Un hecho para meditar…

A pesar de parecer inmerso en un sueño eterno, el monte Pelée guardaba en su interior una gran amenaza.

Ubicada en Martinica, pequeña isla francesa de las Antillas, en el mar Caribe, la ciudad de Saint-Pierre era conocida por su lujo y confort.

De relevante importancia en su paisaje, destacaba una montaña, conocida como monte Pelée, de 1350 metros de altitud. Aunque parecía estar inmersa en un sueño eterno, la elevación guardaba en su interior una gran amenaza…

Desde febrero de 1902, muchos animales habían sido vistos huyendo de los alrededores de la montaña, molestos por el fuerte olor a azufre que ésta exhalaba. Durante las noches, los perros no dejaban de aullar. En el mes de mayo, les recordó a los habitantes de Saint-Pierre su verdadera identidad: se trataba de un volcán.

La lluvia de cenizas era tan intensa que las ramas de algunos árboles se rompían al no poder soportar su peso. En la zona ya no se oía el canto de los pájaros. Muchas familias comenzaron a abandonar la isla, otras —miles— decidieron tomárselo con más optimismo y esperar a que los hechos se evidenciaran para actuar en consecuencia.

Finalmente, llegó el día 8 de mayo de 1902, en el que se conmemoraba la Ascensión del Señor. El cielo, adonde Cristo había subido hacía casi dos mil años, parecía hallarse cerrado a causa de grandes y opacas nubes. El volumen de explosiones volcánicas iba en aumento y numerosos habitantes optaron por huir de la isla, mientras las campanas convocaban a los fieles a los oficios de la solemnidad. A las 7.50 a. m., según narra el P. Nicolas Pinaud1 en su estudio sobre el gran acontecimiento de Saint-Pierre, un ruido comparable al de centenares de sirenas de barcos sonando al mismo tiempo infestaba el aire y una nube humeante, espesa, negra y surcada de rayos escapaba del volcán. En un abrir y cerrar de ojos, se precipita sobre la ciudad, la cubre, la sofoca, sigue su camino hasta llegar al mar y, extendiéndose en todas direcciones, crece como una montaña de ceniza y fuego. En pocos instantes la región, tapada por un manto negro, se vuelve impenetrable.

Setenta segundos habían bastado para borrar a Saint-Pierre del mapa. Algunos de los hechos registrados denotan la fuerza de aquella explosión: una estatua de la Virgen de 5 toneladas, ubicada a 5 km del cráter, fue encontrada a una docena de metros de su pedestal; una campana que pesaba cerca de una tonelada quedó considerablemente deformada por el calor; de los 400 barcos varados en la ensenada tan sólo uno se salvó; de las 100 000 personas que vivían en la ciudad, 40 000 murieron quemadas, asfixiadas, fulminadas, electrocutadas.

¿Cuáles fueron las causas de este fenómeno?

Ante una tragedia como esta, es muy difícil no preguntarse qué lo ha provocado. ¿Habrá sido una mera coincidencia de ciertas condiciones naturales, fruto de la casualidad? ¿O quizá intervino algún factor externo a la naturaleza? Para tratar de responder, aunque no de una manera definitiva, dejemos a un lado complejas especulaciones científicas y consideremos algunos hechos que tuvieron lugar antes de la explosión.

Setenta segundos habían bastado para borrar a Saint-Pierre del mapa. ¿No sugiere este fenómeno una meditación?
Ruinas de Saint-Pierre (Martinica) tras la catástrofe

Louis Garaud, haciendo referencia al carnaval en esa misma ciudad, afirma: «Nunca las saturnales en Roma, ni siquiera las bacanales en Grecia, ofrecieron semejante espectáculo; nunca la fiesta de los locos, en la Edad Media, exhibió tal rebosamiento de alegría. La imaginación no puede soñar con similares disparates humanos.2

Como si esto no fuera suficiente, se constataba también en algunos casos una postura directamente hostil a la fe. En la fiesta de Corpus Christi, Mons. De Cormont, obispo de Saint-Pierre, se vio obligado a acortar la procesión debido a las piedras y los insultos que recibió durante la misma. La persecución antirreligiosa había alcanzado tales proporciones que el prelado tuvo que dejar Martinica durante unos meses, a fin de calmar los ánimos. A su salida, un grupo de enemigos de la cruz aún le lanzaban proyectiles, contra los cuales Mons. De Cormont no tuvo otra respuesta que: «Vosotros nos tiráis piedras, el volcán os las devolverá». Con estas palabras —que hacen entrever una maldición— se refería al monte Pelée, que hasta entonces parecía dormir…

En el carnaval de 1902, las fiestas adquirieron un carácter sacrílego. Muchos participantes, disfrazados de religiosos, se burlaban del cristianismo. Moerens, en su libro Peregrinación fúnebre a las ruinas de Saint-Pierre, narra: «Una multitud sumamente violenta e impía se esfuerza por descristianizar esta desdichada región. De miras estrechas y espíritu intolerante, los que han asumido la misión de dirigir la opinión pública no cesan, a propósito de todo y de nada, de difundir la blasfemia y menospreciar todo lo que hay de más respetable y sagrado».3

Un infame desafío a Dios

Al parecer, el clímax de esos despropósitos se dio el 28 de marzo de 1902, Viernes Santo, como lo declaraba un habitante de la isla a uno de los periódicos más famosos de París.4 Cuenta que aquella alegre ciudad colonial se despertó con normalidad esa plácida y fresca mañana tropical. Tras las entreabiertas verandas se veían a las amas de casa apresurándose a ponerlo todo en orden antes de ir a la iglesia.

Ruinas de Saint-Pierre (Martinica) tras la catástrofe

Mientras tanto, un bullicioso grupo se dirige a uno de los principales hoteles de la ciudad, donde había preparado un festín. Estos representantes del librepensamiento, para probar su independencia de espíritu, decidieron atiborrarse de los alimentos más grasos que se pudieron inventar, en contradicción con el precepto del ayuno y la abstinencia. Embriagados, esos hombres diabólicos comenzaron a recorrer las calles de la pequeña localidad, vociferando obscenidades y ridiculizando una imagen de Cristo que llevaban consigo.

Se ponen en marcha hacia la montaña. Catorce veces, entre infames blasfemias, la caterva se detiene, hace las estaciones parodiando el camino de la cruz y se burla de las escenas de la Pasión. Continúan subiendo, siempre más exaltados, inventándose a cada paso nuevos improperios. Finalmente, llegan a la cumbre… Se paran ante la abierta boca del volcán y, en medio de una algazara infernal, mofándose y gesticulando, arrojan al fondo del abismo la imagen de aquel que, diecinueve siglos antes, había muerto en rescate de sus almas ingratas.

El día de la Pasión se llevaba a cabo un ultraje de esa magnitud y el de la Ascensión la lava emergía para sepultar la ciudad donde se cometió el crimen. ¿Coincidencia? ¿Existe alguna relación entre esos hechos y la explosión del monte Pelée? No se puede afirmar de manera absoluta, pero le dejamos al lector que saque sus propias conclusiones.

Entre tanto, pasemos a una consideración que, a estas alturas del artículo, quizá sea tan inesperada como innegable: si hay una causa que sin duda se le puede atribuir a esa hecatombe de Saint-Pierre, consiste ella en el optimismo de las propias víctimas. A fin de cuentas, antes del cataclismo, no les faltaron avisos y signos premonitorios.

Frente a una catástrofe causada por la naturaleza, una masacre promovida por la codicia de los hombres, un castigo ejecutado por el brazo justiciero de Dios —o, quién sabe, las tres cosas juntas—, la peor actitud es la de aquel que prefiere descuidar la realidad de los hechos y continuar con su vida sedosa y soñolienta, como si no pasara nada. Es posible que un día, cuando despierte, ya sea demasiado tarde. 

 

Notas


1 Cf. PINAUD, Nicolas. L’éruption de la Montagne Pelée. On ne se moque pas de Dieu. Avrillé: Le Sel de la Terre, 2010, pp. 13-14.

2 GARAUD, Louis. Trois ans a La Martinique. Paris: Alcide Picard et Kaan, 1892, p. 70.

3 MOERENS, U. Pèlerinage funèbre aux ruines de Saint-Pierre, Martinique. Paris: Desclée de Brouwer, 1903, pp. 60-61.

4 Cf. PINAUD, op. cit., pp. 18-19.

 

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