Retratados por contemporáneos suyos, los rasgos fisonómicos de los dos varones que ilustran estas páginas —los cuales fueron quizá, sin haberse encontrado nunca, los mayores antagonistas del siglo xvi— son de una elocuencia impresionante.
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San Ignacio de Loyola, en la plenitud de su madurez intelectual, sugiere de inmediato un primer declive en su vigor físico: delgado, notablemente calvo, arrugado. Hombre acostumbrado a ejercitar mucho más sus cualidades morales que las corporales, en éstas el antiguo soldado ya no revela nada…, nada, salvo su mirada.
Parece que el santo está absorto en alguien. Sus ojos, aunque grandes, se hallan entreabiertos y con los músculos orbiculares contraídos. Un signo de una observación aguda, penetrante y desapasionada. Por cierto, esto debía de ser algo frecuente en él, a juzgar por las pronunciadas arrugas de expresión. Su atención parece mucho más puesta en el alma de quien le habla que propiamente en el relato que le narran. Está como afirmando: «Penetro en ti; sin embargo, yo soy impenetrable».
En contraposición, su boca más bien pequeña —como dando paso sólo a las palabras que realmente merecen ser pronunciadas—, de contornos firmes y muy definidos, se cierra en una sonrisa amable y comprensiva. Su cuello se ladea casi de forma imperceptible en dirección al supuesto interlocutor, como asegurando: «Te acojo y estoy dispuesto a ayudarte, independientemente de los defectos que en ti discierno».
El conjunto, por tanto, da la impresión de una bondad auténtica, volcada hacia el prójimo, pero reservada, firme, austera, formal.
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Lutero es todo lo contrario. Todavía lleno de lozanía, su abundante tejido adiposo se distribuye pródigamente por todas partes, acentuando aún más el redondeado oblicuo de sus rasgos.
Su nariz es grande y carnosa. Su boca, que al ser la extremidad superior del aparato digestivo constituye una especie de «embajada» del instinto en la cabeza —la región más «racional» del cuerpo—, es ancha y de contornos sinuosos, asentándose espaciosamente sobre un mentón poderoso. Su complexión es pronunciada. Todo sugiere robustez, voracidad y deseo vehemente, escondidos en una fisonomía supuestamente distendida, pero no apaciguada.
En efecto, el amago de sonrisa y el cabello disperso contribuyen a formar un imponderable de ironía en estado de gestación, lista para estallar en una carcajada fuerte y sonora, aunque un poco desequilibrada.

Este hombre, de innegables capacidades intelectuales, revela de entrada ser un adepto a la mesa lauta, al placer fácil y a la conversación jocosa… A primera vista, es una figura que muchos podrían verse tentados a considerar simpática.
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No dudamos en afirmar que muchísimos de nuestros contemporáneos, que desconocieran la identidad de los personajes, si se les pidiera que convidaran a uno de los dos a una distendida comida de fin de semana, optarían por Lutero. Después de todo, ¿no parece que el delgado pensador es demasiado sesudo y analítico como para mostrarse relajado? Por otro lado, ¿quién le negaría al gordito bromista un sitio en la mesa?
No obstante, la elección tal vez no sea la más acertada. Si un primer análisis fisonómico revela una fuerza vital del reformador alemán, un segundo indica a servicio de qué estaba. ¿No es evidente un atisbo de tristeza en su mirada? Mientras San Ignacio está totalmente volcado en un objetivo, en el prójimo, en Dios, Lutero se vuelve hacia su interior, hacia sí mismo, hacia los continuos tormentos de conciencia que lo asaltan.
Orgulloso, irascible, este último lanzaría insultos con la misma facilidad con que contaría un chiste. Su temperamento voluble no implica seguridad. Es un hombre muy adelantado a su época, en el sentido de que encaja perfectamente en la nuestra.
El fundador de la Compañía de Jesús, por su parte, aun conservando toda la austeridad del hombre interior, del jesuita y —¿por qué no?— del buen español, aun habitando en cierto modo en el aislamiento de una luz interior inaccesible, mereció recibir, de entre muchos de los más notables de su tiempo, el título de padre.
Quizá alguien podría objetar que el juicio hecho con base en la expresión fisonómica, fundamentándose esencialmente en las apariencias, suele ser superficial y, por lo tanto, puede resultar falible. Estamos de acuerdo. Por eso debemos tratar de conferir nuestras impresiones con lo que la historia dice sobre ambos personajes.
Pero, dicho sea de paso, ¿no es exactamente ése el tipo de juicio precipitado que hacemos cuando admiramos, por ejemplo, a uno de los llamados influencers, de cuya vida privada y obras desconocemos por completo?
«Maldito quien confía en el hombre» (Jer 17, 5), afirman las Escrituras. ¡Cuántas personas se confunden, pensando que han encontrado un amigo, cuando lo único que hallan es un buen apetito y una buena carcajada! ¿De qué sirve una ilusoria simpatía sin una amistad auténtica y sólida?
En las situaciones difíciles es donde se descubren los verdaderos compañeros: Amicus certus in re incerta cernitur. En momentos así, aquel hombre circunspecto podría revelarse como una tabla de salvación, mientras que el robusto conversador podría convertirse tal vez en una carga que nos arrastrara al abismo. Que esto nos sirva para aprender a discernir, y a ser, auténticos amigos. ◊