Junto a la cama donde se debatía entre la vida y la muerte un recién nacido, se hallaba sentado un joven rey bárbaro. Con la cabeza apoyada en las manos, y el rostro medio cubierto por la larga cabellera que simbolizaba la superioridad de su origen, no escondía su desesperación por la suerte de su hijo:
—Seguro que este niño también se va a morir. Bautizado en el nombre de Cristo, su destino será el mismo que el de su hermano: ¡la muerte! No cuenta con la protección de los dioses.
De hecho, el pequeño, regenerado hacía poco por las aguas bautismales, había sido atacado por fuertes convulsiones febriles y parecía estar siguiendo el camino de Ingomer, quien dos años antes había fallecido todavía vestido de blanco.
De rodillas, con la fe incluso más fortalecida por la tragedia, estaba la joven reina. En su alma, el cariño materno aliado a la conciencia de la grandeza de su misión no la llevaron únicamente a aceptar con resignación ese sufrimiento, sino a «exigir» a la Providencia un milagro. En efecto, no sólo estaba en peligro su hijo, sino la salvación de un pueblo que dependía de sus súplicas; no era solamente el niño el que necesitaba vivir, sino la Hija Primogénita de la Iglesia la que precisaba ser «bautizada».
Esta era la misión que Clotilde había asumido con la dignidad de una reina. Y estaba dispuesta a conquistar todos los milagros para realizarla.
Princesa de Lyon
Clotilde nació en el reino de Lyon, territorio que su padre, Chilperico, príncipe bárbaro de la tribu de los burgundios, había recibido en herencia.
A pesar de su pequeña extensión, grande era su legado espiritual y cultural. Lyon había sido una importante ciudad bajo el dominio de los romanos y se había convertido en un próspero centro de catolicidad en las Galias. Había visto brotar en sus arenas la sangre de innumerables mártires como Santa Blandina, San Potino y sus compañeros, y en su sede episcopal había escuchado a San Ireneo predicar con sabiduría y elocuencia contra la herejía.
Es cierto que la invasión bárbara prácticamente arrasó con el esplendor material de la región, pero las armas no extinguieron su fulgor espiritual, que brillaba como una esperanza de victoria.
Los obispos de la nación, como príncipes de la Iglesia militante, tenían muy presente cuánto contaba Cristo con su combate para lograr la victoria. Un desafío realmente bastante arduo, pues no se restringía a destruir el paganismo de los bárbaros, sino también la herejía arriana, que había echado fuertes raíces entre ellos.
San Avito, obispo de Vienne, había obtenido ya una gran victoria al conseguir que los reyes burgundios se casaran con jóvenes de confesión católica. Por ello, Clotilde y Chroma, su hermana mayor, fueron bautizadas al nacer. Sin embargo, como sus padres murieron en una guerra fratricida, las pequeñas pasaron a estar bajo la tutela de su tío. El prelado no se desanimó ante ese trágico hecho, sino que puso todo su empeño en educar a las dos princesas.
La misión entre los francos
A finales del siglo V poco quedaba de la dominación romana. Los triunfos obtenidos por la Iglesia a partir del Edicto de Milán, en el 313, parecía que sucumbían ante el avance de las hordas bárbaras y la perfidia de los herejes.
En Lombardía, Teodorico el Grande, jefe ostrogodo y arriano, dominaba gran parte de Italia; en el sur de la Galia y en la península ibérica, los visigodos y los vándalos reinantes hacían que prevaleciera la herejía, renovando incluso la persecución a los verdaderos católicos. En Occidente, ningún reino profesaba ya oficialmente la fe católica en su ortodoxia. ¿Situación desesperanzadora? Quizá. Pero, sobre todo, ¡vísperas de una intervención divina!
En el norte de la Galia, la tribu de los francos salios continuaba siendo pagana. Allí reinaba Clodoveo, hijo de Childerico, cuya simpatía por las costumbres del Imperio le había valido el título de patricio. En el 486 conquistó el dominio de Soissons —los restos de la provincia romana en la Galia— derrotando a Siagrio, un regidor militar harto pusilánime e incapaz de enfrentar a los arrianos. Ante tal coyuntura, Clodoveo se convertía en el foco de esperanza de los prelados católicos. San Remigio, obispo de Reims, le escribió cuando asumió el gobierno: «Practica el bien. Sé casto y honesto. Muestra completa deferencia hacia tus obispos y recurre siempre a sus consejos. Si te entiendes con ellos, tu país se encontrará bien. […] Si quieres reinar, muéstrate digno de ello».1
No obstante, era indispensable que el monarca franco se convirtiera, para que el cristianismo pudiera tener un reino. Una esposa católica parecía ser el mejor medio de inclinar su corazón hacia la verdad. Clotilde, que tenía unos 20 años, fue encaminada por los obispos para tal misión.
Tarea nada fácil, pues ¿quién garantizaba que una joven tendría éxito en medio de un pueblo bárbaro donde la venganza, el asesinato y la rudeza pagana formaban parte de sus costumbres?
Clotilde, cuyo nombre significa guerrera gloriosa, entendió perfectamente el desafío y, a semejanza de María, dio su «fiat». Ya no viviría para sí misma, sino para el triunfo de la fe católica.
En el año 492, Soissons recibía a la reina que se uniría a Clodoveo en un matrimonio monogámico2 e indisoluble, firmado en la promesa de bautizar a sus hijos en la religión materna. ¡Se había ganado la primera batalla!
La prueba de fe
He aquí, sin embargo, que en el momento siguiente parece que la victoria pasa al lado del paganismo. Ingomer, el primer hijo de aquella unión y portador de la esperanza de una dinastía cristiana, muere poco después de ser bautizado, y el segundo, Clodomir, nacido en el 495, corría la misma suerte. Entonces es cuando ocurre el episodio narrado al comienzo de este artículo.
Después de una noche de tensa lucha interior, sin dejar que su ánimo flaqueara, la reina obtiene el milagro: el niño se sosiega, la fiebre desaparece y duerme tranquilo y saludable. Por su fortaleza, su heroica resignación y su fe inquebrantable logra arrancar del Cielo que su hijo viviera, pero sobre todo imprimiera en el corazón del rey una imagen del verdadero coraje y del poder supremos del único Dios.
Aquello que podría haber constituido una derrota definitiva para el catolicismo en el reino de los francos, Clotilde lo transforma en victoria mediante la fe. De este modo se abre el camino que llevará a Clodoveo y a Francia al seno de la Iglesia.
El voto de Tolbiac
En el año 496, los alamanes —una tribu germánica— invadieron las tierras de Sigeberto, rey de Colonia y aliado de Clodoveo. Fiel a su pacto entre ambos monarcas, este último acudió en su ayuda.
El enfrentamiento tuvo lugar en el antiguo asentamiento romano de Tolbiac, la actual ciudad de Zülpich. La ferocidad del combate fue tremenda y, tras unas horas, la masacre en el lado franco se volvió violenta; el ejército de Clodoveo estaba a punto de ser aniquilado.
El jefe franco se vio en una aterradora situación. Conocía muy bien la suerte de los vencidos y sabía que si era derrotado no debía esperar clemencia para sí, para su pueblo y para su fama, pues pasaría a la Historia como indigno de la realeza. Entre el fragor de la batalla y el miedo que se apoderaba de su ejército, le vino a la mente la única figura que había visto que enfrentara un desastre con audacia y dignidad y que, en una circunstancia sin salida, obtuviera lo imposible: ¡Clotilde! Aferrándose a su ejemplo, como una tabla de salvación, el bárbaro exclamó:
—Dios de Clotilde, ¡ven en mi auxilio!
De repente, la flecha de un guerrero franco alcanza mortalmente al jefe de los alamanes y hace que se revierta la suerte del combate. Los adversarios, presos del pánico, se batieron en retirada con los francos a sus espaldas, persiguiéndolos.3
Se había ganado la contienda, pero sobre todo, la batalla de Cristo en el corazón de Clodoveo, por mediación de Clotilde. Aquella misma tarde, le escribió para decirle que quería recibir el Bautismo.
Bautismo de Clodoveo y de Francia
Grande fue el celo del obispo Remigio y de Clotilde en la preparación de la tan ansiada ceremonia. El ermitaño San Waast, que también había pasado de las creencias germánicas al catolicismo, ayudó a concluir la instrucción del rey, mientras que la reina tomó providencias para disponer de los mejores tejidos e inciensos para hacerle sentir a aquel pueblo todavía rudo la inigualable grandeza del acto.
Acompañado por sus hermanas, por Thierry, hijo de su primer matrimonio, y por más de tres mil súbditos, Clodoveo fue admitido, finalmente, en la familia de Dios en la fiesta de la Natividad del Señor. Nacía en la catedral de Reims la Francia católica, la semilla de la cristiandad. «Regnum Galliæ, regnum Mariæ, nunquam peribit»,4 rezaba un escrito de la época merovingia. Clotilde estaría asociada para siempre a María, Madre de la Iglesia, al dar a luz con Ella a su primer reino.
Para confirmar la «filiación divina» de este pueblo, cuenta la tradición que una paloma trajo el óleo para la unción, usado desde entonces en la coronación de todos los reyes de Francia.
«La fe que habéis confesado es nuestra victoria. […] Una nueva luz brilla para nosotros en la persona de un rey de Occidente. […] La Navidad del Señor es también la Navidad de los francos; nacisteis para Cristo el día que Cristo nació para vos»,5 escribió San Avito al rey, festejando el éxito de tantos esfuerzos.
Unificación de las Galias
¿Misión cumplida? Aún no. La reina sabía que era sólo el comienzo. La gracia que había sido infundida en su esposo y en aquel pueblo debía transformar una naturaleza humana inculta y salvaje. Este proceso no llevaría años, ¡sino siglos! A ella le correspondía, no obstante, cuidar al máximo la semilla, para que el árbol creciera frondoso y altanero.
Para ello le aconsejaba a Clodoveo que emprendiera la unificación de toda la Galia en la verdadera religión, expulsando a los visigodos arrianos del sur. Tal empresa tuvo lugar en el 507, cuando el rey cumplía el voto que hiciera en el tiempo en que cayó enfermo. La campaña empezó por la conquista de la ciudad de San Martín de Tours y finalizó con la batalla de Vouillé, que obligó a los visigodos a retroceder al otro lado de los Pirineos, hacia Hispania.
Comprando el futuro
Tras el fallecimiento de su esposo, el 27 de noviembre del 511, Clotilde iniciaba una nueva fase de su vida.
Francia había sido bautizada, pero ¿cuántos siglos serían necesarios para que se convirtiera en el Reino Cristianísimo? Clotilde incentivó al máximo en el rey franco los principios cristianos; sin embargo, tuvo que asistir con paciencia auténticas carnicerías, incluso la muerte de parientes, en la conquista de los reinos vecinos para sus hijos.
Presenció el asesinato de su primo burgundio Segismundo y de su familia, llevado a cabo por Clodomir, su hijo. Cuando éste murió, siguió las disputas ambiciosas de sus hijos Clotario y Childeberto sobre la herencia, que culminaron en el brutal exterminio de sus nietos. Tuvo en sus brazos el cuerpo de su hija al regreso de un largo martirio en la corte de Toledo intentando convertir a su esposo, Amalarico. Más adelante, sólo pudo intervenir con sus súplicas y oraciones para impedir que Thierry y Childeberto mataran cruelmente a Clotario en una contienda…
Unas veces retirada en el monasterio de Tours, otras veces en París cuando el deber la llamaba, la santa reina ya no vivía para el presente; con sus oraciones y penitencia, preparaba el futuro de la nación. Si bien no llegara a contemplar a un Carlomagno, a un San Luis IX, a una Santa Juana de Arco ni a una Teresa de Lisieux, estaba convencida de que podía contribuir a las maravillas futuras y ser, en cierto sentido, la madre de esos grandes hombres y mujeres.
Última intercesión
Clotilde pudo hacer uso de su poder de intercesión todavía una vez más el mismo año de su muerte.
Clotario, que había asesinado a los hijos de su hermano e, incluso bautizado, practicaba la poligamia de los paganos, decidió tomar como quinta esposa a una joven princesa turingia que había hecho prisionera cuando aún era niña. La princesa aceptó la propuesta a cambio de que salvara a su hermano, con quien compartía cautiverio. Sin embargo, después de haberse unido a ella, Clotario lo mató. La joven huyó y se refugió en un convento; el rey la persiguió, dispuesto hasta violar el sagrado derecho de asilo. La reina madre intervino por última vez y salvó a aquella que, dentro de los muros monacales, continuaría su tarea de celar por Francia: Santa Radegunda.
El 3 de junio del 545, Clotilde entregaba su alma a Dios y su cuerpo fue a descansar junto al de su esposo y al de Santa Genoveva en la basílica de los Apóstoles, en París.
Una mujer fuerte
Sobre las damas que se convierten en reflejo de María Santísima, dijo un Pontífice:
«Católicos de Francia, vuestra historia, cuya trama está tejida con gracias y favores de María, os confiere un deber muy especial de velar por la integridad y la pureza de vuestra herencia mariana. […]
«Es admirable la participación de las mujeres en la Historia de Francia. ¡Clotilde la libera del paganismo y de la herejía, y por el Bautismo de Clodoveo es entregada a Cristo! ¡Blanca de Castilla es la educadora de San Luis, “el buen lugarteniente de Cristo”! ¡Juana de Arco le devuelve a Francia su lugar en el mundo, y su estandarte lleva el nombre de Jesús y de María! […]
«Estas heroínas providenciales cumplieron su misión por la sabiduría de su espíritu, la fuerza de su voluntad, la santidad de su vida, la generosidad en el sacrificio total de sí mismas, en suma, por la imitación de las virtudes de María, trono de la Sabiduría, Mujer fuerte, Sierva del Señor, Virgen compasiva con el corazón traspasado por una espada, Madre del autor de la paz y Reina de la paz».6
No cabe duda de que Santa Clotilde fue una mujer fuerte como la alabada por las Escrituras. No prefiguró a la Virgen a semejanza de Abigail, Judit o Esther, pero siguió su ejemplo haciendo perdurar en la tierra una estirpe de almas marianas. Almas que con su «fiat» salvan al mundo y, por su fe, obtienen resurrecciones grandiosas. ◊
Notas
1 BERNET, Anne. Clotilde, épouse de Clovis. Histoire des Reines de France. Paris: Pygmalion, 2006, p. 64.
2 La costumbre pagana de la época admitía la poligamia. Clodoveo tuvo una primera esposa, pero ya estaba muerta cuando se casó con Clotilde.
3 Cf. SAN GREGORIO DE TOURS. Histoire ecclésiastique des Francs. L. II, c. 30; BORDONOVE, George. Clovis et les Mérovingiens. Paris: Pygmalion, 2006, p. 92.
4 Del latín: «El reino de Francia, reino de María, no perecerá nunca».
5 BERNET, op. cit., pp. 161-162.
6 PÍO XII. Discurso a los peregrinos franceses llegados a Roma para la canonización de Santa Juana de Valois, 29/5/1950.
El Señor nos a dado una promesa Divina: Las puertas del infierno no prevaleceran contra su iglesia; nada podrá hundir la barca de Pedro, por eso tenemos que estar cimentados en esa Fe y ser ejemplo de ello llevando una vida de Santidad. Cimentados en la fe cómo relata Don Bosco en su sueño de las dos barcas, siendo un pueblo eucarístico, Mariano, fiel al Santo Padre, con amor filial y estar dentro de la barca que es la iglesia. Tenemos que anunciar y testimoniar con nuestra vida el Evangelio a los demás, y ir con Fe a Jesús Eucaristía para pedir lo que necesitamos para llevar a cabo nuestra Misión sobre la faz de la tierra de la mano de nuestra Señora la Santísima Virgen María, e imitar su Fiat cada día, para que se haga su voluntad en la tierra a imitación de la del cielo. Qué dicha y privilegio es estar en la Iglesia que Cristo fundó, todo católico debe pensar igual en cuanto a fe y moral, compartiendo una misma fe, un mismo corazón, un mismo bautismo, un mismo pastor, una misma iglesia, para que al final de nuestra vida podamos decir como Santa Teresa de Ávila: «al fin muero siendo hija fiel de la Iglesia,» Que el Señor les bendiga.