El cuerpo perfectamente intacto décadas después de la muerte, los continuos milagros y la acendrada devoción de los fieles, demostraron el empeño del Altísimo en defender una causa que era sólo suya.
Los ventanales altos y estrechos, las torres anchas y la fachada ligeramente amurallada le daban un aspecto de fortaleza a la pequeña iglesia medieval de Santa María Magdalena del pueblo francés de Pibrac.
La población tan sólo distaba unos kilómetros de la gran y desarrollada ciudad que dominaba el sur de Francia y que había acumulado mucha fama a lo largo de los siglos: Toulouse. Entre las incontables hazañas que componen su historia fue testigo de la marcha hacia la primera Cruzada de su conde, el no poco ambicioso Raimundo IV; presenció los numerosos golpes asestados en sus alrededores por la espada de Simón de Montfort en su lucha contra la herejía cátara; y más recientemente también había sido escenario de sangrientas batallas entre católicos y protestantes hugonotes.
No obstante, esos episodios —y muchísimos más— poco influenciaban la vida sencilla y campestre de los habitantes de Pibrac. El ganado, las dificultades climáticas con las plantaciones y, a veces, la guerra tomaban por completo a aquella gente. Una existencia digna y piadosa apoyada en un trabajo honesto era todo lo que anhelaban. Hasta que una tarde de 1644 un acontecimiento vino a modificar la rutina del pueblo y, luego, lo haría conocido hasta los confines del mundo católico.
Un insigne hallazgo
Guillaume Cassé trabaja con ardor en el suelo de la iglesia de Pibrac para quitar una gran losa. Había fallecido una piadosa feligresa y sus familiares desean que su cuerpo repose en el recinto sagrado a la espera de la resurrección final. Tras varios golpes y mucho esfuerzo, el sepulturero hinca nuevamente la piqueta, haciéndola que penetre a fondo y desprenda la piedra del suelo.
Súbitamente, un grito de asombro se hace oír, atrayendo a los circunstantes hacia la apertura. Algo al mismo tiempo prodigioso y asustador contemplan: el cuerpo de una doncella allí yace en perfecto estado. Tan viva parece estar que todos perciben la marca roja que la piqueta de Guillaume le ha dejado en la cara. ¡Qué milagro!
La noticia enseguida se difunde por el pueblo y todos acuden curiosos. ¿Quién sería aquella santa nacida en medio de ellos, pero de cuya virtud ni siquiera habían oído hablar? Finalmente, algunos más experimentados y avanzados en edad la reconocen: es Germana Cousin, la pobre pastorcita escrofulosa que había muerto hacía más de cuarenta años.
Incluso sin saber muy bien cómo vivió o qué había hecho, el pueblo la sacó de la tierra y pasó a venerarla en un lateral del templo, sin la menor duda de que tanta paz, serenidad y jovialidad sólo podía emanar de un cuerpo cuya alma estuviera bien próxima a Dios y a la Santísima Virgen.
Pero, a fin de cuentas, ¿quién era aquella joven tan atrayente como desconocida?
Contemplación en medio del dolor
La Historia no registra con seguridad el nombre de los padres de Germana, pero se sabe que pertenecía a la familia Cousin, propietaria de una finca en Pibrac.
Además del brazo derecho atrofiado, cuya deformación se constataba en el angelical cuerpo, Germana había sufrido una terrible enfermedad, el escrofulismo. En la época, dicha dolencia era incurable y, al ser contagiosa, le acarreó a la niña, a parte del padecimiento físico, el desprecio y el trato inhumano de su madrasta.
Entre las humillaciones que le infligía, estaba la prohibición de acercarse a la mesa de la familia y la sujeción a dormir en un rincón del pasillo o incluso en el establo, de donde debía salir muy temprano para pasar el día en el campo cuidando del rebaño. Este era el único oficio para el que le juzgaban capaz y que ayudaba, además, a mantenerla alejada de la casa; tanto en los meses de frío como los de calor vestía siempre la misma ropa y de alimento únicamente le daban un trozo de pan.
Durante todo el día, Germana llevaba el rebaño por el bosque de Boucome o por los prados cercanos a la aldea, velando por que ninguna oveja se extraviara o fuera atacada por los lobos. Quien se encontrara con ella en esos momentos no podía hacerse una idea de todo lo que estaba sufriendo. Siempre alegre, elevada y generosa, la pastorcita no pasaba sus horas de soledad pensando en las tristezas y dificultades de la vida. Alejada de las agitaciones del mundo, de la ebullición de las pasiones y de las ambiciones humanas, aprovechaba el tiempo para contemplar las maravillas de la Creación que tan bien reflejaban a Dios y a su Madre, a la cual la joven le tenía un especial cariño.
Sin embargo, no eran raras las jornadas que acababan en palizas y castigos por parte de su madrasta, que descargaba su mal humor sobre la inocente niña.
Jamás perdía un momento de convivencia con Jesús y María
Si los habitantes de Pibrac veían poco a Germana y casi nada conocían de sus quehaceres, en un lugar era seguro que la encontrarían diariamente: la iglesia parroquial. Al oír las campanas llamando a los fieles junto a Dios, la pastora encomendaba el rebaño a algún conocido —y si no encontraba quien le prestara ese auxilio, confiaba sus ovejas a sus compañeros celestiales— y se dirigía sin tardanza a la celebración de la Eucaristía.
Incluso sin estudios, la niña sabía discernir el valor infinito del Santísimo Sacramento, no encontrando ningún motivo suficientemente válido para perder aquella hora de convivencia con su divino Modelo, allí presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Y se alegraba en poder recibirlo en todas las fiestas.
También era sagrada en la rutina de la pastorcita la hora del Ángelus, que sonaba en el campanario. Donde y como se encontrara, interrumpía lo que estuviera haciendo, se ponía de rodillas y rezaba la oración, venerando el momento auge en que María dijo «sí» y el plan de Dios se realizó en la Historia. No dudó, en cierta ocasión, en arrodillarse en medio del agua de un río al oír el toque durante la travesía o ensuciarse en el barro por estar pasando por un lugar pantanoso.
Otro fuerte elemento de piedad de Germana era el rezo del Rosario, por el cual creció en la intimidad con aquella que es el Paraíso de Dios. De esa convivencia sacaba las fuerzas necesarias para enfrentar con gallardía, confianza y espíritu sobrenatural su difícil existencia y hacer de ella un instrumento de combate para el propio Dios.
Si abriendo el picaporte de una puerta la Santísima Virgen daba más gloria a Dios que un mártir en sus tormentos, ¿cuánto no podrían valer las enfermedades, los trabajos, el aislamiento y los malos tratos que Germana sufría, unidos a los méritos de María?
Esa era la razón de la constante serenidad y alegría que la jovencita comunicaba, llevando el olvido de sí misma hasta el heroísmo. Cierta vez, al notarle más débil y sin fuerzas, supieron que esa semana se había privado de su único pedazo de pan para destinarlo a un pobre hombre desfallecido de hambre, con el que se había cruzado en el camino.
La corriente amainada
Aunque el pueblo de Pibrac no le prestara atención, la familia la despreciara y nadie reconociera sus virtudes, sin duda muchos sentían, en el fondo del alma, que aquella pastorcita representaba algo superior, más propio del Cielo que de la tierra. No faltaron testigos de ello en su proceso de canonización, en el que incluso hubo relatos de hechos milagrosos ocurridos con la niña.
Por ejemplo, en cierta ocasión se acercaba al río Courber, que siempre cruzaba para llegar a la iglesia, pero aquel día la lluvia había sido muy intensa y la corriente era fuerte. Sin titubear, Germana avanzó en dirección a las aguas, que se amainaron permitiéndole pasar tranquilamente.
También hubo quien atestiguara un milagro similar al ocurrido con Santa Isabel de Hungría: en pleno invierno, Germana salió de casa llevando restos de pan para los pobres, ocultos en su delantal. Al percibir el volumen que la jovencita cargaba, su madrasta corrió furiosa tras ella y le abrió a la fuerza la tela, haciendo caer al suelo numerosas flores…
Apagada a los ojos de los hombres, pero preciosa ante Dios
En el sufrimiento y el apagamiento, con la salud debilitándose cada vez más, la pastora cumplía 22 años.
Ahora bien, cierta mañana, probablemente en 1601, el rebaño no salió a los pastos. ¿Qué había sucedido? Entraron en el establo y vieron que el alma de Germana había subido a la eternidad tan serenamente como había vivido; únicamente su cuerpo permanecía tumbado en medio de las ovejas. Y sólo habría sido venerado por ellas si el Altísimo no hubiera querido revelar a la Historia la grandeza de esa alma escondida a los ojos de los hombres, «pero elegida y preciosa para Dios» (1 Pe 2, 4).
Ninguna palabra que saliera de los labios de Germana quedó registrada, pero ella le enseñó al mundo entero cómo el verdadero valor, gloria y éxito son los que se conquistan ante Dios. El cuerpo mantenido intacto, los numerosos milagros y la continua devoción de los fieles demuestran el empeño del Altísimo en defender una causa que era solamente suya.
En un siglo asolado por los errores seudo reformadores y las constantes guerras contra la Santa Iglesia, la existencia de Germana bien puede ser considerada una reparación al Corazón Divino. Su fe en la presencia real en la Eucaristía y su ardiente devoción mariana firmaban los puntos más atacados por los herejes; su sumisión incondicional y su apagamiento se contraponían a la rebeldía contra la autoridad papal.
Regando tales virtudes con el continuo ofrecimiento de sus dolores, Germana no sólo presentaba a Dios un desagravio por las afrentas de los hombres, sino que también atenuaba los males que esos mismos desarreglos atraían sobre el mundo.
Larga espera para su glorificación
Tras el hallazgo del cuerpo de Germana, el P. Sounilhac, párroco de la iglesia de Santa María Magdalena de Pibrac, mandó que lo depositaran en un ataúd común y lo dejaran en el lateral del templo, pues el pueblo no se apartaba de aquella que ya consideraba su santa. Pero enseguida los milagros empezaron y la fama de Germana sobrepasó los límites del pueblo…
Receloso de transgredir la prohibición de Roma de rendir culto oficial a un fallecido antes de la aprobación eclesiástica, el cura trasladó el cuerpo a la sacristía. Continuaba, sin embargo, recibiendo miles de peregrinos y registrándose, ante notario, los milagros alcanzados.
No obstante, las autoridades no participaban de la misma prisa y entusiasmo de los devotos en promover la glorificación de Germana.
Solamente en 1661 el canónigo Dufour, vicario general de la archidiócesis de Toulouse, fue hasta Pibrac a fin de tomar contacto con esa realidad sobrenatural. Abre el ataúd e inmediatamente comprueba el milagro; ordena que levanten la losa bajo la cual había estado enterrada Germana, para comprobar las condiciones del suelo, y de la difunta parroquiana que ocupaba el sitio de la santa sólo encuentra polvo…
No queda la menor duda: aquel cuerpo incorrupto es obra divina. Cierra la urna con grandes candados, manda que la coloquen a una altura fuera del alcance de los fieles y se despide, recordando las normas de Roma y prometiendo abrir una comisión para preparar el proceso diocesano, con vistas a la canonización.
En 1680 se dirigen a la iglesia los comendadores de la Orden de Malta, bajo cuyos cuidados se encontraba aquel templo, deseosos de ver el prodigio. Admirados, comprueban que el cuerpo de la pastorcita se encuentra «entero, pareciendo aún de carne, con flexibilidad en todos sus miembros al ser cogidos y movidos».1
Por fin, ¡la canonización!
No obstante, pasaron treinta y cinco años desde la visita del vicario y no se tuvo noticia alguna suya… El pueblo, cada vez más beneficiado por su santa pastora, no desiste. Envían entonces al propio alcalde de Pibrac, Jacques de Lespinasse, para que le rogara al arzobispo de Toulouse, Mons. Colbert, que hiciera algo por el reconocimiento de la gloria de Germana Cousin.
Tras unos años de espera, el prelado accede y le encarga al P. Morel que inicie el proceso. En 1700, con una solemne Misa, la cual congrega a una multitud de devotos, ese sacerdote abre nuevamente la urna y contempla el prodigio. A continuación, escucha las numerosas narraciones de milagros obtenidos por intercesión de la humilde pastorcita, oye el parecer de médicos y especialistas y, finalmente, recoge también el testimonio de Françoise Pères, señora de 77 años que, cuando era niña, había presenciado el hallazgo del cuerpo y había oído el relato de aquellos que habían conocido a Germana y atestiguado la santidad de su vida.
Teniendo todo archivado, el P. Morel encamina el dosier a Roma a través de un sacerdote capuchino. Pasan décadas y no reciben ninguna respuesta… ¿Qué ocurrió? Sólo mucho más tarde se supo que el material se había perdido y nunca llegó a su destino. Fue preciso librar aún muchas batallas para que, en el siglo XIX, Gregorio XVI retomara el proceso y Pío IX lo concluyera con la solemne canonización en 1867.
Un ejemplo para nuestros días
En el prolongado período que antecedió a la glorificación terrena de la santa, Dios no se cansó de revelar al mundo, a través de incesantes prodigios, el valor de su alma generosa y abnegada. Y los malos comprendían bien esto. Habiendo estallado la Revolución francesa, el Comité de Salut Publique mandó que arrojaran aquel cuerpo virginal y luminoso a una fosa de cal.
¿Por qué la Revolución, que se denominaba defensora de los derechos del pueblo, no hizo de aquella pastora pobre, enferma y excluida, un ídolo suyo? Porque, ante todo, Germana había luchado y vencido en un terreno mucho más sublime que el de las cuestiones sociales: ¡junto al Corazón de Dios!
En este sentido, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, indicándonosla como modelo, comenta sobre ella: «El católico de nuestros días debe ser altivo, batallador, consciente de su valor, no olvidando, sin embargo, de representar ante su siglo las virtudes de Santa Germana Cousin. Muchas veces negado, malquisto, aislado y perseguido, ve que se constituye a su alrededor las enemistades más gratuitas, mientras se deshacen las más fundadas amistades. Tiene que luchar de pecho descubierto contra las potencias de su época, remando contra la marea montante de los vicios y desvíos de su tiempo. No raras veces se vuelve objeto de desprecio, cuando no de odio. […] Sin embargo, cuando la gloria de Dios es tocada, debemos defenderla como leones. Y al tratarse de problemas de amor propio o de reivindicaciones personales, debemos ser mansos como corderos. Habremos imitado, entonces, a nuestro modo, las virtudes de Santa Germana, ora inclinando la cabeza ante las humillaciones, ora defendiendo la gloria de Dios como guerreros».2
Concluimos, pues, cuán oportuna es, también para nuestro conturbado siglo XXI, la exclamación salida de la boca del Papa Gregorio XVI al tomar contacto con los documentos para la beatificación de la pastorcita de Pibrac: «Esta es la santa que necesitábamos».3 ◊
Notas
1 RICHOMME, Agnès. Sainte Germaine de Pibrac. Paris: Fleurus, 1967, [s. p.].
2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Santa Germana Cousin. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XIII. N.º 147. (jun, 2010); pp. 14-15.
3 VEUILLOT, Louis. Sainte Germaine Cousin. 3.ª ed. Paris: Victor Lecoffre, 1904, p. 173.