22 de junio – Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi)
Uno de los instintos más nobles y fuertes con que Dios ha dotado al ser humano es el de la sociabilidad. Otro instinto menos noble, pero también fortísimo, es el de la conservación, que lleva al hombre, entre otras cosas, a buscar alimento. Como no podía ser de otra manera, ambos instintos están íntimamente relacionados, hasta tal punto de que sólo en la vida en sociedad el hombre encuentra los medios para subsistir de forma segura y estable.
Esa relación entre los dos instintos se puede ver en un hecho común en nuestra vida cotidiana: cuando las personas se quieren, se invitan a socializar durante una comida.
Paradójicamente, el mayor desastre de la historia de la humanidad tuvo su causa en una amistad y una comida. Eva tomó el fruto prohibido y llamó a Adán para comerlo juntos. Adán, por amistad con Eva, desobedeció a Dios aceptando la invitación (cf. Gén 3, 6). Se había cometido el pecado original, a consecuencia del cual se nos cerraron las puertas del Cielo, quedándonos sujetos a la muerte y a todas las desgracias.
Sin embargo, desde toda la eternidad Dios ya había preparado su réplica: si del alimento recibido en aquella comida inicua nos vino la muerte y la condenación, de otro alimento ofrecido en un sacrum convivium nos vendría la salvación y la vida.
Mientras que en el Edén el Señor prohibió a nuestros primeros padres servirse de lo que, por desobediencia a este mandato, se convirtió en fruto de perdición (cf. Gén 2, 17), en la Santa Iglesia —nuevo Paraíso terrenal— Él prescribe que el banquete se perpetúe: «Haced esto en memoria mía» (1 Cor 11, 24).
Allí, comer correspondía a una sentencia de muerte: «No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis» (Gén 3, 3); aquí, comer es prenda de vida eterna: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54).
Esa carne y esa sangre fueron engendradas por Nuestra Señora. Así, el mismo Dios que, en un gesto de amor inimaginable, se hace alimento cuando el sacerdote pronuncia la fórmula de la consagración, se hizo carne en el claustro virginal de María cuando le oyó decir: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
En efecto, de Eva la humanidad recibió el fruto de la muerte, pero a través de la Santísima Virgen nos llegó el pan de vida, pues por voluntad de Dios, si no existiera María, no habría Eucaristía.
En el Santísimo Sacramento, los instintos de conservación y de sociabilidad son atendidos en su más elevada finalidad, porque fueron dados al hombre con vistas a alcanzar la íntima y perenne amistad con el Creador. Ahora bien, como afirma San Pedro Julián Eymard,1 después de la unión hipostática, la unión eucarística es la más íntima y perfecta que podemos tener con Dios.
La alegría de una anfitriona que ofrece un banquete es que sus invitados se deleiten con los manjares que ha preparado hasta el punto de querer más. Así sucede con Nuestra Señora que, obedeciendo al mandato divino, nos preparó en su claustro virginal el pan de vida y el cáliz de la salvación. ◊
Notas
1 Cf. San Pedro Julián Eymard. Considerações espirituais: sacerdócio e vida cristã. São Paulo: Cultor de Livros, 2020, p. 346.