El pequeño Winfrido descubrió en el claustro benedictino el secreto para el triunfo sobre sí mismo, sobre la barbarie y sobre los infiernos. De su celo apostólico, coronado por el martirio, el pueblo germánico nacería para Cristo.
Bellos desfiles militares, ciudades eximiamente organizadas, suculentas salchichas, bosques cuya disposición obedece a una impecable regularidad: he aquí algunos de los indiscutibles encantos de Alemania.
En ellos brilla la inocencia en orden de batalla, que cautiva, impacta y despierta admiración. Frutos auténticos de un pueblo civilizado y aficionado a la disciplina, esos y numerosos otros aspectos florecieron, bajo las bendiciones de la Santa Iglesia, al calor de almas valerosas que marcaron la Historia.
Detengámonos en estas líneas para contemplar una de ellas: el hombre providencial al cual le cupo la misión de cristianizar a los pueblos más allá del Rin y ofrecer por ellos su vida en holocausto.
De ese infatigable apóstol escribía un antiguo biógrafo: «Al santo obispo Bonifacio le pueden llamar padre de todos los habitantes de Germania, porque él los engendró para Cristo con la palabra de la santa predicación, los confirmó con sus ejemplos y, finalmente, llegó a entregar por ellos su vida, lo que es la prueba de amor más grande»1.
Benedictino con 5 años
Retrocedamos ahora hasta finales del siglo VII, cuando la vida sublime, disciplinada y llena de elevación de la Orden de San Benito se iba expandiendo por Europa. Verdaderas fábricas de héroes, sus abadías formaban hombres y mujeres en un régimen de equilibrio y sacralidad propicio a ordenar las tendencias de la naturaleza hacia ideas de gran alcance.
Las almas que allí se santificaban en la fidelidad a su fundador, su carisma y su regla se volvían aptas para los viajes y las hazañas más osadas, las artes y los pensamientos más elaborados, los sufrimientos y los martirios más terribles, para gloria de Dios y beneficio del prójimo.
También Inglaterra, recientemente cristianizada por San Agustín de Canterbury, se había dejado cautivar por las gracias benedictinas. Y allí fue donde nació, en torno al año 680, un niño que rápidamente se maravilla por ese modo de vivir. Con tan sólo 5 años, Winfrido, de familia anglosajona, pide ingresar en una abadía. Su padre se resiste, al considerarlo aún muy pequeño, pero dos años después le permite que entre en el monasterio de Nursling.
Educado en la sabia regla del «ora et labora», aprende latín, métrica, poesía y exégesis. Siendo ya adolescente se hace profesor de Gramática Latina, compone varias poesías en esta lengua y escribe algunos tratados.
Se convierte en un hombre sacral
A la par de una brillante cultura, su alma es pulida en las virtudes inherentes a un religioso. Por la obediencia conquista el dominio sobre su propia voluntad; por la castidad se asemeja a los ángeles; por la humildad aprende a querer lo máximo, pero no para él sino para la gloria de Dios; por la oración y la contemplación sube hasta el Cielo, realizando todas sus actividades con la mente puesta en los más altos horizontes sobrenaturales.
Se convierte, así, en un hombre sacral, que no se contenta con poseer en su interior la sublimidad de la gracia, sino que desea conquistar para Dios toda la tierra. Una señal de la autenticidad de sus anhelos es su disposición de vencer cualquier obstáculo y de aceptar todos los desafíos interiores y exteriores.
Winfrido es ordenado sacerdote en el 710, cuando probablemente tendría 30 años. Al ser convocado el sínodo de Wessex, recibe una delicada misión ante el arzobispo de Canterbury, en la que obtiene tal éxito que su fama se extiende enseguida. Dándose cuenta de ello, le pide autorización a su superior para ser misionero, renunciando a cualquier prestigio mundano.
Su primera misión fracasa
Los ojos del santo presbítero se vuelven hacia un pueblo inculto, pero lleno de vigor. Y, habiéndose encomendado antes a numerosas comunidades religiosas, que empezaron a rezar por el éxito de su emprendimiento, desembarca en el 716 en las costas de Frisia, en las proximidades de la actual Utrecht.
Tras algunos meses ayudando en su apostolado al obispo San Willibrordo, se ve obligado a regresar a su patria, sin haber obtenido mucho éxito. Pero el alma de Winfrido, templada en las austeridades del claustro, sabía enfrentar los fracasos con gallardía. Tomando ese revés como un desafío, decide prepararse mejor y esperar una ocasión propicia para volver a la carga.
Con el propósito de equiparse de los más poderosos medios, a los cuales ni los infiernos ni siquiera los Cielos resisten, en el año 718 se dirige a Roma para pedir cartas de apoyo al Papa Gregorio II. Consciente de la valía de aquel varón, el pontífice lo mantiene a su lado un tiempo y, al año siguiente, con una misiva fechada el 15 de mayo de 719, lo envía a Germania con el objetivo de llevar la Palabra de Dios a los pueblos aún sumergidos en las tinieblas de la idolatría. A fin de consagrar tal mandato, le da el nombre de Bonifacio.
Talando el roble sagrado
Al llegar al corazón del territorio germano, Bonifacio se topa con la gran labor que tiene por delante. La pequeña comunidad cristiana allí existente se hallaba en tal decadencia que sus miembros hasta participaban en cultos y banquetes en honor del dios Thor.
De una manera incansable se puso a campo para atraerlos a la verdadera religión y, como primera medida, pide auxilio a sus queridos monjes de Inglaterra, muchos de los cuales, en atención a su pedido, enseguida acudieron a aquellas tierras para ellos salvajes e ignotas. Gracias a ellos las regiones de Hesse y Turingia se convirtieron en objetivo de constantes predicaciones y misiones.
En cierto momento, el santo decide talar el roble «sagrado» de Thor para demostrarles a aquellas almas la impotencia de los ídolos y arrancarlas de raíz de la falsa religión.
Elevado sobre la montaña de Gudenberd, en Geismar, al oeste de Fritzlar, constituía el símbolo del paganismo germánico. Pero Bonifacio, desafiando con audacia el furor de los bárbaros, coge un hacha y empieza a golpear a aquel simbólico árbol. Los cielos se mostraron favorables a su emprendimiento: en ese instante comienza a soplar un viento impetuoso que lo derriba y lo parte en cuatro trozos.
Al ver aquella manifestación del Dios verdadero, un Dios celoso que juzga con justicia, gran número de paganos se convierte a la fe católica. Una capilla dedicada a San Pedro se levanta en el lugar antes ocupado por el roble.
¡Era necesario demostrarles a aquellas almas la impotencia de los ídolos y arrancarlas de raíz de la falsa religión!
Obispo y organizador de un ejército espiritual
Después de tres años de fructuoso apostolado, Gregorio II llama a Bonifacio a Roma para imponerle la dignidad que tantas veces había rechazado: el episcopado. El pontífice declaró que lo hacía así «para que pudiera, con mayor determinación, corregir y reconducir a los errantes por el camino de la verdad, para que se sintiera apoyado por la más grande autoridad de la dignidad apostólica y fuera tanto más aceptado en el oficio de la predicación, cuanto más demostrara que por ese motivo había sido ordenado por el prelado apostólico»2.
La misma modestia que había llevado al santo a negar tantas veces ese honor, lo impele a inclinarse ante la voluntad del Vicario de Cristo. El 30 de noviembre de 722 el Sumo Pontífice lo ordena obispo de Germania, diócesis vastísima que comprendía todo el territorio transrenano.
Al gozar de la estima del Papa y contar con el valioso apoyo de Carlos Martel, abuelo de Carlomagno, Bonifacio se dedica a conquistar más almas para el rebaño de Cristo. Además de Hesse y Turingia, también Baviera y otras partes de la región germánica se beneficiaron de su celo.
El venerable obispo funda el monasterio de San Miguel de Orddhuff, donde estableció su residencia. Y, sabiendo de la eficacia del ejemplo de la vida religiosa para civilizar aquellos pueblos, edifica conventos en cantidad. Del 740 al 778 se construyeron veintinueve en Baviera.
Al frente de ese ejército espiritual pone a sus fieles colaboradores anglosajones, aquellos que habían acudido a su llamamiento al inicio de la misión y habían perseverado junto a él. Entre ellos cabe mencionar a San Lulo, que más adelante lo sucedería en la sede episcopal, y la abadesa Santa Leoba.
Reforma de la Iglesia franca
El celo de Bonifacio no tiene tope y sobrepasa los ya enormes límites de su diócesis. Atendiendo a la petición de Carlomán, hijo de Carlos Martel, viaja a Austrasia y convoca allí un sínodo que pasaría a la historia con el nombre de Concilium Germanicum.
El relajamiento moral en aquellas regiones habitadas por los francos, aún gobernados por la dinastía merovingia, era enorme. Valiéndose de ese concilio y de otros sínodos convocados posteriormente, el santo obispo reestructura las diócesis, reúne todos los monasterios bajo la Regla y el carisma benedictinos y consigue una restitución parcial de los bienes de la Iglesia, utilizados por Carlos Martel en sus constantes guerras. Con la ayuda de los condes, prohíbe también las costumbres paganas aún existentes.
Para coronar y firmar tales reformas, convoca en el 747 un concilio general del Imperio franco, en el que quedó establecida la unidad de la fe, y lo hace concluir con una carta de sumisión y fidelidad a la Sede de Pedro.
«En ese sitio, con el consentimiento de Su Santidad, tengo la intención de yacer después de mi muerte»
Fundación de la abadía de Fulda
Con el paso de los años, Bonifacio fue albergando el deseo de erigir un monasterio en el cual reposaran sus restos mortales y quedara de alguna forma perpetuada su presencia junto a aquel pueblo, hijo suyo.
Con la ayuda de San Esturmio, oriundo de noble familia de Baviera y por él mismo educado desde joven, elige un espacio retirado en medio del bosque, en el actual estado de Hesse. Habiéndoles sido cedida de buen grado la propiedad por el poder real, el discípulo y siete monjes más toman posesión del lugar y, el 12 de enero de 744, empiezan a levantar con sus propias manos la célebre abadía de Fulda, alternando el trabajo con oraciones y cantos de salmos.
Así escribirá San Bonifacio al Papa San Zacarías con respecto a la nueva fundación: «Lugar salvaje, en el yermo de una vastísima quietud, en medio de los pueblos confiados a nuestra predicación. Al construir el monasterio, pusimos en él a monjes que viven según la Regla del patriarca San Benito, en estricta observancia, sin comer carne ni beber vino o cerveza, y sin tener criados, contentándose con el trabajo de sus propias manos»3.
Y un poco más adelante añade: «En ese sitio, con el consentimiento de Su Santidad, tengo la intención de restablecer con un poco de descanso este cuerpo aliquebrado por la vejez y que yazca ahí después de la muerte. Porque se sabe que en torno a ese lugar habitan cuatro pueblos, a los cuales, ayudados por la gracia de Dios, anunciamos la doctrina de Cristo; a ellos, mientras esté vivo o válido, podré serles útil, con vuestra intercesión. Deseo de hecho, por medio de vuestras oraciones y con la gracia de Dios, perseverar en la comunión con la Iglesia Romana y a vuestro servicio entre los pueblos germánicos, adonde he sido enviado, y obedecer a vuestras órdenes»4.
Aún en vida de su primer abad, Fulda llegó a albergar 400 monjes, constituyendo un manantial de sacralidad y virtud del cual germinarían muchos de los esplendores germánicos de la Edad Medía.
«¡Este es el día desde hace mucho deseado!»
Acercándose ya su octava década de vida, San Bonifacio no se siente saciado de amor a Dios. Su corazón arde en deseos de nuevas conquistas para la Santa Iglesia.
Dejando a San Lulo como sustituto suyo en la archidiócesis de Maguncia, San Bonifacio resuelve enfrentar nuevamente el desafío con el que había iniciado su misión: la conversión de Frisia. «Deseo realizar el propósito de este viaje; no puedo de manera alguna renunciar al deseo de marcharme. Está próximo el día de mi fin y se avecina el tiempo de mi muerte; al dejar el cuerpo mortal, subiré al eterno premio. Pero tú, queridísimo hijo, […] alerta al pueblo sin descanso del abismo del error, termina la construcción de la basílica ya comenzada de Fulda y en ella sepulta mi cuerpo envejecido por largos años de vida»,5 escribe a su sucesor.
«Este es el día desde hace mucho deseado, llegó el tiempo de nuestro final. ¡Tened valor en el Señor!»
En la primavera del 754 parte hacia Frisia, acompañado por cerca de cincuenta monjes, para evangelizar pueblos aún más salvajes que aquellos con los cuales hasta entonces había convivido.
Tras unos meses de arduo, pero fecundo apostolado, el santo decide reunir a todos los convertidos en la ciudad de Dokkum, en los actuales Países Bajos, a fin de administrarles el sacramento de la Confirmación. Corría el año 775. En el horario establecido, he aquí que los religiosos ven que, en vez de los cristianos, se aproxima una feroz tropa de bandidos.
El fiel obispo se encuentra en su tienda, leyendo un libro. Al ver que avanza sobre ellos la horda bestial, se levanta con valentía y dice: «Este es el día desde hace mucho deseado, llegó el tiempo de nuestro final; tened valor en el Señor y fijad el ancla de vuestra esperanza en Dios, que pronto os dará el pago del premio eterno y un lugar en el Reino celestial con los ciudadanos del Cielo, que son los ángeles»6. Usando el libro para defenderse, es golpeado en la cabeza y se presenta ante su Señor para recibir la recompensa tan merecida.
Al saber de lo ocurrido, los cristianos de Frisia se apresuran a recoger las preciosas reliquias de los mártires: San Bonifacio y los cincuenta y dos que con él subieron victoriosos al Cielo. El cuerpo del padre de los pueblos germánicos fue trasladado a la abadía de Fulda, no sin resistencia de los fieles de la diócesis de Utrecht y de Maguncia, que deseaban conseguirlo.
Así culminó la gloriosa epopeya de aquel niño que, en el silencio y en la disciplina del claustro benedictino, descubrió el secreto del triunfo sobre sí mismo, sobre la barbarie y sobre los infiernos. ◊