«Quedaré más blanco que la nieve»

El agua que brota en la gruta de Lourdes expresa la realidad invisible de lo que la Virgen quiere obrar en nuestro interior, comunicándonos gracias enteramente marianas que nos invitan a un cambio de vida.

A lo largo de los siglos la piedad católica le otorgó a la Santísima Virgen bellísimos títulos, recogidos con esmero por la Santa Iglesia y conservados hasta nuestros días. Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, Madre del Buen Consejo, Auxiliadora de los cristianos y miles de otras advocaciones expresan, cada una a su manera, las incontables prerrogativas de María y los más variados matices de su misericordia.

Entre ellas destaca, por su importancia y sublimidad, la Inmaculada Concepción. Fue la propia Santísima Virgen quien se presentó al mundo como ostentadora de ese augusto privilegio, manifestando su deseo de ser así invocada por los fieles. Ahora bien, ¿cuál es la causa más profunda de este deseo de María?

La palabra inmaculada significa sin mancha. En cuanto a Nuestra Señora, indica que fue preservada de toda mancha, incluso la del pecado original, con la cual son concebidos los hombres desde la expulsión de Adán y Eva del paraíso terrenal. Predestinada a ser Madre del Verbo de Dios encarnado, por tanto, de la Pureza en esencia, no podría ser tocada por la mínima sombra de mal. La Virgen fue siempre santa, en virtud de la santidad del fruto de su vientre.

Rezarle a María Inmaculada consiste, pues, en suplicarle, desde el abismo de nuestra miseria, a aquella que es purísima por excelencia que no sólo nos limpie de toda culpa, sino también que arranque definitivamente las malas tendencias y los defectos que llevamos en nuestro interior, haciéndonos puros como Ella; en suma, consiste en pedir que Nuestra Señora nos comunique su propia «inmaculabilidad»,1 según la elocuente expresión de San Maximiliano María Kolbe.

Gracias particularmente profundas en este sentido son derramadas en profusión en un santuario muy famoso en el mundo entero: el de Lourdes. Allí, donde «la Inmaculada Concepción» se dignó aparecérsele a una jovencita, tienen lugar las más variadas e impresionantes restauraciones físicas y espirituales, haciéndonos pensar que, verdaderamente, el Cielo ha bajado a la tierra.

¿Por qué una fuente?

Desde 1858, año de las apariciones de Lourdes, acuden a la gruta de Massabielle fieles de todas partes, deseosos de beber de la fuente milagrosa y suplicar la curación de sus males. Aquellas rudas y frías piedras, tan atrayentes a causa de la presencia de Nuestra Señora, son «testigos» de numerosos milagros de la gracia obrados a favor de los peregrinos.

A pesar del incontable número de cojos, ciegos, sordos, accidentados y minusválidos de todo tipo que obtuvieron la curación, el milagro más hermoso que allí realiza la Santísima Virgen es la transformación de los corazones. De hecho, aún más abundantes que los enfermos objeto de milagros son los que se vieron «lavados por dentro», y tuvieron restaurados —o incluso instaurados— el amor a Dios y la vida de la gracia en sus almas.

Se percibe en ello la razón simbólica de que Nuestra Señora hiciera que brotara en la gruta una fuente: así como el agua limpia y purifica los cuerpos de sus manchas, la gracia alcanza hasta lo más íntimo del alma de aquellos que de María se acercan.

Un incrédulo que renace a la gracia

«Un cuerpo sano que alberga un corazón enfermo nunca encontrará la verdadera felicidad»,2 dijo una vez una persona beneficiada por un milagro, Vittorio Micheli, más satisfecho por su fe ardiente que por la recuperación de su salud. En efecto, no ha habido un solo peregrino curado en Lourdes que haya regresado a su casa con el alma menos favorecida que el cuerpo.

Un ejemplo conmovedor de esta verdad ocurrió en 1901, a Gabriel Gargam.3 Tras la colisión del tren en el que viajaba y un expreso que venía en sentido contrario, se quedó parapléjico y con todas las funciones orgánicas perjudicadas; cargaba consigo el fatídico diagnóstico de que su estado era irreversible y, probablemente, enseguida la muerte se lo llevaría. Su peso se había reducido hasta los treinta y seis kilos, se alimentaba a través de una sonda y sus pies estaban llenos de heridas supurantes… En este complicado estado, le avisaron a Gargam que tendría que someterse a una delicada operación. Pero al no querer pasar por el quirófano, por considerarlo inútil, se vio obligado a aceptar otra propuesta, para él un poco menos desagradable, que le había hecho su madre: participar en la peregrinación nacional de Lourdes. El enfermo no creía en los milagros y aceptó de mala gana, tan sólo por que era la única manera de dejar el hospital.

Sin embargo, al llegar a la gruta y recibir la comunión —más por formalidad que por fe—, percibió un leve hormigueo en las piernas hasta entonces insensibles. Un cambio se obró en su corazón, y las lágrimas brotaron de sus ojos. Era, sin duda, Nuestra Señora que le estaba invitando a creer en lo imposible. Horas más tarde, al ser sumergido en la piscina, aquel que otrora dudaba empezó a rezar ardientemente. Una paz interior inexpresable se apoderó de su alma.

No ha habido un solo peregrino curado en Lourdes que haya regresado a su casa con el alma menos favorecida que el cuerpo
Procesión del Santísimo Sacramento en Lourdes, en 1930

A continuación, fue llevado en camilla hasta el lugar por donde pasaría la procesión del Santísimo Sacramento. No obstante, el cansancio del viaje y las emociones del día le habían consumido sus últimas energías: perdió pronto la conciencia y los que le acompañaban pensaron que estaba a punto de expirar. De repente, abrió los ojos y se dio cuenta de que la procesión se acercaba. Animado entonces por una fuerza irresistible, susurró: «¡Ayudadme! Siento que puedo caminar». Se levantó de la camilla y salió andando detrás de Jesús Hostia. Estaba curado, pero sobre todo se había convertido en un católico fervoroso.

En reconocimiento por tantos favores alcanzados, Gargam se incorporó al equipo del Hospital de Lourdes, donde trabajó, siempre que pudo, durante cincuenta y un años.

La resurrección de una muerta viva

Perseverar cuando todo parece perdido y confiar en una intervención divina: he aquí lo que la Virgen de Massabielle le pedía a la Sra. Savoye para curar a su hija. Clínicamente desahuciada, por padecer reumatismo infeccioso y cardiopatía, la joven, Marie Savoye, tenía 24 años y pesaba tan sólo veinticinco kilos. Desde hacía seis años ya no tenía fuerzas para levantarse de la cama, ni para comer, ni siquiera para hablar.

En un desesperado intento de obtener la curación, la Sra. Savoye decidió, contra todas las opiniones médicas, emprender un viaje a la gruta de Lourdes para suplicar un milagro. A los ojos de los hombres, se trataba de una auténtica locura: el esfuerzo aplicado en el desplazamiento ciertamente aceleraría la muerte de la ya debilitada Marie. Esperando contra toda esperanza, aquella madre marchó de Cambrai con su hija. Al llegar a Lourdes, el estado de Marie era el peor posible: expulsaba sangre por la boca y tenía el aspecto de un cadáver, de lo pálida que estaba.

Al rayar el día 20 de septiembre de 1901, la Sra. Savoye y Marie ya están en la gruta, esperando un milagro. Por allí pasará la procesión del Santísimo Sacramento. A medida que Jesús Hostia avanza, se oyen las aclamaciones de enfermos que consiguen levantarse de sus camillas. El cortejo prosigue, con paso lento y solemne, deteniéndose delante de cada doliente. La Sra. Savoye reza con redoblado fervor, mientras Marie, tumbada en su lecho —casi diríamos de muerte—, también eleva a la Virgen su plegaria. Es la oración del leproso del Evangelio que repite: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Lc 5, 12). ¡Y Él quiere! Al recibir la bendición, Marie salta de la cama y exclama: «¡Estoy curada!».

Horas después, el Dr. Perisson, uno de los médicos de Lourdes, dirá: «No es un milagro. ¡Es una resurrección!».4 Con el paso de los meses, Marie creció diez centímetros y ganó treinta y cinco kilos. Siete años más tarde, en agradecimiento, resolvió dedicar su vida al cuidado de los enfermos.

«¿Por qué Él no iba a curarme?»

Un caso similar ocurrió con la joven francesa Esther Brachman que, con sólo 15 años, cargaba consigo el triste pronóstico de una muerte inminente: había sido afectada por una peritonitis tuberculosa que en dos años había llevado su cuerpo a la destrucción. Entonces decidió ir a Lourdes para pedir un milagro, inspirada, quizá, por los numerosos hechos que atestiguaban la magnificencia con que los enfermos eran atendidos allí. «¿Por qué yo no? ¿Por qué Él no iba a curarme?», se preguntaba la joven.

Una vez más, la Virgen Santísima demostraría la omnipotencia de su intercesión al recibir en sus aguas, como si fuera en sus brazos, a la pequeña Esther. Al emerger de la piscina de Lourdes, ¡se produjo el milagro que estaba esperando! Ya no le dolía nada, su estómago, hasta entonces de dimensiones descomunales, se deshinchó inmediatamente y recuperó sus fuerzas, lo que le permitió caminar con normalidad. Estaba completamente curada.

En Lourdes, Nuestra Señora nos hace percibir cómo su amor a la humanidad es puro e inagotable
Vista de la basílica de la Inmaculada Concepción, Lourdes

Un singular favor junto a la gruta

Otro hecho también conmovedor, que tuvo lugar a los pies de la Virgen de Lourdes, ocurrió con un muchacho de 12 años, llamado Martin Renaud.

Sus padres, cansados de tantas y tan profundas desavenencias que pasaban en su matrimonio, le avisaron de que se iban a divorciar. El joven, angustiado con la noticia, decidió acudir al socorro de Nuestra Señora. Les rogó, pues, a sus padres que le concedieran por lo menos una última salida en familia: quería visitar Lourdes.

Al llegar a la gruta, Martin imploró con fervor a la Virgen María que no permitiera que su familia se deshiciera. Y cuál no fue su sorpresa cuando, al mirar atrás, vio a sus padres llorando, cogidos de la mano y completamente reconciliados. Su familia se había salvado.

«Lavabis me, et super nivem dealbabor!»

A través de estos y de otros miles de milagros, físicos y espirituales, obrados por la Virgen María en la gruta de Lourdes, Nuestra Señora nos hace percibir cómo su amor por la humanidad es puro e inagotable, y nos invita a una reconsideración con respecto de la vida y de nuestra relación con Dios.

Mostrémonos, entonces, dóciles a su voz. En el Antiguo Testamento, David le suplicó al Señor: Asperges me hyssopo, et mundabor; lavabis me, et super nivem dealbabor, «Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve» (Sal 50, 9). En nuestros días, nos toca a nosotros rezar, parafraseando al rey profeta: «Madre mía, que eres inmaculada y todo lo puedes, ¡lávame y purifícame, y más blanco que la nieve quedaré!». Sea cual sea nuestra situación, Ella nos responderá en el fondo de nuestro corazón: «Ven, hijo mío. Yo te restauro». 

 

Notas


1 SAN MAXIMILIANO MARÍA KOLBE. «Unpublished Writings. Immaculata». In: The Writings of St. Maximilian Maria Kolbe. Lugano: Nerbini Internacional, 2017, t. II (e-book). Sobre este tema, véase también: «Letter to the Seminarians of the Order of Friars Minor Conventual», 28/2/1933. In: The Writings of St. Maximilian Maria Kolbe. Lugano: Nerbini Internacional, 2017, t. I (e-book).

2 SELETA MILAGRES DE LOURDES. Santa Maria: Biblioteca Católica, 2021, p. 139.

3 Cf. REBSOMEN, Andrés. Notre-Dame de Lourdes. Album du pèlerin. 5.ª ed. Paris: Spes, 1925, pp. 95-111.

4 SELETA MILAGRES DE LOURDES, op. cit., p. 56.

 

1 COMENTARIO

  1. Son impresionantes las curaciones que se describen en este artículo.Verdaderamente nos ayudan a pensar que nosotros también podemos pedirlas de corazón porque Nuestra Madre quiere curarnos, quiere que limpiarnos, pero sobre todo nuestro interior, porque lo que ocurre dentro de nosotros, se expresa hacía fuera muchas veces en forma de enfermedad. Después de pedir, debemos de confiar plenamente en Ella y aunque las soluciones a veces no sucedan inmediatamente como en los ejemplos que se muestran en el artículo, sucederán.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados