¿Sabías…

… por qué hay pilas de agua bendita en la entrada de las iglesias?

El refrescante contacto de la yema de los dedos con el agua bendita, seguido del superior refrigerio espiritual al hacer la señal de la cruz, suele marcar la transición entre el bullicio de la calle y la paz del recinto sagrado al entrar en una iglesia católica. Pero ¿te has preguntado alguna vez por qué ocurre esto justo a las puertas del templo?

En el Libro del Éxodo leemos que Dios le ordenó a Moisés que instalara una pila de bronce entre la Tienda del Encuentro y el altar para que Aarón y sus hijos realizaran allí las abluciones rituales previas al servicio del culto (cf. Éx 30, 17-21). Más tarde, Salomón hizo construir un gran depósito de agua, llamado mar de bronce, en el atrio del Templo de Jerusalén para que los sacerdotes pudieran purificarse antes de comenzar sus funciones diarias (cf. 1 Re 7, 23-26).

Según refiere Eusebio de Cesarea (cf. Historia Eclesiástica. L. x, c. 4, n.º 40), al erigir lugares de culto, la Santa Iglesia mantuvo la costumbre de edificar en sus atrios fuentes o estanques —llamados cantharus aquarum—, donde los fieles se lavaban las manos y los pies. Estas abluciones ya no tenían una finalidad ritual, sino de aseo y simbólica: eran una imagen del baño regenerador del bautismo y recordaban la pureza interior necesaria para entrar en la casa de Dios. Sin embargo, seguía siendo agua corriente, desprovista de cualquier virtud sobrenatural.

Con el paso del tiempo, las fuentes primitivas dieron paso a las pilas de agua bendita, de menor tamaño y colocadas a la entrada de las iglesias. Ya a principios del siglo ix, Carlomagno prescribía en sus Capitulares que en las misas dominicales el sacerdote vertiera agua bendita en un recipiente apropiado para que los fieles se asperjaran antes de entrar en el recinto sagrado.

Al hacer la señal de la cruz con agua bendita a la entrada de las iglesias, nos defendemos de las asechanzas del demonio, nos alejamos de las cosas del mundo y le pedimos al Espíritu Santo que ilumine nuestros corazones, infundiendo la devoción, la reverencia y el silencio propios de la casa de Dios. ◊

 

… cuándo surgió la costumbre de cantar durante el ofertorio de la misa?

El ofertorio es el rito del santo sacrificio en el que se le presentan al celebrante el pan y el vino. Esta entrega la hace el diácono, quien, en representación de los fieles, le ofrece al sacerdote sus dádivas para que éste se las ofrezca a Dios. Las especies quedarán así benditas, dejando de ser materia profana para convertirse en algo sagrado, a la espera de ser definitivamente transustanciadas en el cuerpo y la sangre de Cristo durante la consagración.

Los fieles de los tres primeros siglos guardaban un respetuoso silencio en este augusto momento. No fue hasta el siglo iv, época de San Agustín, cuando en la iglesia de Cartago se inició la piadosa costumbre de cantar melodías en alabanza a la Divina Majestad durante el ofertorio. Más tarde, el papa San Gregorio Magno extendió esta práctica a la Iglesia universal, concediéndole una forma propia: una antífona acompañada de versos salmódicos, que eran interrumpidos en el momento en que el sacerdote se volvía hacia los asistentes y les ordenaba: Orate fratres… —Orad, hermanos…

Poco a poco, los versos de los salmos desaparecieron y sólo quedó la antífona del ofertorio, la más bella, sublime y mística melodía de las secuencias gregorianas de la santa misa. Expresa el alma del fiel que, en el momento del santo sacrificio, proclama su total dependencia de Dios, confiesa que todo lo que tiene le pertenece a Él y, por tanto, le ofrece todo su ser. ◊

 

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