XXVII Domingo del Tiempo Ordinario – 5 de octubre
La liturgia de este domingo bien podría resumirse en la suave censura del divino Maestro contenida en el versículo que da título a este artículo…
Y como expresión de lo que ocurre en las almas con respecto al don de la fe, la metáfora del grano de mostaza nos introduce en los misterios de la propia vida natural, reflejo de la sobrenatural. ¿Qué es, pues, la vida? ¿Cómo explicarla? ¿Qué es el don de la fe? ¿Cómo incrementarla, ya que los mismos Apóstoles le piden al Maestro: «¡Auméntanos la fe!» (Lc 17, 5)?
Movida por el enigma de la vida, la mente humana se inclina, ora sobre las diminutas semillas de hierba que dan origen a las paradisíacas alfombras vegetales británicas, ora sobre las semillas de secuoya —comparables a las del tomate en su dimensión, pero de las cuales germinarán las gigantescas coníferas que maravillan a la humanidad—, buscando comprender los arcanos secretos que encierran, sin encontrar, no obstante, una respuesta que la satisfaga plenamente.

Este misterio se vuelve aún más atrayente en lo que respecta a la naturaleza animal… ¿Cómo de un pequeño huevo surge un gracioso y ágil colibrí —en su género, una joya viva tornasol— o la majestuosa y feroz águila, única capaz de mirar al sol a simple vista?
Sin embargo, en el propio ser humano —descrito por Santo Tomás1 como un microcosmos— es donde esa investigación alcanza su clímax y su mayor complejidad, porque, además, puede recibir otra forma de vida, infinitamente superior a la natural: la vida sobrenatural de la gracia, participación creada en la vida increada de Dios.
Todo el edificio de la vida sobrenatural en el hombre tiene como cimientos la fe, la primera de las virtudes,2 ese «hábito de la mente por el que se inicia en nosotros la vida eterna, haciendo asentir al entendimiento a cosas que no ve».3 Así, la Carta a los Hebreos afirma que es «fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve» (11, 1).
Por eso San Pablo, muy paternal y elocuentemente, insiste con Timoteo: «Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos» y «Vela por el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim 1, 6.14). En otras palabras, ese don es tan precioso que todo esfuerzo y vigilancia para preservarlo y hacerlo crecer no significan absolutamente nada en comparación con la recompensa eterna de la que se constituye en prenda.
Entonces, por la intensidad e integridad con que el hombre guarda en su alma el don precioso de la fe, se puede medir su caridad para con Dios y con el prójimo; es también por ese don que realizará los mayores actos de heroísmo por el Señor, considerándose siempre un «siervo inútil», sin buscar más recompensa que la de servirle; e igualmente por ese don dirá a la morera o a las montañas: «Arráncate de raíz y plántate en el mar» (Lc 17, 6), y le obedecerán. ◊
Notas
1 Cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. Suppl., q. 91, a. 1
2 Cf. Idem, II-II, q. 4, a. 7.
3 Idem, a. 1.