la misa al romper el alba, y los primeros soles lo ven camino del pueblo siguiente».2
Cierta vez, habiendo estado predicando hasta enronquecer, sus superiores le ordenaron que parara unos días. Sin embargo, su incansable celo apostólico lo llevó a aprovechar ese período de «descanso» para visitar una cárcel conocida como el «Infierno de Cartagena». Perplejo, el director del penal, antes de autorizar su entrada, fue a preguntar si aquel cura no estaba loco. No obstante, horas después, él y los guardias se quedaron atónitos al oír a los presos cantando al unísono el Perdón, ¡oh Dios mío!, seguido del Sálvame, Virgen María. Al día siguiente, desde bien temprano, confesó a varios de ellos. Incluso llegó a constituir con éstos un coro del Apostolado de la oración. En la despedida, el director del centro penitenciario le advirtió que tuviera cuidado, pues temía que los presos no le dejasen salir…
Reclutando de entre las filas enemigas
En una ocasión, la noche previa al inicio de una misión, sus adversarios enviaron a un grupo de jóvenes para que, con pitos, bocinas, golpeando latas, le dieran la «serenata» bajo su ventana. El P. Tarín salió a su encuentro y les habló de una forma tan paternal que los chicos reconocieron que habían sido pagados y le pidieron perdón. Entonces, aprovechando la oportunidad, les invitó a participar en el rosario de la aurora que comenzaría en unas horas. Mientras tanto, se los llevó a la iglesia, en donde varios emplearon la espera para confesarse. Aquel día los enemigos de la Iglesia financiaron el acompañamiento musical de la procesión…
En Cáceres, recondujo al redil de Cristo a un conocido intelectual, furibundamente anticlerical, llamado Eduardo Sánchez Garrido, quien en sus tertulias nocturnas sembraba el rencor contra los sacerdotes y las religiosas leyendo con buen suceso los apuntes de un ingenioso libro que pretendía publicar con el título de Los demonios del Vaticano. En poco tiempo, el P. Tarín lo convenció para que se reconciliara con Dios, quemara sus anotaciones y pusiera sus cualidades literarias al servicio de la Iglesia.
Perseguido por los de fuera y los de dentro
Sus detractores pensaban que podrían derrotarlo si lo ridiculizaban, le provocaban o incluso si le agredían físicamente, pero jamás consiguieron amedrentarlo.
Tan pronto como se enteraban de su paso por una ciudad, empezaban a repartir volantes con caricaturas suyas, chistes y mofas. En Loja (Granada), llegó a recibir mensajes anónimos con amenazas de muerte. Al P. Tarín nunca le intimidaron este tipo de avisos, pero esta vez… iban en serio.
La misión en esa población estaba siendo clausurada con una multitudinaria procesión del rosario de la aurora. De repente, sueltan un toro bravo que embistió a todo trote contra la gente. Únicamente se oían gritos de pánico hasta que el fiero bovino se plantó ante el P. Tarín… Éste se acercó tranquilamente al animal, lo agarró por un cuerno y se lo llevó, ya amansado, a un corral cercano. Y reanudó la procesión, ante el asombro de los presentes.
Por desgracia, aquel a quien los enemigos declarados de la Iglesia no conseguían silenciar acabó siendo víctima de malos católicos, que lo calumniarían ante la sede episcopal de Toledo. Durante unas jornadas en las que el P. Tarín predicaba a cuatro conventos de monjas unos enviados del arzobispo, interrumpiendo una de sus conferencias, le llamaron a palacio y le ordenaron que abandonara la ciudad.
Gallardía ante las hostilidades
También fue víctima de la ola de anticlericalismo y agitación social que asolaba España en esa época. No obstante, gracias a su confianza en el Señor, nada lo amedrentaba; al contrario, defendió con gallardía su condición de sacerdote de Jesucristo. Un día, pasaba por delante de una taberna y percibió que dos hombres estaban mofándose de él. Entonces entró y les dijo:
—Parece que ustedes querían llamar mi atención porque tuvieran ganas de besar el crucifijo. Pues bien, aquí lo tienen.
Atónitos, se quitaron el sombrero, besaron el crucifijo y se arrodillaron para recibir la bendición.
En otra ocasión, regresaba por la noche de una misión por los barrios de Sevilla y al llegar a la residencia de los jesuitas en esta ciudad se encontró con una turba de agitadores que gritaban y rompían los cristales del edificio. Sin titubear, prosiguió su camino. Cuando el coche se detuvo, uno de los manifestantes se dio cuenta de que en él había un sacerdote y empezó a vociferar:
—¡Un cura! ¡Un cura! ¡Ahí dentro viene un jesuita!
Y todos, no con muy buenas intenciones, se apiñaron alrededor del vehículo… Pero al percatarse de que era el P. Tarín, se hizo un absoluto silencio. Uno de ellos le abrió la puerta, le hicieron un pasillo hasta la entrada y conforme iba pasando se descubrían ante él. Una vez terminado el incidente, la gente se fue retirando tranquilamente.
Taumaturgo sin pretensiones
Innumerables son los testimonios sobre sus dotes de taumaturgo.
Una romería en la Región de Murcia había congregado a unos 30.000 peregrinos en una despejada y tórrida mañana de verano. Al ver aquella multitud ante un sol tan inclemente, el P. Tarín comenzó el sermón dirigiéndole a la Virgen una súplica: «Estos fieles han venido de lejos para obsequiaros y soportan mucho calor; haced, Señora, que se corran un poco las cortinas», e inmediatamente «principió a salir un nublo por el lado de Levante, con aire y fresco; cubrió el cielo y así duró todo el día».3
En una casa donde se hospedó en Cartagena (Murcia), se quedaba toda la noche rezando de rodillas, sin apagar la luz. Cada mañana la criada iba a reponer el petróleo del quinqué, pero siempre constataba que ¡no se había consumido! Además, en su cuarto se podía oler una fragancia parecida al jazmín.
En la estación de tren de Utrera (Sevilla), hacía parada un convoy de demacrados y hambrientos soldados, recién llegados de la guerra de Cuba. Mientras esperaba en el andén, el P. Tarín veía cómo, desde las ventanas, pedían algo de comer. Conmovido, se dirigió a la fonda de la estación y reunió todo el pan que había, que no era mucho, y empezó a repartirlo equitativamente de vagón en vagón. Cada soldado iba cogiendo el suyo y, ante el asombro general, ¡no se acababa! «¡Milagro! ¡Milagro! ¡Viva el P. Tarín!», gritaban todos, emocionados. Sin embargo, éste ya había desaparecido del lugar.
El ángel de Sevilla
A finales de 1898 fue nombrado superior de la residencia de la Compañía de Jesús de Sevilla, cargo que desempeñaría hasta 1904, cuando caería gravemente enfermo y sería trasladado a Madrid. En ese período, revitalizará una comunidad diezmada y envejecida, además de ganarse aún más el cariño de la gente con sus continuas misiones populares.
Pero su principal preocupación se centrará en la educación de la juventud. No sólo pretendía que los niños estuvieran escolarizados, sino que en el colegio recibieran una enseñanza y principios bien seleccionados. Para ello fundará la Asociación de Maestros de Primera Enseñanza de San Casiano, donde agruparía al profesorado católico con el objetivo de hacer frente a la enseñanza laica, que tanto daño estaba haciendo en los hogares cristianos.
Percibía proféticamente que el fermento liberal crecía por momentos en España y que de seguir así entraría en una sangrienta contienda. Fue lo que sucedió décadas más tarde.
Su «noche oscura»
Tras recuperarse, en Ciudad Real, de su última enfermedad, en 1909 regresa a la residencia sevillana de los jesuitas. Pero ya había sonado la hora de su calvario. Una nueva dolencia lo mantuvo postrado en cama hasta el momento de su muerte: ya no podría predicar ni realizar misiones.
Fría y lluviosa era aquella noche de invierno en la que, en torno al lecho de dolor, sus hermanos de vocación le recuerdan que están entrando en el día consagrado a la Virgen de Guadalupe. Entonces el enfermo comenta alegremente:
—¡Qué buen día para morir!
Poco después expiraría exclamando los santísimos nombres de Jesús, María y José. Así, con envidiable serenidad, el P. Francisco de Paula Tarín Arnau, SJ, entregaba su alma a Dios el 12 de diciembre de 1910.
Toda la ciudad lloró su fallecimiento. Se formaron largas colas donde la gente aguantaba varias horas para venerar sus restos mortales. De este modo lo homenajeaba el pueblo fiel, que sabe distinguir quién es el verdadero pastor.
Se podría decir que las circunstancias actuales son muy similares y, al mismo tiempo, diferentes a las que, hace más de un siglo, le tocó vivir a este venerable missionarius discurrens en sus andanzas por pueblos y ciudades de España. Parecidas, por la sed de Dios que perdura en las almas sensibles al buen ejemplo de guías y modelos; distintas, por la degradación de las costumbres y el relativismo moral que no ha dejado de crecer, devastando la sociedad y llevando a la perdición a incontables almas.
Que la Santísima Virgen mande a la Santa Iglesia intrépidos evangelizadores de la talla del P. Tarín, cuya fecunda vida, impregnada de lo sobrenatural, y ejemplar muerte constituyen sólidos paradigmas para todos los que aspiran a la santidad. ◊
Notas
1 JAVIERRE, José María. El León de Cristo. Biografía del Venerable Francisco Tarín. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1988, p. 37.
2 Ídem, p. 169.
3 Ídem, p. 172.