«Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas» (Gén 1, 1-2). Ni la inteligencia más prodigiosa sería capaz de concebir con cuánta sabiduría, magnificencia y esmero el Señor comenzó a traer a la luz de la existencia sus obras admirables.
De hecho, sería descabellado pensar que fue distribuyendo sus criaturas por todo el universo de una manera irreflexiva, como el que saca objetos de un baúl… La Providencia divina lo dispuso todo con armoniosísima jerarquía, tomando como arquetipo y piedra angular de esa construcción su obra más perfecta: Nuestro Señor Jesucristo. En un orden lógico —pero no cronológico, pues para Dios todo es presente—, «en Él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y dominaciones, principados y potestades; todo fue creado por Él y para Él» (Col 1, 16).
Siendo así, bien podemos imaginar con qué extremos de desvelo el divino Artífice providenció cada uno de los detalles que rodearían la Encarnación de su Unigénito. Para dar a luz a su Hijo, el Padre eterno escogió a la mejor de todas las madres; y para protegerlo, al más santo de todos los padres. Para que redimiera al mundo, eligió la plenitud de los tiempos; y para anunciar a la Santísima Virgen y, a través de Ella, a la Historia entera, la augustísima noticia de ese nacimiento, envió, sin sombra de duda, al más sublime mensajero: el arcángel San Gabriel.
Premiado por su amor y sumisión
La teología nos dice que los espíritus celestiales recibieron de Dios una revelación misteriosa acerca del plan de la Creación, cuya aceptación o rechazo los dividió y desencadenó una gran batalla en el Cielo, en la cual los ángeles rebeldes fueron arrojados al infierno (cf. Ap 12, 7-9).
Algunos autores afirman que en esa prueba el Señor «les dio una noción previa de la Encarnación y les pidió que adoraran al Hombre Dios. Sin embargo, el Verbo divino no les habría sido presentado en toda su gloria y poder, sino envuelto en los humanos velos de la pobreza, del sufrimiento y de la humillación. Otra corriente teológica, con el respaldo de numerosos santos y doctores, sostiene que esa no fue la única prueba. A la adoración de Cristo acrecientan la aceptación de María Santísima como Madre de Dios y Reina de los ángeles y de todo el universo».1 Con cada acto de sumisión a los designios del Altísimo, los espíritus fieles contemplaban un nuevo aspecto de sus misiones, hasta que, de claridad en claridad, alcanzaron el auge del esplendor para el cual habían sido creados.
En el gran combate celestial, San Gabriel brilló ciertamente como nadie por su amor entusiasta e incondicional a la revelación sobre Nuestra Señora, pues recibió como premio un encargo de incomparable importancia con relación a Ella: debía representar al propio Dios ante la Reina del universo —por consiguiente, también su Soberana— y rogarle su consentimiento de ser la Madre del Mesías. «Revelarle María a María, por lo tanto, prestarle ese insigne servicio, es un acto de suprema nobleza, que estableció un vínculo muy especial entre el arcángel y Nuestra Señora. Se convirtió en una especie de profeta, que le indicó a la Santísima Virgen cómo sería toda su vida y misión».2
Íntima convivencia con la Reina de los ángeles
Mientras todos los ángeles se preguntaban «Quæ est ista?» (Cant 6, 10), San Gabriel conocía el plan de Dios con respecto a Nuestra Señora y guardaba un deseo fascinante de entrar en contacto con Ella para manifestarle, de alguna forma, ese amor divino que flotaba sobre su persona y que él, en los comienzos de la Creación, había contemplado.
Además, la misión del arcángel le exigía convivir con María desde los primeros momentos de su existencia. Era necesario que analizara sus actitudes, su modo de pensar, sus movimientos interiores, para que, llegada la gran hora de representar al divino Espíritu Santo, pudiera entregarle el mensaje de una manera bella, atrayente y santamente diplomática, de suerte que moviera el corazón de María, en su humildad perfectísima, a decir «sí». Entonces, debe haberse establecido entre ambos una relación a la manera de la que tiene un ángel de la guarda con su custodiado.3
Nos lo podemos imaginar en el nacimiento de Nuestra Señora, tomándola en sus brazos, cubriéndola con sus alas y demostrándole el desvelo de un verdadero padre; desvelo éste que se manifestaría, principalmente, en el período en que Ella estuvo en el Templo en ausencia de sus progenitores, San Joaquín y Santa Ana. Y en los momentos en los que la Virgen, por ser una criatura sublimísima, se veía rechazada por quienes la rodeaban o cuando se sentía inexplicable a sí misma por no comprender su propia grandeza, también San Gabriel habría estado junto a Ella, iluminándola, reconfortándola.
En suma, el arcángel era para Nuestra Señora la propia presencia de Dios y de su infinito amor por Ella.
Por otra parte, al mismo tiempo que nutría ese afecto protector por María, —pues su naturaleza era superior a la de Ella—, le tributaba un amor filial, pues a través de esa Madre y Medianera de la divina gracia recibió, ante previsa merita, el don de ser fiel en sus pruebas. Por ello, además de ser su Reina, la Santísima Virgen también era la Madre que le había concedido participar de la vida divina.
Receptáculo del fíat que cambió la Historia…
Llegado el augusto momento de la Anunciación, después de varios años de íntima y elevada convivencia, San Gabriel discernía ya la dificultad que María mostraría a la invitación divina: su voto de virginidad. «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1, 34), fue su respuesta. Es comprensible que, para consolar a la Virgen de las vírgenes en ese crucial instante, el embajador celestial fuera el arcángel virginal y casto por excelencia. Sólo así sus palabras tocarían a fondo el alma de su interlocutora.
San Gabriel le aclaró sus dudas con respecto al colosal panorama que le estaba descubriendo, trató en profundidad acerca de la Redención del género humano, discurrió sobre los milenios de preparación para ese grandioso día y sobre los excelentes frutos que de él se derivarían en el futuro. Y, por supuesto, no dejó de prevenirla a propósito de los atroces sufrimientos que le aguardaban a su divino Hijo, para los cuales no solamente necesitaba su consentimiento, sino también su participación.
Mientras Nuestra Señora reflexionaba, encantada con la sabiduría de Dios revelada por el excelso arcángel, el Cielo y la Historia esperaban su asentimiento. «El destino de la humanidad entera dependía de la repuesta de una doncella. El Salvador estaba, por así decirlo, llamando a la puerta».4 Finalmente, María consintió: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). ¡Con qué extremos de veneración debe haber recibido San Gabriel tal afirmación! Retirándose, pues, como receptáculo cristalino del fíat de la Santísima Virgen, fue a presentarse ante el trono de la Trinidad.
…y de los dolores que corredimieron a la humanidad
La Anunciación probablemente fue el ápice de la misión de San Gabriel, pero no su última actuación junto a Nuestra Señora. Como sabemos, los ángeles son los que presentan a Dios nuestras oraciones y los que también nos custodian en el camino hacia la eternidad. Por lo tanto, incluso después de llevada a cabo la Encarnación, San Gabriel «continuaría su ministerio marial, sirviendo de intermediario entre Dios y la Virgen Santísima».5
Podemos imaginarlo traspasado de arrobamiento y admiración contemplando la convivencia entre María y el pequeñito Jesús. Cuidadosamente iba reuniendo cada acto de amor, de cariño y de respeto que tenía la dádiva de presenciar, a imitación de su Señora, que analizaba todos los hechos y los guardaba en su corazón (cf. Lc 2, 19).
En su infatigable dedicación, ¿cómo habrá actuado San Gabriel durante el momento más temido y decisivo de la vida de su custodiada, la Pasión? Parece lícito pensar que, en esa hora de indecible sufrimiento, procuró más que nunca apoyarla, confortarla, protegerla.
De hecho, si no hubiera sido por un particular cuidado angélico, sería sorprendente que, en medio del caos violento y satánico que envolvió la tragedia de la crucifixión, nadie atentara contra la integridad física de Nuestra Señora. No deseando en modo alguno que su amantísima Madre fuera tocada siquiera por los poderes infernales, Jesús quiso que ese poderoso arcángel estuviera constantemente a su lado, como invencible defensor.
No obstante, «por el discernimiento de la inmaculada alma de María que la Santísima Trinidad le había concedido, el arcángel conocía bien que, a pesar de luchar para protegerla de los ataques externos, no lograría evitarle los padecimientos interiores derivados de su relación directa con Dios».6 Entonces él no sólo fue el receptáculo de su fíat, sino también de sus incomparables dolores morales, de sus lágrimas y de sus gemidos, para presentarlos al Padre cual sacrificio de agradable perfume y al afligidísimo Corazón de Jesús cual suave consolación.
No se sabe lo penoso que habrá sido para San Gabriel, en aquellas augustas horas, ver a su amada Reina sufrir tanto. Todo nos lleva a creer que «si un ángel llorara, no habría océano capaz de contener sus lágrimas…».7 Paradójicamente, sin embargo, extraería fuerzas de la propia determinación, equilibrio y seriedad que emanaban de Nuestra Señora.
Promotor de la devoción a María
Durante toda la trayectoria terrena de la Santísima Virgen, San Gabriel estuvo a su lado, rebosante de entusiasmo, amor y veneración. Y, si es verdad que el amor hace al amante semejante al amado, la conformidad de espíritu y de mentalidad que ese sublime arcángel adquirió con Ella habrá sido, seguramente, impar en toda la Historia.
Si bien que su inmensa acción marial no terminó con la entrada de Nuestra Señora en la gloria celestial: su misión continúa junto a cada fiel cristiano. Desea, con ardor, conducirnos a María y derramar sobre nosotros gracias especiales, conquistadas por su Inmaculado Corazón.
Si queremos poseer una verdadera devoción a la Santísima Virgen, pidamos el auxilio y la intercesión de San Gabriel. Con afectuosa solicitud, no tardará en elevarnos y unirnos a Ella, convirtiéndonos en almas verdaderamente marianas.
Dejémonos encantar por el amor de ese excelso espíritu celestial y envolver por su purísima presencia. Bajo sus alas protectoras, no nos equivocaremos en el camino de la perfección, el cual para nosotros, los católicos, se llama: María. ◊
Notas
1 MORAZZANI ARRÁIZ, EP, Pedro Rafael (Org.). A criação e os Anjos. São Paulo: Lumen Sapientiæ, 2015, p. 147.
2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 24/3/1972.
3 Cf. MORAZZANI ARRÁIZ, op. cit., p. 184.
4 CORRÊA DE OLIVEIRA, op. cit.
5 MORAZZANI ARRÁIZ, op. cit., p. 184.
6 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Lima: Heraldos del Evangelio, 2021, t. II, pp. 460-461.
7 Ídem, p. 461.
La misión del Arcángel San Gabriel, no es solo traer el mensaje de Dios a la virgen, es tambien cuidar de ella en el trono de Dios y servir de mensajero entre ella y la Iglesia de los hombres
Para cumplir con las Misiones de Salvación que la Santísima Virgen Maria, tiene a bien de realizar, según la fé y las obras de quienes la invocan