Rezar en el tiempo, para  convivir en la eternidad

Los actos de piedad nos invitan a un trato más intenso, fervoroso y filial con Dios.

27 de julio – XVII Domingo del Tiempo Ordinario

Las verdades más fundamentales suelen ser las más puras, luminosas y edificantes. Participan de la sencillez de Dios —plenitud y fuente de toda verdad— y, por ello mismo, encierran inmensas profundidades, capaces de alimentar nuestra vida espiritual y moral.

«Vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien»,1 decía Dña. Lucilia, madre del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira. Estas palabras, aunque sencillas, tocan en la esencia de la contemplación y abren una puerta al misterio de la oración. Vivir es estar con quien amamos; rezar es convivir amorosamente con Dios: «La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre».2

Una vez, como leemos en el Evangelio de este domingo, un discípulo le pidió al Salvador: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). Una palabra de la respuesta de Jesús cambió para siempre nuestra forma de dirigirnos al Creador: «Padre». Cuánta riqueza hay en esta revelación: ¡Dios es nuestro Padre! Y, por su voluntad, ¡María es nuestra Madre! Somos sus hijos por el don de la gracia, y nuestras oraciones deben brotar, pues, de una confianza filial, íntima y reverente.

Como nos prometió el divino Maestro, siempre seremos atendidos: «Todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre» (Lc 11, 10). Sin embargo, existe una condición: presentar nuestras súplicas a Dios con fe, humildad y perseverancia, ordenándolo todo a su gloria y a nuestra salvación.

Pero la bondad de Dios, al hacernos hijos y aceptar nuestras súplicas, exige correspondencia. Amor con amor se paga. Y amar implica vivir con rectitud y repudiar todo lo que conduce a la catástrofe de perder la gracia: seducciones del demonio, atracciones del mundo y desórdenes de la carne. Quien peca gravemente abandona el estado de hijo de Dios, hermano de Cristo y heredero del Cielo, y se convierte en esclavo de Satanás, partidario de los réprobos y reo del Infierno, hasta que se arrepienta y confiese sus culpas. Por otro lado, cuando caminamos por las vías de la virtud, nuestro amor es recompensado con el Amor: el Espíritu Santo, don por excelencia (cf. Lc 11, 13).

Para Santa Teresa de Jesús, el corazón de la vida espiritual es la oración. Con sabiduría mística, también la describe como una convivencia enraizada en la caridad: «No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».3 Mucho más allá de la recitación de fórmulas, consiste en una relación viva, en la cual somos transformados interiormente. El trato diario y frecuente intensifica la amistad. No necesitamos complicados discursos. Basta con saberse amados… y responder con amor.

A la luz del ejemplo de los santos y las almas puras, podemos concluir que sólo la convivencia con Dios perfeccionará plenamente nuestra vida espiritual. «Vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien», he ahí el objeto de nuestra felicidad en el Cielo, que ya ha comenzado en la tierra a través de la oración. «En la visión beatífica —afirma Mons. João Scognamiglio Clá Dias—, en medio de la felicidad de convivir con el Señor, viviremos en oración, porque ésta consiste en la elevación de la mente a Dios. Y rezar en el tiempo es el mejor camino para estar en oración por toda la eternidad».4 ◊

 

Notas


1 Clá Dias, ep, João Scognamiglio. Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, p. 472.

2 CCE 2560.

3 Santa Teresa de Jesús. Libro de la vida, c. viii, n.º 5.

4 Clá Dias, ep, João Scognamiglio. Meditación. São Paulo, 4/10/2008.

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