Es innegable que nuestra época se ha hundido en profundidades incalculables de maldad. La humanidad se escandaliza con las atrocidades que ella misma genera en su seno, pero carece de fuerzas para contener su caída, pues esas mismas perversidades encierran la fuerza motriz que la conduce al abismo.
A veces, ¡desearíamos poder elegir otro mundo para vivir! Y esta posibilidad, por más que constituya un devaneo para el hombre de hoy, le fue dada al de ayer. Sí, muchos de nuestros antepasados podrían haber «elegido otro mundo» si hubieran combatido el proceso que, cual enfermedad silenciosa de larga duración, comenzó a gangrenar miembros y capilaridades hasta llegar a los órganos vitales de la sociedad occidental.
El ocaso de la Edad Media
El primer síntoma patente del proceso revolucionario, que desembocará en lo que el Dr. Plinio denominó Primera Revolución, comienza con la decadencia de la Edad Media. A los luminosos tiempos en los que abundaban los santos no sólo en monasterios y catedrales, sino también en las cortes, época de inocencia, fuerza y virtud, les siguen otros muy diferentes. En los siglos xiv y xv, el esplendor de la santidad da paso a la veleidad de las costumbres, el amor a la cruz y al sacrificio se diluyó, la caballería, «antaño una de las más altas expresiones de la austeridad cristiana, se vuelve amorosa y sentimental».1
El deterioro producido por ese estado de ánimo pronto se manifiesta en diferentes ámbitos. En el campo intelectual, la búsqueda sincera de la verdad, característica de los académicos medievales, es sustituida «por disputas ostentosas y vacías, por argucias inconsistentes, por exhibiciones fatuas de erudición»2 propias de decrépitas escuelas filosóficas paganas, siempre aduladoras del orgullo humano. En la esfera política, el enaltecimiento del absolutismo, rescatado del polvo del derecho romano, encuentra ávida aceptación en la desmedida ambición de príncipes sin escrúpulos, tan distantes ya de los reyes santos que habían poblado la Europa cristiana en siglos anteriores. Nacen el Humanismo y el Renacimiento que, muy especialmente en el terreno de las artes, traen una «admiración exagerada, y a menudo delirante, por el mundo antiguo», tendiente a «relegar a la Iglesia, lo sobrenatural, los valores morales de la religión a un segundo plano».3
Llevada a cabo tanto en ciudades como en palacios, esta transformación no tardó en afectar, a su manera, a la jerarquía eclesiástica. Aunque a los espíritus en muchos casos no se le exigiera, ya desde el inicio, una apostasía formal, el germen de una explosión religiosa de incalculables consecuencias había sido creado.
Los antecedentes
Grande era el esplendor de las ceremonias litúrgicas y aparatoso el fausto que rodeaba al romano pontífice. Los príncipes de la Iglesia se esforzaban por enriquecer la Ciudad Eterna como nunca, pero no mostraban reservas ante las nuevas escuelas artísticas que tanto divergían de la templanza y de la pureza católicas. Esta falta de vigilancia dio lugar a abusos de todo tipo, provenientes con demasiada frecuencia del alto clero e incluso del Palacio Apostólico.
El caso de las indulgencias se hizo famoso. Estos privilegios espirituales, concedidos santamente por la Iglesia a penitentes y bienhechores, se convirtieron en motivo de escándalo en manos de ciertos clérigos, que los convirtieron, en la práctica, en fuente de lucro y provocaron la confusión entre la limosna y el desvergonzado comercio espiritual.
Sin embargo, dicha cuestión no fue más que el detonante de un polvorín. Era urgente una reforma eclesiástica. En el Concilio de Constanza, celebrado en 1314, un teólogo afirmaba: «Cuán conveniente y oportuna sea, cuán útil y necesaria, la reforma de la Iglesia militante es cosa notoria al mundo, notoria al clero, notoria, en fin, a todo el pueblo cristiano. La pide a gritos el Cielo, la reclaman los elementos».4
Lejos de atribuirles primordialmente a los Papas la causa de la pseudorreforma protestante, es necesario señalar que la Iglesia sufrió un enorme desprestigio debido a la mala conducta —a veces abiertamente escandalosa e inmoral— de muchos de sus miembros, explotada a gran escala por aquellos que se conjuraron para atacar a la Esposa Mística de Cristo, y crucial para el advenimiento del luteranismo.
Los «pre-protestantes»
Como indicaba el Dr. Plinio, en el declive de la Edad Media «el orgullo dio origen al espíritu de duda, al libre examen, a la interpretación naturalista de las Escrituras. Produjo la insurrección contra la autoridad eclesiástica».5 De hecho, no faltó quien, en esta época de crisis, quisiera presentar falsas soluciones.
En la mayoría de los casos, los pre-reformadores fundaban su teología en un biblicismo exagerado; en su opinión, más puro y fiel. Así, la sola scriptura prescindía de la autoridad del sagrado magisterio, el cual consideraban incierto y arbitrario. De ahí nacieron todo suerte de desviaciones: todo lo que predicaba la Iglesia, incluso las enseñanzas de los Padres y de los Concilios, resultaba despreciable; la libertad era un engaño pueril, ya que unos estaban predestinados a la bienaventuranza y otros a la condenación; la doctrina de la transustanciación constituía la mayor herejía proclamada hasta entonces; el poder de las llaves no había sido comunicado a Pedro, sino por igual a todos los Apóstoles; las Escrituras eran la única ley, la fe la única justificación.
Con la infiltración de elementos decadentes en la jerarquía eclesiástica y la coordinación de los rebeldes, todo estaba preparado para que apareciera la primera erupción externa de lepra en el cuerpo de la cristiandad: Martín Lutero.
El primogénito de la Revolución
Juan Lutero y Margarita Ziegler —católicos fervorosos— ciertamente no osaron imaginar el futuro del niño que tenían en brazos por primera vez aquel 11 de noviembre de 1483, fiesta de San Martín, que dio nombre a su pequeño hijo.
En sus primeros años, Martín era un chico tímido y desconfiado. Algunos estudiosos, sin verificación contrastada, dicen incluso que padecía problemas psiquiátricos.6 El caso es que solamente unos meses antes de cumplir los 22 años, en 1505, se convertiría, de hecho, en el monje rebelde que manchó la historia. El 2 de julio, cuando un fuerte trueno hizo temblar el camino a Erfurt, Martín yacía en el suelo, temiendo morir por el estruendo que lo había derribado, y exclamó: «¡Auxíliame, Santa Ana, y seré fraile!». Se consumaba así su supuesto llamamiento a la vida religiosa.
Algunos historiadores, para explicar el ingreso de Lutero en religión, narran una versión según la cual el joven habría entrado en el monasterio para escapar de la justicia, pues acababa de asesinar a un compañero de estudios. Ya sea por miedo a la muerte o por temor a la prisión, Lutero se convirtió en fraile agustino.
Una vez enclaustrado, Martín era atormentado por escrúpulos, alucinaciones y nerviosismos enfermizos. En su primera misa, tuvieron que sujetarlo para que no huyera del altar a medida que se acercaba el momento de la consagración, ya que murmuraba casi en voz alta: «¡Tengo miedo, tengo miedo!». En otra ocasión, casi cae por tierra al sentir pavor de estar en presencia de Dios en una procesión de Corpus Christi. También tuvo la extraña sensación de verse fulminado ante la simple mirada a un crucifijo de pared.
Ese fraile fue quien el 31 de octubre de 1517, después de un largo proceso de decadencia, fijó sus noventa y cinco tesis en las puertas de la capilla de Wittenberg, impugnando el «tráfico» de indulgencias y la autoridad pontificia, y exponiendo la nueva doctrina luterana: era el estallido de la revuelta.
Duelo a muerte con Roma
Las obstinadas teorías de Lutero sobre la predestinación y los ataques al Papa encontraron un rápido eco entre el pueblo alemán. Su doctrina de la sola fides, según la cual sólo la fe justifica, seguida de la negación del libre albedrío y del valor de las buenas obras, alcanzaba tales proporciones que alarmaron a Roma. En vano el Papa amonestó al fraile agustino a través de legados pontificios, pues Martín estaba convencido de que la corte romana estaba gobernada por el mismísimo anticristo.
Así, en 1520 el papa León X excomulgó al fraile hereje y condenó sus tesis, mediante la bula Exsurge Domine. Como era de esperarse, la opinión del obstinado no cambió en absoluto; al contrario, después de un sermón blasfemo sobre la misa, escribió su carta abierta A la nobleza cristiana de la nación alemana en la que convocaba a los príncipes germánicos a rebelarse contra el Santo Padre con particular violencia: «Con razón ahorcamos a los ladrones y cortamos la cabeza a los bandidos; entonces, ¿por qué dejar en libertad al peor ladrón y bandido que jamás haya aparecido en la tierra o que jamás aparecerá? […] ¡Oh, Papa! ¡Que tu trono caiga por fin en el abismo!».7
Con este libelo, el pseudorreformador, además de pedirle su apoyo a la aristocracia, pretendía abolir el celibato sacerdotal y proponía el nombramiento de un pontífice nacional desvinculado de la obediencia al pontífice romano. Hubo una enorme acogida de los ideales luteranos entre el pueblo, que, como colofón del desafío, acudía en masa para ver cómo se quemaban en plaza pública la bula papal y los libros de derecho pontificio, y entre la nobleza, que encontró en las ideas del rebelde fraile una forma de saciar su sed de poder.
Como esta revolución amenazaba seriamente la paz en sus estados, el emperador católico Carlos V tomó medidas contra Lutero, quien tuvo que refugiarse en la torre del castillo de un amigo noble, donde ni siquiera la soledad detuvo sus blasfemias contra la Iglesia.
Puesto que los dos resortes de la Revolución —orgullo y sensualidad— son inseparables, comenzaba entonces otra etapa en la vida del primer protestante, que pronto abandonaría el hábito y daría muestras de ser un verdadero impío, acompañando su abyecta doctrina con una conducta moral depravada. Él mismo confesó que frecuentaba ambientes pésimos y que había tenido tres mujeres antes de su matrimonio, consumado en 1525 con Catalina de Bora, exmonja cisterciense, una de las muchas que sus errores arrancaron de los conventos en suelo alemán.
La decadencia del caudillo seguía a la de sus adeptos, que crecían tanto en maldad como en número. No pasaría mucho tiempo para que la gangrena que pudría Alemania infectara inexorablemente las naciones católicas circunvecinas.
La expansión
Las nuevas doctrinas cruzaron las fronteras alemanas y entraron en territorio francés, donde gradualmente la resistencia contra el luteranismo se fue enfriando.
Consecuencias aún más graves sufrió Suiza, donde la pseudorreforma enseguida obtuvo hegemonía. Como la fe católica había sido desterrada oficialmente, Ginebra se convirtió en la «Roma» del protestantismo. Al mando se hallaba Juan Calvino, un abogado disfrazado de teólogo, quien instauró allí una auténtica tiranía religiosa. Se prohibieron las fiestas, el lujo y las ceremonias. La vida tendría que permanecer triste y austera, las opiniones de los ciudadanos eran vigiladas, el consistorio de Calvino estaba al tanto de todas las actividades de la ciudad y los hombres eran castigados por cualquier infracción con penas religiosas. Era su «Roma», es cierto, pero también su «Moscú»… La dictadura calvinista iba cobrando fuerza, y no tardó mucho para que Francia zozobrara ante la nueva herejía.
Inglaterra, por su parte, sucumbió al anglicanismo. El Papa había advertido al rey sobre la ilicitud de su divorcio, pero para Enrique VIII el placer del adulterio valía el cisma de todo un país. Su Acta de Supremacía, con la que usurpaba la jefatura de la Iglesia en la isla, arrastró al reino a la enemistad con Roma, al obligar a todos sus súbditos a jurarle fidelidad, obedecer los decretos del Parlamento y rechazar el primado pontificio. Como no podía faltar, se encendió una cruelísima persecución contra los católicos, pues el anglicanismo sólo pudo imponerse a precio de sangre. Aún hoy, la Iglesia Católica celebra, el 22 de junio, el martirio de John Fisher, obispo de Rochester, y de Tomás Moro, presidente del consejo real, que fueron decapitados por mantenerse fieles al romano pontífice.
En el continente, el protestantismo, en sus diversas metamorfosis, seguiría extendiéndose, provocando escándalos, muertes y terribles conflictos armados. En efecto, no había sitio para dos religiones en una misma Europa.
Sin embargo, en poco tiempo, el catolicismo no contaría únicamente con el ejército que lo defendía en el campo de batalla. Dios había suscitado una compañía, los soldados de élite del Papa contra el protestantismo.
La Compañía de Jesús y la Contrarreforma
Era la madrugada del 18 de febrero de 1546. El cuerpo del «reformador» yacía en su lúgubre lecho de muerte, pálido, frío, repulsivo, mientras su alma se presentaba ante el juicio de Dios. Lutero comparecía en el divino Tribunal cargando con la responsabilidad del alejamiento de millones de almas de la única religión verdadera.
A partir de entonces, su herético legado buscaría concretar la frase que él mismo había acuñado para su tumba: «En vida fui para ti la peste; muerto, seré tu muerte, ¡oh Papa!». Sin embargo, un gran obstáculo se interpondría en su camino. Como enseña el Dr. Plinio, «después de cada prueba, la Iglesia emerge particularmente armada contra el mal que trató de postrarla. Un ejemplo típico de esto es la Contrarreforma».8
Con la bula Regimini militantes Ecclesiæ de 1538, por tanto, anterior a la muerte del heresiarca, el Santo Padre aprobaba la orden fundada por San Ignacio de Loyola, la Compañía de Jesús. La nueva congregación tendría la misión de extirpar la revuelta luterana y reafirmar la sagrada autoridad del papado, mediante una obediencia perfecta al Vicario de Cristo. «Si la Revolución es desorden, la Contra-Revolución es la restauración del orden».9
De la lucha contra el protestantismo florecería también el tesoro cristalino de verdades que, en 1545, el Concilio de Trento nos dejaría como herencia. Grandes definiciones acerca de los sacramentos y de la autoridad papal se explicitarían en la magna asamblea, en respuesta al protestantismo, y encerrarían en un todo sólido y armonioso el hermoso edificio de la doctrina católica. A partir de entonces, al que se desviara del camino dorado de la ortodoxia, le caerían como rayos las sanciones canónicas, tronando sobre él el temible grito: anathema sit.
La barca de Pedro superó así una enorme ola gigante, aunque el final de la borrasca estaba lejos de perfilarse. Al divisar un horizonte sombrío y aguas turbulentas, la tripulación de la nave tenía que prepararse para lo peor. De hecho, de la feroz tempestad, aquella sólo fue la primera ola. En su odio contra toda jerarquía, la Primera Revolución la atacó en el orden espiritual, sin duda el bastión más importante. Numerosos fueron los pueblos en los que el enemigo encontró el depósito de la fe lo suficientemente sólido como para resistir a la apostasía; no obstante, logró que subrepticiamente penetrara en la civilización occidental una mentalidad que estaba a años luz de la que había engendrado las maravillas de la cristiandad medieval.
Los agentes de la Revolución continuarían, incansables, trabajando para arremeter contra el edificio del verdadero orden. ◊
Notas
1 RCR, P. I, c. 3, 5, A.
2 Ídem, ibídem.
3 Ídem, B.
4 GARCÍA-VILLOSLADA, SJ, Ricardo. Raíces históricas del luteranismo. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1976, p. 249.
5 RCR, P. I, c. 3, 5, B.
6 Cf. GARCÍA-VILLOSLADA, SJ, Ricardo. Martín Lutero. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1976, t. I, p. 265.
7 FUNCK-BRENTANO, Frantz. Luther. London: Jonathan Cape, 1936, pp. 113; 115.
8 RCR, P. II, c. 2, 2.
9 Ídem, 1.