Ricardo Corazón de León – El valor de un gran corazón

A lo largo de los siglos, hombres reconocidos por la grandeza de su personalidad recibieron los más variados epítetos. Uno de ellos, no obstante, se quedó fijado en el firmamento de la historia como «Corazón de León». ¿Quién era él?

Los días transcurren lentamente en el lejano Oriente, mientras las dificultades no hacen más que aumentar. El ánimo de los combatientes empieza a decaer… Por todas partes se ven guerreros enemigos con sus arcos y cimitarras. La ciudad de Jaffa es defendida por sólo tres mil guerreros cristianos, mientras Saladino la ataca con toda la fuerza de su numeroso ejército.

Lo esperado no tarda en ocurrir: tras largas y arduas batallas, Jaffa es tomada por los infieles. Gran parte de los cristianos perecen a espada. Sin embargo, justo cuando los pocos supervivientes están a punto de capitular… Ricardo, rey de Inglaterra, aparece en el horizonte. «Con un ágil impulso, salta completamente armado del barco con sus hombres y […], como un león feroz, embistiendo a derecha e izquierda, se lanza con audacia en medio de la formación enemiga».1 El soberano invade la plaza de la ciudad, eliminando a todos los adversarios que encuentra y haciendo huir despavoridos a los que su espada no puede alcanzar. No hay obstáculo que lo detenga.

Enfrentamiento entre dos mentalidades

Similares demostraciones de valentía tuvieron lugar con frecuencia durante las acciones de Ricardo en las batallas por la conquista de Tierra Santa. Perteneciente a la dinastía Plantagenet y descendiente del ilustre Guillermo el Conquistador, fue el cuarto hijo del rey Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania. Sin estar destinado a la realeza, acabó convirtiéndose en el legítimo heredero al trono, coronado en 1189, debido a la muerte de sus dos hermanos mayores.

Por entonces, la bandera del islam ondeaba en lo alto de las murallas de Jerusalén. El mismo año de la coronación de Ricardo, el papa Clemente III, llevando a cabo una iniciativa de su predecesor, Gregorio VIII, organizó la tercera cruzada. Contaba ésta con el apoyo de los soberanos más importantes de Europa, entre ellos Federico Barbarroja, de Alemania, y Felipe Augusto, de Francia. La convocatoria del sucesor de Pedro también llegó a Inglaterra y Ricardo se unió rápidamente a los que lucharían bajo el estandarte de la cruz, llevando consigo un valeroso ejército. Formada por guerreros tan audaces, la tercera cruzada tenía todo lo necesario para ganar.

Saladino, el líder adversario, tenía un ejército de proporciones extraordinarias. Sus hombres creían que cuanto mayor fuera el número de cristianos que sepultaran en las llanuras, mayores serían las delicias que disfrutarían en la otra vida. Ahora bien, ¿qué delicias eran esas? Mientras los cristianos se lanzaban al combate con valentía, dispuestos a elevar al trono del Altísimo el incienso perfumado de la inmolación de sus vidas y heredar así las verdaderas y santas alegrías del Reino celestial, sus contrincantes sacrificaban sus vidas para conquistar un «paraíso» de voluptuosidad donde, sin reglas ni limitaciones, podrían satisfacer la voracidad de su naturaleza animal…

Entre esos dos ejércitos se iniciaría entonces no sólo una disputa territorial, sino una inflexible batalla entre dos mentalidades y dos ideales opuestos.

La mano de Dios estaba sobre él

La lucha, finalmente, comenzó y el monarca inglés enseguida destacó entre los comandantes de la cruzada por su valor extremo. Por cierto, tan grande era la fama de sus heroicas hazañas que sus enemigos ya lo temían mucho antes de que pusiera un pie en tierras orientales. Semejante carácter le mereció el epíteto, noble y terrible, de Corazón de León.

El monarca inglés destacó enseguida por su valentía. Una asistencia especial de Dios lo acompañaba
Ricardo Corazón de León – Iglesia de San Petroco, Bodmin (Inglaterra)

Sin embargo, toda su valentía no tenía su origen en meras fuerzas humanas; una asistencia especial de Dios lo acompañaba.

Se cuenta que en Jaffa, tras vencer a un batallón de 72 000 hombres, fue despertado al amanecer por un centinela con la noticia de que los soldados de Saladino se acercaban para vengarse de su bochornosa derrota. El rey vistió su armadura y, disponiendo tan sólo de diez animales de montura, salió con otros nueve soldados al encuentro de los sarracenos, abriéndose camino con su lanza y su espada. Por donde pasaba, dejaba postrados a caballos y jinetes; y los que no eran alcanzados por él huían espantados de miedo, abandonando una vez más la lucha que con tanto ímpetu habían iniciado. Y —¡milagro!— ningún cristiano resultó herido en el enfrentamiento, salvo uno que, al evitar el combate, acabó encontrando la muerte de la que había huido…2

Más tarde, los emires de Saladino fueron reprendidos por él debido a su deserción, a lo que respondieron: «Nadie puede soportar los golpes que él [el rey Ricardo] asesta. Su impetuosidad es terrible, su espada es mortal, sus hazañas están por encima de la naturaleza humana».3 De hecho, si no fuera por la bendición de Nuestro Señor Jesucristo, el verdadero León de Judá, que sublimaba las capacidades naturales de Corazón de León, éste nunca habría sido capaz de realizar tan estupendas proezas. Pareciera que hubiera sido asumido, durante la batalla, por aquel ángel que blandiendo armas de oro auxiliaba en los gloriosos combates de los Macabeos (cf. 2 Mac 11, 8).

«Nunca un caballero se comportó tan valientemente»

En otra contienda, todavía en Jaffa, el ejército cristiano fue rodeado por una poderosa tropa sarracena. Ricardo arriesgó entonces una ofensiva osadísima, casi temeraria incluso para él: se lanzó con tal ímpetu hacia la enorme masa enemiga que ninguno de sus hombres fue capaz de seguirlo. Dentro de esa melé, atacaba en todas direcciones sin detenerse un instante, ya fuera por el cansancio o por los golpes del adversario.

Nadie pudo verlo durante mucho tiempo y llegaron a pensar que había muerto, cuando reapareció a todo galope, acribillado a flechazos, cubierto de sangre y polvo, tras haber diezmado a un gran número de enemigos…

Respecto de esta hazaña, un autor afirmó: «Nunca, ni siquiera en Roncesvalles, ningún caballero se comportó tan valientemente como él en Jaffa, cuando derrotó a los sarracenos casi solo».4

Salvado por la admiración de un caballero

La virtud de la grandeza tampoco le faltó a Ricardo, al igual que no faltaron almas nobles que lo admiraran por ello.

Un día, en una expedición de caza en el bosque de Sarón, se detuvo a descansar y se quedó dormido bajo un árbol. De repente fue despertado por los gritos de sus acompañantes, que anunciaban la llegada de enemigos. En un instante montó su caballo y asumió la defensa; no obstante, enseguida se vio rodeado por todas partes y estaba a punto de ser alcanzado cuando Guillermo de Pratelle, un caballero francés, gritó en la lengua local: «Soy el rey, ¡salvadme la vida!». Al oír esta exclamación, verdadero alarde de heroísmo, la patulea se abalanzó sobre Guillermo y se lo llevó prisionero a rastras, dejando libre al verdadero rey.

Esta hazaña, loable en sí misma, resulta aún más digna de admiración por el hecho de que franceses e ingleses estaban constantemente enfrentados. Y Guillermo, en lugar de aprovechar la oportunidad para deshacerse de un rival, entregó su vida para salvar al gran Corazón de León.

Contra todo pronóstico, la infidelidad

Sin embargo…, en el apogeo de su gloria, el destino de Ricardo cambió bruscamente. Después de tantas y tan magníficas gestas, cuando estaba a punto de conquistar la Ciudad Santa, decidió abandonar la línea ofensiva —por razones desconocidas aún hoy—, firmando un ignominioso acuerdo de paz con aquellos a los que hasta entonces había perseguido insaciablemente. El Corazón de León, que tanto coraje había demostrado, hasta el punto de convertirse en un símbolo de la soberanía divina para los suyos, tomó de repente una decisión que ciertamente habrá dejado al lector, así como a todas las generaciones que conocieron su historia, sumamente decepcionado.

¿Cómo fue posible semejante deserción por parte de quien había demostrado tanto valor? ¿No habría conquistado los lugares santos si hubiera permanecido en Oriente? ¿No habría tomado la historia un curso diferente si Ricardo Corazón de León hubiera liberado Jerusalén? ¿Temía acaso una victoria de cuya magnitud sólo le correspondería el papel de mero instrumento del Cielo? Todo nos lleva a creer que su corazón se apegó a la gloria personal y la prefirió a la gloria de Dios…

Contra todo pronóstico, el soberano inglés embarcó de regreso a su patria. No obstante, su barco fue azotado por una feroz tempestad que lo obligó a atracar entre Aquilea y Venecia. Tal vez esta primera tragedia fuera una advertencia divina por la infidelidad que acababa de cometer.

A punto de reconquistar Jerusalén, Ricardo abandonó la ofensiva y poco después se marchó de Tierra Santa… ¿Qué rumbo habría tomado la historia si hubiera sido fiel?
Ruinas del castillo del Peregrino, antigua fortaleza de los cruzados, Atlit (Israel)

Aun temiendo la persecución de algunos de sus rivales, que ocupaban altos cargos en el territorio europeo, decidió continuar su viaje por Austria. Pero, tras unas controversias, en diciembre de 1192 fue descubierto y hecho prisionero por el duque Leopoldo, que le guardaba un profundo resentimiento; y unos meses después, fue entregado al emperador Enrique IV, que lo encarceló en el castillo de Trifels. Pese a la insistencia del sumo pontífice para que lo liberaran, Ricardo permaneció cautivo hasta mediados de marzo de 1194, cuando la corona inglesa lo rescató mediante el pago de una gran suma.

«El león fue asesinado por la hormiga»

Cuaresma de 1199. Para algunos, una más entre otras; Ricardo, sin embargo, ya no oiría el eco de los aleluyas de la Resurrección. Participaba en el asedio de un castillo en Aquitania. Un día que salió al campo sin armadura, protegido solamente por el yelmo y el escudo, una flecha de ballesta le atravesó el hombro izquierdo. La herida, agravada por la precariedad de la atención médica, se gangrenó y, en poco tiempo, causó la muerte del monarca. Era el 6 de abril.

El que había sido el terror de los enemigos de la Iglesia y, en medio de ellos, se había librado de las peores situaciones, encontró ese mediocre final, alcanzado por una sola flecha un día en que no llevaba su armadura, mientras luchaba contra quienes debían haber sido sus compañeros en la guerra contra los infieles… Con razón se diría de él que «el león fue asesinado por la hormiga».

La Santa Iglesia necesita nuevos leones

El apodo del rey Ricardo verdaderamente definía su vocación: tener un corazón ardiente de amor a la Santa Iglesia y dispuesto a enfrentarse a sus opositores como un león. No obstante, un alma sólo tiene auténtico valor cuando se ordena puramente en función de un ideal santo y palpita al unísono con el llamamiento recibido del Cielo. Cualquier desviación causada por el orgullo y por el amor propio la hacen deshonrosa a los ojos de Dios y de los hombres. La cuestión, por tanto, se centra en un único punto: para qué late el corazón.

Como católicos del siglo xxi, asombrémonos del vacío que puede dejar en la historia un alma que no ha sido lo que debía ser, y no sigamos el mismo camino. Seamos auténticos «corazones de león», libres de ataduras egoístas y dispuestos a cualquier sacrificio en defensa de la Santa Iglesia, que más que nunca está a la espera de leones que la defiendan. ◊

 

Notas


1 Radulphi de Coggeshall. Chronicon anglicanum. London: Longman; Trübner, 1875, p. 43.

2 Cf. Flori, Jean. Ricardo Corazón de León. El rey cruzado. Barcelona: Edhasa, 2002, p. 411.

3 Michaud, Joseph-François. História das Cruzadas. São Paulo: Editora das Américas, 1956, t. iii, p. 168.

4 Flori, op. cit., p. 509.

 

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