22 de junio – XII Domingo del Tiempo Ordinario
Jesús oraba solo. ¿Qué hacían mientras tanto sus discípulos? Asistían como meros espectadores, pues aún no eran «uno» con su Maestro. Entonces interrumpe su oración para hacerles una pregunta curiosa: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9, 18). El Salvador quiere ayudarles a dar un paso más en su discipulado. No pueden limitarse a pensar como el pueblo, que lo considera uno de los antiguos profetas, tal vez Elías, o una reedición del Bautista. La muchedumbre no ve, o no quiere verlo, más allá de lo que ya conoce.
San Pedro declara entonces lo que el Espíritu Santo les hacía intuir: Jesús es «el Mesías de Dios» (Lc 9, 20). Inspirado por la gracia, acierta; pero ¿lo habrá entendio todo? Ciertamente, no. Y el Señor le desvela una realidad desconcertante: Él, Dios y hombre, uno con el Padre, ha sido ungido para salvarnos por medio del dolor, de la muerte y de la resurrección.
Los discípulos siguen sin entenderlo. No porque carezcan de inteligencia, sino porque les falta disposición de espíritu para aceptar como signos distintivos del verdadero Cristo el sufrimiento, la oposición de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y la muerte en la cruz. Para ellos, la resurrección también carecía de sentido, porque en sus cálculos humanos no entraba la posibilidad de una grandiosa intervención de la omnipotencia divina para sellar la derrota del mal.
Y usted, querido lector, ¿qué opinión tiene de Jesús? ¿Ha caído tal vez en los devaneos de charlatanes que lo presentan como una especie de líder iluminado por doctrinas de autoayuda? ¿O un extraterrestre venido de otra galaxia? No estoy bromeando. Hay gente que abandona la fe católica por tragarse semejantes patrañas. No creo que usted sea de esos, pues sería muy raro que estuviera leyendo esta revista.
Probablemente sea un católico de buena fe, bombardeado por predicaciones tendenciosas que, por ejemplo, reducen la bondad compasiva de Jesús a una caricatura bonachona complaciente con el pecado. De ahí que, hoy en día, muchos sean indiferentes a vicios que hasta hace poco eran intolerables. ¿Tengo que poner ejemplos?
¿Qué nos diría aquel mismo Jesús que, «perfeccionando» los mandamientos, declaró culpable de adulterio el mero deseo consentido de cometer dicho pecado (cf. Mt 5, 28)? ¿Nos sentiríamos quizá tan ofendidos como los sumos sacerdotes y querríamos matarlo de nuevo? No se trata de una hipótesis inverosímil, pues es un hecho que actualmente muchos se lanzan con furia contra la institución que «encarna» —en su esencia jerárquica, en sus sacramentos y su magisterio— la divinidad del Redentor. La Iglesia sufre una «Pasión», pero su triunfo es tan cierto como la Resurrección de su divino Redentor.
Entonces, ¿cómo responder hoy a la pregunta del Señor y dar el paso que Él espera?
El pasaje final del Evangelio de este domingo nos da la solución: negarse a sí mismo, tomar la cruz de cada día y seguirlo (cf. Lc 9, 23). O sea, hacerse uno con Él exige de nosotros ni más ni menos que… ¡perder la vida! ¿Cuál? La vida como la entiende el mundo. Algún desanimado objetará: «No tengo fuerzas para tanto…». ¡Por eso Jesús oraba! Ahora ya podemos rezar con Él, entender quién es y ser salvados. ◊
AMÉN SALVE MARIA GRACIAS PADRE VICENTE🙏🏻🙏🏻🙏🏻