Vacíos de sí mismos, llenos de Dios

Para cumplir plenamente la nueva ley del amor, se requiere de nosotros una actitud radical: que nos vaciemos de nosotros mismos.

V Domingo de Pascua

La Iglesia, desde sus orígenes, aprendió de labios del divino Maestro a formular la súplica contenida en el padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino» (Mt 6, 10). San Juan, en el pasaje del Apocalipsis que la liturgia presenta este domingo, vislumbra la plenitud de ese Reino cuando declara que vio «un Cielo nuevo y una tierra nueva […], la nueva Jerusalén que descendía del Cielo» (Ap 21, 1-2), donde habrá una convivencia ininterrumpida con el Altísimo, pues será «la morada de Dios entre los hombres. Dios morará entre ellos» (Ap 21, 3).

A lo largo de su vida pública, el Señor anunció la llegada de ese Reino y confirmó sus palabras con innumerables milagros. El Evangelio de este domingo nos muestra el cuidado y el cariño que, al cabo de tres años, Jesús tuvo para con sus Apóstoles cuando, a punto de iniciar su viacrucis, les muestra el medio por el cual su Reino debía instaurarse en la tierra, dándoles «un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros» (Jn 13, 34a).

Aunque la antigua ley ya ordenaba el amor al prójimo, la novedad de este precepto radica en el modo de practicarlo. Mientras Moisés enseñaba a amar al prójimo «como a sí mismo» (cf. Lev 19, 18), en la nueva ley del amor Jesús indica: «Como yo os he amado» (Jn 13, 34b). Por tanto, se trata de amar al prójimo de la misma manera que Dios le ama.

San Pablo, en la Primera Epístola a los Corintios, describe de modo muy elocuente el amor cristiano: debe ser ante todo sufrido, porque «todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (13, 7). Y el Señor nos da el ejemplo máximo de ello en su Pasión, cuando se entregó por nosotros en la cruz. Por eso el Apóstol de las gentes y San Bernabé advierten en la primera lectura de este domingo: «Hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22b). Se refieren a los sufrimientos que nacen como fruto de la verdadera caridad, imitando así el amor de Jesucristo.

Ahora bien, para poseer plenamente ese amor de Dios en nosotros, es necesario adoptar una actitud radical: vaciarse de sí mismo. El Evangelio del día nos ofrece un detalle importante al respecto: «Cuando [Judas] salió, dijo Jesús: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre”» (Jn 13, 31).

Comentando esta frase, San Agustín afirma: «Salió Judas y ha sido glorificado Jesús; salió el hijo de la perdición y ha sido glorificado el Hijo del hombre. […] Al salir el no limpio, se quedaron todos los limpios y permanecieron con su Limpiador».1 Esta «limpieza» que tuvo lugar en el ámbito colectivo de los Apóstoles debe producirse individualmente en cada uno de nosotros. Por eso el obispo de Hipona aconseja: «Tienes que llenarte del bien, derrama el mal. Imagínate que Dios quiere llenarte de miel; si estás lleno de vinagre, ¿dónde depositas la miel? Hay que derramar el contenido del vaso; hay que limpiar el vaso mismo; hay que limpiarlo, aunque sea con fatiga, a fuerza de frotar, para hacerlo apto para determinada realidad».2

Esforcémonos, pues, por arrancar de nosotros todo egoísmo, orgullo y raíz de iniquidad, para vivir con perfección el precepto del amor y hacer así que el Señor habite entre nosotros. «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). ◊

 

Notas


1 San Agustín. In Ioannis Evangelium. Tractatus lxiii, n.º 2.

2 San Agustín. In Epistolam Ioannis ad Parthos. Tractatus iv, n.º 6.

 

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