Una invitación con los brazos abiertos

El Cristo Redentor corona todas las bellezas de la Ciudad Maravillosa. ¿Qué es lo que realmente contempla y hace en aquellas alturas en las que se encuentra?

Cualquiera que estudie Historia, y específicamente la historia de la Iglesia, toma conocimiento de las innumerables luchas libradas a lo largo de los siglos en favor de la fe. ¡Cuánto esfuerzo dispensado a favor de la Esposa Mística de Cristo en esos combates! ¡Cuántas vidas segadas que se volvieron verdaderos frutos en la eternidad! Por muy trágicas que parezcan a ojos humanos, tales batallas fueron una condición establecida por la Providencia para la expansión del cristianismo, pues «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos».1

¿Y nuestro querido Brasil? El sacrificio fecundo de tantos elegidos también lo bañó en el florecimiento de su misión, cuya grandiosidad está bien simbolizada por la amplitud geográfica de la nación.

«Río de Janeiro, por vocación, es una ciudad de mártires»,2 afirmó el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira. De hecho, en el siglo xvi Nicolás de Villegaignon, un líder hugonote francés, logró una influencia enorme sobre los indios tamoios de la región y tenía planes de fundar allí un reino o dominio, del que se convertiría en señor indiscutible.3 El riesgo que esto representaba para el catolicismo era grande, y los portugueses tomaron las armas para defender su fe, bajo el mando de Mem de Sá y Estácio de Sá, con la ayuda del P. Manoel da Nóbrega y San José de Anchieta.

La victoria lusitana en esta contienda dio origen oficialmente a la ciudad de São Sebastião do Rio de Janeiro, ya preparada por el divino Artífice con muchas bellezas naturales, en especial la bahía de Guanabara —escenario de esas lides—, el Pan de Azúcar y el Corcovado, que más tarde sería coronado por el Cristo Redentor. ¡No es exagerado llamarla Ciudad Maravillosa!

Stefan Zweig afirma en su obra sobre nuestra nación que «en Río, por todas partes, incluso en los lugares más aislados y solitarios, experimentamos esta incomparable duplicidad de ciudad y paisaje, de lo transitorio y lo eterno».4 Y nuevamente el Dr. Plinio, gran admirador de esta urbe, comenta: «Según mi modo de sentir, hay en el panorama de Río, por designio de la Providencia, unos lucimientos sobrenaturales, en el pináculo de lo bello de lo natural. Es un natural tan bello que va más allá de la línea de lo natural. Se percibe, de vez en cuando, unos lucimientos divinos».5

Esta unión entre la tierra y el Cielo no está reservada sólo a la antigua capital brasileña, sino a todo el país. Y es con tal propósito que la colosal imagen del Salvador domina nuestro territorio, acogiendo a los hijos que deseen avanzar hacia esta meta.

Sus brazos siguen receptivos y no se han cerrado en un amplexo divino. Eso es porque muchos de nosotros aún tenemos que definirnos a favor de Cristo y de su Iglesia, definición ésta que requiere también sangre —del alma, por supuesto, y tal vez del cuerpo, si es la voluntad de Dios—, como la derramada por los primeros héroes de estas tierras. ¡El Señor nos libre de quedarnos atrás!

Cuando los últimos fieles acepten este llamamiento al holocausto personal y, por tanto, a la santidad plena, y los brazos del Redentor se crucen sobre nosotros, estrechándonos contra su Sagrado Corazón, entonces se instaurará el reinado de Cristo en el universo. ◊

 

Notas


1 TERTULIANO. Apologeticum, c. L, n.º 13

2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Reunión. São Paulo, 10/4/1983.

3 Cf. BARROS, João de. Heróis portugueses no Brasil. Porto: Lelo, [s. d.], p. 32.

4 ZWEIG, Stefan. Brasil, país do futuro. 2.ª ed. Porto: Civilização, 1943, p. 238.

5 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Charla. São Paulo, 4/2/1990.

 

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