Un Dios… ¡¿manso y humilde?!

La noción de un Dios encarnado que nos da ejemplo de humildad y mansedumbre puede parecer común en nuestros días, pero supuso un verdadero cambio de criterios cuando el Señor la predicó.

31 de agosto – XXII Domingo del Tiempo Ordinario

La liturgia del vigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario pone de relieve un maravilloso aspecto del alma de Nuestro Señor Jesucristo, que la aclamación del Evangelio nos invita a imitar: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29).

Esta afirmación, que hoy puede incluso ser oída con cierta displicencia y superficialidad, sonó chocante en una época histórica en la que los dirigentes de las naciones las tiranizaban (cf. Mc 10, 42), imperaba la ley del más fuerte y los dioses paganos llevaban al paroxismo la manifestación de los vicios humanos.

A lo largo de la Antigüedad clásica, la mayoría de la gente creía en alguna divinidad y pululaban imágenes de dioses idealizados para satisfacer las más diversas expectativas de los hombres, hasta tal punto que, según el satírico romano Petronio, en Atenas era «más fácil encontrarse con un dios que con un hombre».1

Santo Tomás2 nos enseña que mediante el uso normal de la razón el hombre puede llegar a la conclusión de la existencia de un Dios creador, pero nunca logrará saber cómo es ese Dios si Él no se revelara.

En este sentido, Jesús se manifiesta muy gradualmente, abriendo el entendimiento de quienes lo escuchaban para que pudieran comprender a un Dios en todo opuesto a la mentalidad dominante (cf. Mc 10, 43-45), y corroborando sus enseñanzas con numerosos milagros para que, finalmente —habiendo enviado al Espíritu Santo—, lo conocieran y lo amaran de verdad.

El Evangelio nos presenta a Jesús en un banquete en donde notó «que los convidados escogían los primeros puestos» (Lc 14, 7). Con divina mansedumbre y maravilloso encanto, les enseña inicialmente las ventajas humanas de practicar la humildad: «Cuando te conviden a una boda, […] vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba”. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido» (Lc 14, 8-11).

Sólo más tarde les habla de la recompensa en la vida eterna: «Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos» (Lc 14, 13-14).

Dos mil años después, nuestro divino Modelo —contrariando, hoy, quizá más especialmente la hipocresía que la impiedad— nos muestra que la verdadera humildad no consiste en tener buena reputación entre los hombres mediante un afectado rebajamiento o simplicidad, sino una actitud habitual de gratitud y alabanza con la que se le restituye al Creador todo lo que de sus manos hemos recibido.

Nos dio un ejemplo de ello al remitirse continuamente al Padre: «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15); «aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre» (Jn 10, 38).

Le invito, querido lector, a seguir juntos el camino espiritual recorrido por Mons. João, fundador de los Heraldos del Evangelio: maravillémonos ante Nuestro Señor Jesucristo, bien conscientes de que la admiración hace a quien admira semejante al admirado. ◊

 

Notas


1 Petronio. Satiricón, n.º 17.

2 Cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. I, q. 2, a. 3.

 

1 COMENTARIO

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados