Animada por el mismo celo que había llevado a San Ignacio de Loyola a constituir su obra, Juana de Lestonnac fundó la Compañía de María, en la que Nuestra Señora sería la Capitana de un ejército de vírgenes dedicado a la salvación de las almas.
Era el 27 de diciembre de 1556. En la ciudad de Burdeos, Francia, las chimeneas de las casas aún exhalaban el aroma de los panes y bizcochos navideños. Las campanas de la catedral repicaban invitando a los fieles a la celebración de la fiesta de San Juan Evangelista, el discípulo amado y custodio de la Santísima Virgen. En un lujoso palacete, Ricardo de Lestonnac, consejero del Parlamento, mecía aprensivo a la pequeña Juana, su primogénita que acababa de nacer.
Pensaba en su esposa, cuyo nombre también era Juana, hermana del célebre humanista Michel de la Montaigne, la cual, enredada por las ideas calvinistas, había abandonado la verdadera religión y se oponía al Bautismo de su hijita. Fervoroso católico, Ricardo rezaba en aquel momento a San Juan Evangelista, confiándole la recién nacida. El gran santo oiría las súplicas de ese corazón verdaderamente paternal: la niña sería bautizada y tendría con su patrón un vínculo tan especial que llegaría a llamarlo de «mi hermano».
«Hemos salvado la vida, como un pájaro…»
Con el Bautismo comenzaba para Juana una vía inusual de heroísmo en la fe, marcada por la firmeza y la perseverancia en el combate al mal. De pequeña aprende a leer y a escribir, domina el griego y el latín, pero constantemente se ve en el blanco de injurias, castigos y malos tratos por parte de algunos parientes que a toda costa intentan persuadirla a que abrace el calvinismo. Su inocencia la lleva a rechazar con energía los ataques de sus primos, de una tía y, sobre todo, de su propia madre.
Con el paso del tiempo, la niña encuentra un apoyo seguro en uno de sus hermanos, el cual, estudiante de un renombrado colegio católico, le transmite las enseñanzas adquiridas en clase, que demuestran y refutan las desviaciones de la herejía de moda.
Desde pequeña se ve en el blanco de injurias, castigos y malos tratos por parte de parientes que intentan persuadirla a que abrace el calvinismo
Al alimentar, a pesar de todo, un especial cariño por su progenitora, cierto día la niña resuelve exponerle los recelos que perturbaban su infantil corazón con respecto a la salvación eterna de los calvinistas. La respuesta a ese gesto de amor filial son palabras amargas, que le chocan a Juana profundamente, seguidas de un trato distante y aversivo que la hace vivir desde entonces como si fuera huérfana de madre.
La Divina Providencia, no obstante, colmará a Juana de abundantes gracias y comunicaciones místicas de la Santísima Virgen, de su ángel de la guarda y de San Juan Evangelista. Así, experimentará, a semejanza de su patrón, la predilección de María y se sentirá acariciada en sus brazos virginales, como si Dios mismo le dijera: «Hija, he ahí a tu Madre». Infelizmente, únicamente en el Cielo podremos conocer todos los favores de los que Santa Juana fue objeto, pues antes de morir quemó su diario espiritual…
Décadas más tarde, Juana recordará esos embates de sus primeros años de vida con alegría y gratitud, y le gustará repetir las siguientes palabras del salmista, aplicándoselas a sí misma: «Hemos salvado la vida, como un pájaro de la trampa del cazador: la trampa se rompió, y escapamos» (Sal 123, 7). Sí, la Madre de Dios no permitió que esa hija predilecta sucumbiera en ningún momento a los engaños de la herejía.
Una invitación para estar junto a la cruz
Juana contaba con 17 años cuando, estando en oración, fue arrebatada por el Espíritu Santo e hizo un ofrecimiento de su vida, presentándole a Dios sus anhelos de hacerse religiosa. Al mismo tiempo, sin embargo, se ponía a disposición suya para realizar su voluntad.
Los desvíos doctrinarios que asolaban Francia habían penetrado en muchos monasterios, motivo por el cual su padre, preocupado con los riesgos a los que su hija quedaría sujeta si ingresara en el claustro, le pidió que renunciara a ese camino. Juana interpretó ese ruego paterno como un deseo de la Providencia y una invitación a seguir más de cerca al divino Crucificado. Hallándose cierto día en oración, oyó que el Señor le decía: «Ten cuidado, hija mía, de no dejar apagar ese fuego que he puesto en tu corazón y que te lleva con tanto fervor a mi servicio»1.
Poco después, Juana se casó con Gastón de Montferrand, noble militar amante de los buenos principios religiosos y de la virtud. De esa unión nacieron siete hijos, tres de los cuales murieron siendo aún pequeños, ocasionándole un gran dolor a la extremosa madre. Su principal cuidado en la educación de la prole fue el de formar ardientes devotos de Nuestra Señora, siendo el nombre de María la primera palabra que les enseñó a decir. Dos de sus hijas, Marta y Magdalena, más tarde seguirían la vocación religiosa.
«Ten cuidado, hija mía, de no dejar apagar ese fuego que he puesto en tu corazón»
Viuda, abandona a los suyos y se hace cisterciense
Tras veinticuatro años de matrimonio, habiendo fallecido su esposo, Juana decidió abandonar el mundo para encerrarse en el monasterio cisterciense de Nuestra Señora de Feuillant, donde adoptaría el nombre de Juana de San Bernardo. Antes, no obstante, tuvo que luchar contra la oposición de su hijo mayor, ya casado, que intentó disuadirla de esa decisión.
Aunque ya sumara más de cuatro décadas de vida, Juana mantenía la jovialidad y la disposición de sus 15 años. En el monasterio no había trabajo que no hiciera, sacrificio que no practicara. Sobre todo, era fervorosa y asidua a la oración, dedicándole largas horas.
Pero tan pronto como llegó el invierno, una terrible enfermedad la acometió y los médicos enseguida pronunciaron la dura sentencia: si no quería morir, tenía que volver al siglo, pues el régimen alimentario exigido por la Regla y la falta de recursos para los medicamentos hacían imposible su restablecimiento.
Nace la Compañía de María
Era la víspera de Navidad cuando la madre superiora se vio en la circunstancia de determinar que Juana dejara el monasterio. No obstante, le permitió que pasara su última noche allí en vigilia de oración. Fueron horas de «agonía en el Huerto», a lo largo de las cuales Juana se sintió sola, sin rumbo, repleta de perplejidades, con la mente confusa.
¿Cuáles serían los designios de Dios para con ella? No había podido seguirlo en su juventud y ahora que había abrazado la vocación religiosa se veía obligada a abandonarla. En medio de aquel calvario, rezaba: «Dios mío, fijad mis pensamientos y mis pasos en el camino que sea de vuestro agrado, sin consultar mis deseos ni mis repugnancias, quiero cuanto Vos queráis: el consuelo o el padecer; la vida o la muerte; todo me es igual, con tal que yo os ame, os sirva y os glorifique; que yo sea vuestra, y que Vos seáis mío»2.
Ahora que había abrazado la vocación religiosa se veía obligada a abandonarla. ¿Cuáles serían los designios de Dios para con ella?
Entonces tuvo una extraordinaria visión: contempló a una multitud de almas prontas a caer en el Infierno, que le extendían la mano suplicándole ayuda, mientras Nuestro Señor Jesucristo le indicaba que le correspondía a Juana impedir su perdición. Enseguida, vio a Nuestra Señora en su inigualable pureza y perfección, y entendió que debería llevar adelante una nueva fundación para su servicio.
Animada por el mismo espíritu que había llevado al gran San Ignacio de Loyola a constituir la Compañía de Jesús, Juana de Lestonnac debería organizar la Compañía de María, en la cual la Virgen Santísima sería «Reina, Modelo y Capitana de un ejército de vírgenes que, bajo su nombre y bandera, consagradas a su honra e imitación, entregasen sus vidas al ideal de las almas, a mayor gloria divina»3.
Si enfrentar a hombres herejes no era ya una tarea fácil, combatir desvíos doctrinarios en mujeres exigiría de Santa Juana firmeza y sagacidad, pues el mero raciocinio basado en principios suele no ser suficiente para mover al sexo femenino. Se hacía necesario, ante todo, indicarles el gran ideal al cual habrían de dedicarse con amor y generosidad.
Se confirman las inspiraciones divinas
Al salir del ambiente cisterciense, Juana regresa al medio familiar en Burdeos y, pasado algún tiempo, expuso el plan de su fundación a dos sacerdotes. Sin embargo, éstos no quisieron darle el apoyo necesario.
Como una grave epidemia asolaba Francia, Juana y otras nobles se movieron a fin de prestar auxilio a los enfermos. Sólo más tarde percibiría que de esa manera la Providencia echaba las primeras raíces de la anhelada fundación.
En la misma época, un renombrado presbítero jesuita, el P. Juan de Bordes, se encontraba en misión en la región de Burdeos, junto con otro sacerdote llamado Raimundo. Se lamentaban al ver a tantas personas, sobre todo jóvenes, que morían sin los sacramentos y enredados por la herejía por falta de instrucción.
Combatir desvíos doctrinarios en mujeres exigiría de Santa Juana firmeza y sagacidad
Cierto día, mientras los dos ministros celebraban Misa individualmente, recibieron una comunicación sobrenatural, por una voz interior: oyeron que era necesaria la creación de un instituto religioso femenino similar a la Compañía de Jesús…
Terminado el Santo Sacrificio, los sacerdotes se encontraron y se confiaron mutuamente la extraordinaria gracia, constatando, sorprendidos, que se trataba del mismo mensaje y que ambos lo habían recibido en el mismo horario. No había duda de que era un aviso de la Providencia; ¿quién, no obstante, sería la mujer apta para llevar a cabo tal emprendimiento?
Tras reflexionar juntos y rogarle luces al Altísimo, resolvieron presentar la propuesta a dos damas de la ciudad, que parecían reunir las condiciones para ello. Habiendo rechazado la primera tajantemente la idea, expusieron el plan a la otra, que era precisamente Juana de Lestonnac. Acató la propuesta con sereno entusiasmo, y les narró la visión que había tenido en el convento cisterciense. Se confirmaban, así, todas las inspiraciones.
Trabas a la fundación
Al principio, el proyecto de la fundación fue acogido con agrado por el cardenal François d’Escoubleau de Sourdis, arzobispo de Burdeos, el cual recibió directamente de las manos de Santa Juana los textos de las constituciones, para que fueran sometidos a su aprobación.
Pero cuando ella y sus seguidoras volvieron al palacio unos días después, el prelado se mostró frío y hostil. Afirmó que no aprobaría el instituto, porque ya estaban en la ciudad las Hermanas Ursulinas, las cuales necesitaban colaboradoras; por lo tanto, Juana y sus discípulas deberían ingresar en esa Orden ya existente. Al oír tal determinación, la santa fundadora replicó con energía: «Eminencia, yo respeto vuestras opiniones, pero no puedo traicionar mi vocación; estimo infinitamente la congregación de que me habláis, mas no he sido llamada a ella; debo seguir la voz del Cielo que me ha inspirado siempre la fundación de otra Compañía con otras Reglas y bajo otro nombre»4.
El cardenal estuvo reacio algunos días. Finalmente, el 25 de marzo de 1606, envió a Roma el acta de aprobación del instituto, solicitando su confirmación. El día 1 de mayo de 1608 él mismo presidiría la primera imposición de hábitos de las nuevas religiosas.
En medio de la persecución
Traspasado ese primer obstáculo, no tardó mucho para que los vientos ardilosos de la calumnia soplaran sobre la obra recién nacida. Santa Juana, permaneciendo como la roca azotada por las olas del mar embravecido, sin moverse ni agitarse, no le importaron las lenguas maliciosas; su objetivo era que las almas fueran instruidas en la verdad y se salvaran.
Si, por una parte, su apostolado crecía cada vez más, por otra, las críticas se acumulaban. Sus proyectos fueron tachados de demasiado grandes y exagerados, de suerte que, cuando necesitó instituir nuevas casas para dar continuidad al trabajo, no encontró apoyo económico. Con maestría y, sobre todo, mucha fe, consiguió poco a poco conmover los corazones endurecidos, transformando a algunos de sus enemigos en sus mayores bienhechores.
Pasados los dos años de noviciado, llegó finalmente el momento de que las religiosas profesaran los votos. Sin embargo, para sorpresa de todas, el cardenal nuevamente asumió una postura contraria, exigiéndoles que se fusionaran con las Ursulinas… Firme en sus decisiones, la madre Juana le declaró al prelado que, al tratarse de la gloria de María Santísima, jamás cedería.
«Eminencia, yo respeto vuestras opiniones, pero no puedo traicionar mi vocación. Debo seguir la voz del Cielo»
Y fue la propia Madre de Dios quien se encargó de mover ese obstáculo: estaba el cardenal camino de Roma cuando Nuestra Señora se le apareció y le expuso sus sentimientos sobre la fundación, obligándolo a atender su deseo. Así, en la fiesta de la Inmaculada Concepción del año de 1610, acontecería la primera profesión solemne de votos. Día feliz, comprado con la sangre derramada por la fundadora en un calvario interior quizá desconocido por sus hijas.
Tres años de doloroso martirio
Desde el comienzo, Santa Juana incentivó el crecimiento de su obra, deseando cruzar las fronteras de Francia y conquistar nuevas tierras. Así, a medida que se desarrollaba su apostolado, las primeras religiosas partían de Burdeos para fundar casas en otras localidades. Entre las que permanecieron en la ciudad estaba Blanche Hervé, mujer inconstante y de notable orgullo. Tomada por la envidia y la ambición, con el apoyo de un mal eclesiástico inventó graves calumnias para indisponer nuevamente al cardenal contra la fundadora, acusándola de incentivar a sus seguidoras a no obedecer al prelado.
Además, promovió un amotinamiento dentro del monasterio y se le sumaron otras hermanas, ocasionando una cisión. Las rebeldes destituyeron a Santa Juana de su cargo de superiora general, prohibiéndole el contacto con sus hijas espirituales y vetándole toda correspondencia.
Tomada por la envidia y la ambición, una de las religiosas inventó graves calumnias, con el apoyo de un mal eclesiástico
Blanche Hervé amenazó incluso con obtener de Roma una orden para quitarle a la fundadora el velo y mandarla a cuidar cerdos en su antigua casa de campo. Santa Juana vivió un martirio diario de tres años, sufriendo constantes insultos, humillaciones y malos tratos físicos inclusive. En medio del dolor y del abandono, jamás pronunció una palabra de queja. Sabía que llevar la cruz no significa únicamente cargarla, sino dejarse clavar en ella.
Por fin, la rebelde, vencida por la mansedumbre, dulzura y santos ejemplos de su fundadora, reconoció su error y pidió perdón. Santa Juana, no obstante, prefirió no reasumir el cargo de superiora, dedicando sus últimos años a escribir las Reglas.
«Lavemos nuestras almas en la sangre del Cordero»
El 30 de enero Santa Juana sufrió una apoplejía cerebral y vino a fallecer el 2 de febrero de 1640. Su cuerpo, enteramente flexible e intacto, parecía esparcir luz. Las arrugas habían desaparecido de la cara, los ojos se mantuvieron abiertos y parecían vivos. En la exhumación hecha años después, lo encontraron tal cual se presentaba el día del entierro.5
El ejemplo de esta admirable dama traza un camino de luz y heroísmo, cuyo secreto bien se puede sintetizar en las palabras que solía repetirles a sus hijas espirituales: «Amemos, amemos a Jesús cubierto de llagas por nuestro amor. Lavemos nuestras almas en la sangre del Cordero. Quien no ama a Jesús sufridor y muerto por los hombres, ¡sea anatema! ¡Al amor, al amor crucificado! Permanezcamos junto a la Santísima Virgen, nuestra gloriosa Madre, y a San Juan. Amemos con ellos a este Dios cuyo amor, que es la causa del nuestro, es infinito en su naturaleza, eterno en su duración y pródigo en sus liberalidades»6. ◊
Notas
1 Santa Juana de Lestonnac. Zaragoza: El Noticiero, 1949, p. 26.
2 Ídem, p. 39.
3 Ídem, p. 40.
4 Ídem, p. 55.
5 Durante la Revolución francesa el cuerpo fue profanado y enterrado directamente en la tierra. Sólo en 1822, tras una cuidadosa investigación, las religiosas de la Compañía de María recuperaron los venerables restos mortales de su fundadora (cf. COUZARD, Rémi. La Bienheureuse Jeanne de Lestonnac. 2.ª ed. Paris: Victor Lecoffre, 1904, pp. 212-213).
6 Ídem, p. 197.